Contaba que la chispa de La balada del café triste se había encendido en unos segundos. Estaba en un bar y presenció cómo una mujer enorme miraba embelesada a su pareja, un enano. A partir de ahí llamó a la intuición, ese único superpoder que según Carson McCullers tienen que detentar los escritores, y fue armando el tejido de una novela corta, relato largo o novella tan perfecta que funciona como un reloj que detiene el tiempo sin estar roto. 

¿Cómo pueden amarse esa grandota y ese hombrecito? Y lo más importante: ¿quién amaría más?, se preguntó en aquella cafetería. Así, mientras escribía, apareció su típico pueblo sureño y fabril –que “de por sí ya era melancólico”– escenario y personaje tentacular de La balada...; una heredera tozuda y solitaria, Miss Amelia; un ex esposo violento y despechado; Marvin Macy; un ser malicioso, diminuto y jorobado, el Primo Lymon; y finalmente pero no menos importante, un narrador (o narradora) tan omnisciente como testigo, que pasa del tono de guía turístico a disertante sobre la naturaleza humana y no pierde oportunidad en dar su opinión. “Exceptuando al Reverendo Willin, todos se parecen mucho, como ya hemos dicho; todos han pasado algún buen rato en su vida; todos han sufrido o han llorado por algo; casi todos son personas tratables si no están exasperados. Eran todos obreros de la hilatura y vivían en casas de dos o tres habitaciones por las que pagaban diez o doce dólares al mes. Y todos, aquella noche, habían cobrado, porque era un sábado. Así que de momento podéis considerarlos como un todo”. 

El narrador de La balada del café triste, que funciona casi como un coro griego, es una de las rarezas más acertadas en esta obra donde todo está bien: la estructura con esa coda inexplicable que redobla el final, el tono, las descripciones cinematográficas (con una cámara que se acerca y se aleja según convenga), las digresiones como al pasar sobre la clase trabajadora, la cuestión de género, la orientación sexual y, fundamentalmente, sobre el amor, ese sentimiento que se muerde la cola. “En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se de cuenta de esto, con mayor o mejor claridad; en el fondo sabe que su amor es un amor solitario”, dice este narrador entrometido en uno de los pasajes más citados de este relato. 

McCullers era altísima. Con Miss Amelia, la protagonista de La balada..., compartía la estatura, la androginia y cierta tendencia a los amores no correspondidos. Con Miss Amelia, mezcla del forzudo y la mujer barbuda de los circos, compartía también el gusto por el whisky y el no terminar de encajar del todo en su medioambiente: eran dos freaks, para usar un término afín al gótico sureño. Hasta ahí las similitudes entre una de las escritoras más extraordinarias del siglo XX y uno de los personajes más dolorosamente ¿femeninos? de la literatura estadounidense. 

La escritora fue precoz en todo –desde su debut literario hasta su muerte, pasando por sus enfermedades y apasionamientos– y escribió La balada... en la década del 40, en la colonia de Yaddo, una comunidad artística alojada en Saratoga Springs (Nueva York) entre varías recaídas de salud. Por esa época ya era una celebridad y vivía gracias a una beca Guggenheim después de haberse separado de su marido Reeves McCullers, un alcohólico suicida con quien se volvería a casar un par de años más tarde. Pero cuando escribía La balada..., la escritora estaba en pleno romance platónico con la brillante Katherine Anne Porter, una leyenda en vida de la literatura estadounidense que le llevaba varios años. No es casual que se obsesionara con el amor como padecimiento. “Miss Amelia lo observaba todo, pero sus ojos volvían siempre a posarse en el jorobado (...) Parecía pensativa, ensimismada, y en su expresión había una mezcla de pena, asombro y vaga satisfacción. Sus labios no estaban tan apretados como de costumbre, parecía algo más pálida y le sudaban las manos grandes y vacías. No cabía duda: aquella noche tenía el aire lánguido de una enamorada”, dice en un momento esta novela corta que abre –y titula– un conjunto de relatos publicado en 1943. El libro se convirtió en éxito inmediato y La balada... en una de las obras más ejemplares de McCullers. Allí está todo: el pueblo sureño conservador, el aislamiento, la figura del forastero, un humorismo como en sordina, el sentido trágico de la vida, personajes un poco monstruosos pero tan humanos, un grotesco que desdibuja el realismo, algunos chispazos fantásticos tan sutiles como significativos. Y la crítica social, eso que le valió a la escritora desde amenazas del Ku Klux Klan hasta encendidas comparaciones con Faulkner. Pero aquí el foco en la violencia de clase o supremacía blanca –muy presente en el resto de su obra– es desplazado hacia la misoginia. El problema son los varones. Miss Amelia había logrado lo que ninguna: ser la dueña de un pueblo, no seguir los mandatos de su género, ganarse el miedo y respeto de sus vecinos, desdeñar a un ex marido. Vivía en una soledad y rudeza inmejorables hasta que llegó un hombre muy parecido a un duende que la hechizó. Floreció. Hizo florecer a su entorno. Bajó la guardia y se le reblandeció el corazón. Eso, para una autora que trabajó con profundidad en su literatura todos los pliegues de la ternura, siempre es sinónimo de perdición.