Salón Pueyrredón empezó siendo una casa comunitaria en la que se hacían fiestas a las que luego se plegaron amigos, amigos de amigos y desconocidos que decían ser amigos de aquellos. A esa prehistoria en Pueyrredón casi Córdoba le siguió una breve mudanza a Mitre al 1500 y el posterior establecimiento en su lugar actual, Santa Fe 4560, a metros de la estación Pacífico del tren. Allí, una pequeña puerta disimulada en el barullo de una avenida intoxicada de gente, autos y colectivos conduce a un lugar que la prepotencia de su persistencia convirtió en sitio fundamental de la cultura rock de Argentina.

El Salón supuso, en cierto punto, la transición del paradigma Cemento y su continuidad en el pos Cromañón: es punto de encuentro pero también de expresión, un canal siempre abierto a un margen generoso de artistas (desde iniciados hasta Buzzcocks, que tocaron de sorpresa), que supo expandir su propia trinchera cobijando Ferias del Libro Punk o festivales pop, pasando por la varieté de los miércoles, y que –dato no menor– manifestó capacidad de resiliencia a los constantes embates que la escena padeció a partir del 30 de diciembre de 2004. Una leyenda viva montada escalera arriba de un viejo petit hotel.

“Empezamos festejando los diez años, después los quince, y a partir de ahí todos, porque nunca sabemos si vamos a estar dos meses más. ¡El No Future nos asecha! Pero seguimos, agarrándonos la cabeza y atajando penales todos los días”, bromea Guti López, uno de los dueños del Salón, que sigue cumpliendo años y ahora llega a los 20, que serán festejados entre el martes 3 y el sábado 7/10. Habrán bandas en vivo (arranca La Orkesta Inestable del Salón, compuesta por músicos de bandas de la casa como Responsables No Inscriptos y El Sepulcro Punk), djs y una exposición audiovisual. Los primeros tres días la entrada es gratis, y el fin de semana está a 150 pé. Y todo será transmitido por Radio de Salón, la emisora online que hace nueve años funciona en el último piso.

La vigencia del Salón es también el éxito de un valor poco frecuente en el circuito compartido: la prédica de contracultura sin jibarizar a artistas que en otros lados acostumbran pagar para tocar. Ese espíritu solidario (que encuentra muchos links con el anarquismo, no sólo por el logo de la estrella o el rojo y negro dominantes de las paredes) fue también el que sostuvo al Salón en sus momentos de asedio excesivo, de largas clausuras y multas asfixiantes, cuando otras salas como Palermo Club prestaron sus instalaciones para que bandas tocasen gratis y así colaborar económicamente.

La épica indispensable para que un lugar ingrese en la mitología de nuestro rock, llena siempre de aspiraciones, odiseas y, por qué no, también un poco de ficción: “En un futuro tal vez mucha gente que no vino dirá que estuvo, aparecerán anécdotas que jamás existieron –dice el Batra Luna, otro de los dueños–, ¡y con eso harán un libro y un DVD!”.