"Estamos destrozados", sentencia Eric Sadin en Hacer disidencia, una política de nosotros mismos. Nuestros cuerpos y mentes están "exhaustos" por la dureza de las condiciones de vida y por la expansión de tecnologías que consumen nuestras energías. Pero el problema no está sólo afuera: estamos pagando las consecuencias de nuestra "indolencia", de no habernos enfrentado más al poder, de no haber defendido lo conseguido. A su vez, hemos renunciado a imaginar "vías divergentes". Redujimos nuestra acción política al voto y a expresarnos "patológicamente" en redes sociales. Los nuevos tiempos exigen más la "movilización de nuestras propias fuerzas" que el depósito de todas nuestras expectativas en el Estado.

En la actualidad se conjugan "métodos degradantes" en el ámbito laboral, la ideología del autoemprendimiento, un agravamiento de las desigualdades y un retroceso del principio de solidaridad y de los servicios públicos. El peligro es grande: está desapareciendo "lo humano". Según el filósofo y escritor francés, aunque hemos ganado en conciencia -con una crítica "cada vez más virulenta y extensa al capitalismo"-, nos quedamos en la retórica y no estamos logrando cambiar nada. Sobre cómo llegamos hasta aquí trata este texto editado por Herder, que incluye, además, una propuesta para encarar esa "política de nosotros mismos" a la que el título alude. En la Argentina en la que Milei acaba de ser elegido presidente, la lectura del diagnóstico tiene más sentido que la de lo segundo, que suena distante, a utopía.

Hacer disidencia... es una continuación del notable La era del individuo tirano (2022, Caja Negra), en el cual Sadin hablaba de que nos autopercibimos, erróneamente, empoderados con nuestras "prótesis digitales", de la muerte de lo común, de la atomización creciente de la sociedad y la violencia. Cuenta, en su nuevo libro, que muy a menudo le preguntaban "¿qué hacemos?" en un contexto tan apocalíptico como el que él pintaba. Con un "enfoque estratégico" y un tono de autocrítica, Hacer disidencia es, entonces, su respuesta a esa pregunta.

Citando a Tolstói, quien postuló que "lo que produce el movimiento de los pueblos es la actividad de todos los hombres que toman parte del acontecimiento", Sadin propone a sus lectores dejar de ser "espectadores del teatro de nuestro mundo" para convertirse en actores.

No es fácil cambiar algo porque -como explica en el primer capítulo- desde el "giro neoliberal" de los '80 se vienen dando cambios en el mundo laboral que son "eminentemente" políticos. Normas "implacables"; ausencia de interlocutores directos; jerarquías indiscernibles. Hace rato que en ese plano "la prioridad no es aportar la propia contribución sino acomodarse a objetivos previamente definidos", entonces "cualquiera (...) equivale a cualquiera" y "cada persona es reducida a un ser sin cualidad". Surgió allí1 un nuevo ethos. La concepción de empresa, que implica una "situación de antidemocracia", se ha impuesto "masivamente".

Hacia 2010 todo esto se profundiza con la "innovación técnica": las órdenes provienen de señales surgidas de dispositivos técnicos. El ejemplo más claro es Uber. Consecuencias de esta "nueva condición civilizadora" dependiente de la IA: despersonalización, negación de la singularidad e integración de las personas, desorientación, sensación de invisibilidad, tristeza. El autor suma, más adelante, las derivas de una "telesocialización" generalizada que se volvió normal tras la pandemia, borrando los cuerpos e instaurando un sistema de castas.

Todo esto le importa más que el control digital de la población. Avanzamos hacia una "mercantilización total de nuestras vidas"; estamos en medio de un proceso que reduce a los seres humanos a la categoría de "simples medios"; ya somos "casi cosas". "Han proliferado procesos que suponen una afrenta radical (...) a nuestra condición humana, hasta el punto de romper cuerpos, destruir espíritus, acabar con la autoestima (...)." Sadin cree que hace falta una "cultura del rechazo" que se oponga a la "instrumentalización de las personas y la vida".

Luego aborda el tema de la "ingobernabilidad permanente" -presente en su anterior trabajo- y analiza la desconfianza de las "masas" al discurso oficial -muy clara en las redes- y movilizaciones como las de las primaveras árabes, Occupy Wall Street, Indignados, Chalecos Amarillos y la del pueblo chileno, que arrancaron en la "esperanza" y terminaron en la "decepción". En estos tiempos, para el pensador, la insatisfacción toma ante todo una "forma verbal", repetida al punto de no producir nada y virar hacia un "neoconformismo". En otras palabras: somos más concientes pero también más impotentes. Grafica esto último con la figura de Greta Thunberg. Cuestiona a un "humanismo ecológico" que no logra atender las "prioridades de la época". 

Ante el "agotamiento de un modelo", un "fin de ciclo", Sadin -que cita a Marx, Foucault y Harendt, también a Kant y Diderot, y va mucho más atrás al traer de nuevo a Aristóteles- propone revisar las nociones que tenemos del Estado y la democracia. Ya no alcanza con denunciar ni con manifestarnos sólo cuando estamos desesperados ni con dar saltos de manera individual. Y ya no sirven, para él, soluciones como la renta básica universal -"una limosna" dada a los pobres por los poderes públicos, con el Estado ubicado como si fuera "Dios padre"-.

Se trata de romper con la "ecuación" que hace más de un siglo nos paraliza: de un lado lo que pueda surgir de las bases; del otro lo que pueda surgir del Estado. En una tercera fase debería renacer "la característica de nuestra condición política", con "la institucionalización de la alternativa" (aquí cita a Castoriadis): el dinero público debería animar la creación de proyectos impulsados por "objetivos virtuosos", llevados adelante por colectivos que en todos los ámbitos de la vida -como la educación, la cultura, la salud, la producción artesanal- "favorezcan el desarrollo de las personas, mejoren la expresión de la creatividad, el establecimiento de relaciones de equidad y solidaridad, el respeto por los equilibrios naturales". De esta manera, las "dosis de tristeza" que nos invaden podrían ser sustituidas por "dosis de alegría".