Cuando Milton Fornaro se presentó por primera vez ante Juan Carlos Onetti llevaba puesto un traje con su respectiva corbata. Periodista cultural de larga data, docente y militante del Partido Comunista, por aquel entonces trabajaba para la editorial Arca, en donde Onetti había publicado alguno de sus primeros libros. Corría la década del setenta, y el autor de El astillero era, por supuesto, un nombre mayor en las letras uruguayas y latinoamericanas. No solo por sus novelas y cuentos sino por su lugar como francotirador y polemista de la cultura montevideana: Onetti había tirado piedras al “charco” de la literatura uruguaya con intención de remover un poco las aguas. Sin embargo, cuando vio por primera vez a ese tipo joven, rubión, vestido en traje y corbata no pudo más que tener miedo. “¡Beto!”, gritó al acompañante de la editorial, “¡me trajiste a un abogado pa joderme!”.

Se escucha la voz del otro lado de skype que ríe entrecortadamente: “Y a partir de ese instante nunca más me sacó el mote de abogado. Me veía y me decía ¡qué hacés abogado! Le expliqué mil veces que no era abogado. Para él era El Abogado. Una vez Eduardo Galeano me dijo: qué suerte que tenés vos que te dice El Abogado, a mi me dice che pibe. Con la egolatría que tenía el Gordo, eso le costaba muchísimo asimilarlo”. Vuelve a reír, Fornaro. No cuesta imaginarlo: Onetti tirado en la cama, rodeado de un grupo de jóvenes que caían a principio de mes con un paquete de masas para Dolly, un cheque con lo liquidado por derechos de autor y una botella de Johnny Walker etiqueta negra para el escritor. Sentados alrededor del viejo, como si fuera el viejo vizcacha del mal, se juntaban unas horas para hablar de política, novelas policiales y sobre la vida de los colegas (muchos de ellos defenestrados por su lengua mordaz). “Tengo mil anécdotas con Onetti. Lo visitaba siempre en su casa. Y después, cuando se exilió en España, gracias a un adelanto que cobró por un guion de cine que nunca escribió, lo entrevisté en Madrid. Hablábamos de todo, pero nunca hablamos de literatura”, dice Fornaro. “Creo que se murió sin saber que yo escribía literatura”.

Es raro: primero, nunca le comentó a su ídolo literario, con quien fue comparado en numerosas ocasiones por la crítica local (“Uno tiene que matar a sus padres literarios para hacerse de una voz propia”, dice haciéndose eco de la famosa frase de Harold Bloom), aunque tampoco lo necesitaba. Su obra por aquellos años en Uruguay no era para nada secreta, más bien todo lo contrario. Y ahora, Fornaro “desembarca” (un verbo que suelen usar los porteños argentinos cuando hablan de la literatura uruguaya) de este lado del Río de la Plata con La madriguera. Una novela total, extensa, que recorre un siglo entero y combina diversos géneros como el policial, el thriller político, la novela histórica, el relato social. Fundidos en una misma reflexión sobre la condición humana durante el momento clave de la historia del Siglo XX que parte al mundo en un antes y un después: el holocausto judío. 

Autor de nueve volúmenes de cuentos que comenzó a publicar precozmente a los veinte años en su Minas natal (para su segundo libro él mismo ofició como imprentero porque el editor no quería meterse en problemas con las autoridades), escritor de novelas policiales de larga trayectoria, Fornaro fue finalista del premio Planeta-Casa de las Américas por El señor de la frontera en 2009. Novela híbrida también, a caballo entre el policial latinoamericano, la narco-novela, la novela de aventuras y la picaresca, ambientada en el límite impreciso con Brasil, El Chuy, donde las calles definen una lengua de la otra, no hay un registro estatal sobre los valores de cambio ni de mercancías, y los jefes de aduana miran a los autos pasar como si estuvieran jugando a un juego infantil de reconocimiento de modelos. Allí narraba las memorias de quien se convertiría en un “Señor de la Frontera”: Joao Arístides de Souza Netto, obligado a rememorar una extensa y variopinta galería de personajes, desde un flautista de la corte de Bagdad, hasta narcotraficantes, compradores de baratijas, y chicos de la calle, en esas pequeñas muestras de Babel que suele ser las ciudad de Frontera.

Con la publicación de El señor de la frontera, comenzaba a resonar su obra anterior en otra escala, aunque, durante su extensa trayectoria, recibió varios premios: el volumen de cuentos Si le digo le miento obtuvo el premio internacional Grinzane Cavour en 2005 para escritores latinoamericanos y Murmuraciones inútiles premio nacional de literatura en el mismo año. La novela policial Cadáver se necesita fue adaptada a serie de televisión y nominada cuatro veces a los premios Emmy. Y en 2009, el mismo año en que fue finalista por el premio Planeta, obtuvo el galardón Juan José Morosoli por su obra; una extensa obra multifacética, que cruza la figura de escritor comprometido con el editor, el escritor popular de novelas policiales con el joven cuentista entusiasta devenido imprentero, el redactor publicitario y el militante del Partido Comunista, el dramaturgo, el guionista de televisión, el docente, el colaborador periodístico y hasta, en los últimos cinco años, el asesor del Ministro de Cultura y Comunicación durante la presidencia de José Mujica. 

Cuesta imaginar oficios tan diversos, aunque ligeramente emparentados, aglutinados en una misma vida, que cumple, el día de la fecha de esta entrevista, setenta años. Pero, de algún modo, secreto para su maestro indiscutido o no, las variables de vida funcionan y se fusionan en su nombre propio; canalizadas en esa voz diáfana que se escucha cálida, sin inflexiones, concisa y pausada, y se filtra entre los parlantes de la computadora. Del mismo modo que, los géneros y las historias que Fornaro aborda en La madriguera, desde la vida en un holocausto judío hasta la captura en Mayo de 1960 de Adolf Eichmann en Buenos Aires, en la famosa “Operación Garibaldi” que lo llevó a un juicio en Israel, logran una cohesión y una coherencia bajo el influyo hipnótico y monumental de una misma voz literaria.

Un joven Milton con Juan Carlos Onetti en Madrid, en 1979.

El horror

Son varios los epígrafes que se abren en La madriguera pero Fornaro hace mención de uno específico (quizás en guiño a su maestro literario, el mencionado Onetti): “El pasado nunca se muere, ni siquiera es pasado”, una frase freudiana de William Faulkner (que nunca leyó a Freud). Esa especie de condición flotante, o de estado de permanencia, es la que dispara la trama cuando se encuentra en un viejo edificio de la calle Durazno un esqueleto sepultado. Por esas raras condiciones del destino, o de la ambigüedad histórica, habita en el mismo edificio Arquímedes B. Carson, un detective sin calendario, que cumple a rajatabla todas las características del investigador latinoamericano: extraterritorial, panzón, bebedor, más bien tirando a pobre. Arquímedes B. Carson, porque no tiene mejor cosa que hacer en su edificio, decide averiguar con ayuda de su amante, a quién perteneció ese esqueleto hallado en el sótano.

¿Por qué decidiste enmarcar el relato dentro del policial?

–Soy un entusiasta del género, creo que tiene elementos que son imprescindibles para poder entender esta historia. Hay un pacto no escrito entre el escritor y el lector. Hay una cantidad de señales, de tics, de guiñadas, que generan la complicidad con el lector. Yo necesitaba inmediatamente generar una simpatía, una empatía con el lector. Porque la historia que iba a contar era muy dura. Era una historia que podía ser rechazada si yo la hubiera planteado dentro de otro género, digamos, o con otro estilo. Cuando uno escribe tiene un detector –al menos yo lo tengo– que son mis años como lector. Si hay algo que a mi me rechina, o hay algo que yo rechazo, de mi escritura, la saco. Escribir para mi es pensar en función del lector. Entonces, necesito un género que el lector esté de mi lado. El género policial en eso es paradigmático porque es el género que está pensando en el lector.  

La primera parte de la novela responde a la lógica policial, pero no es el clásico policial, sino el latinoamericano: una mezcla entre la indagación barrial y la fuerza de voluntad del protagonista que pone en funcionamiento la historia. 

–La novela policial latinoamericana es la novela social que, en otras épocas, pudo haber sido la novela indigenista, la novela de la revolución mexicana, etc. Hoy la novela social es la novela policial. El policial latinoamericano tiene características que son, digamos, una fusión, o un híbrido, de los maestros norteamericanos adaptados a nuestra sociedad. Lo que nosotros veíamos como muy lejano, o como en países como Uruguay o Argentina, iba a ocurrir lo que estaba ocurriendo en Chicago en los años 30 o lo que estaba ocurriendo en la costa oeste. Con el advenimiento de las dictaduras, esa realidad hizo eclosión, ese tipo de realidad dura y conflictiva. Podían ocurrir barbaridades tales como las que estaban ocurriendo acá. Y el policial, como género, fue una herramienta importante para empezar a vernos de otra manera. 

Así como, para dar cuenta de una realidad tan compleja e intrincada como la latinoamericana del último cuarto de siglo, Fornaro tuvo que hibridarla aún más para hablar del nazismo y la Historia del Siglo XX. Porque el cadáver hallado en La madriguera conecta de un modo subterráneo con una de las aberraciones más grandes de la Historia. Fornaro entonces pega un giro brusco en su relato, arriesgado; cambia de protagonista –o mejor dicho, presenta a su protagonista–  y la segunda parte de su novela transcurre en Danzig, un pequeño pueblo Alemán hoy extinguido (Fornaro se valió de las novelas de Günter Grass para imaginarlo), después del advenimiento del fascismo al poder. Allí, narra el padecimiento del pueblo judío en manos de los nazis con un nivel de detalle deslumbrante. “Me llevó un tiempo muy largo esclarecer temas que tenía en nebulosa. Esa búsqueda que fue previa a sentarme a escribirla (no obstante yo ya sabía cómo iba a empezar, cómo iba a seguir, cómo iba a terminar), no la había escrito aún. Esa búsqueda me sirvió muchísimo”. Por ejemplo: Danzig. Hoy no existe con las características de antes. Fornaro tuvo que recurrir a mucho material de la época para establecer direcciones, calles. Una parte del material, dice, con el que se nutre es para consumo personal, y después, casi por decantación, por goteo, usa muy poco del material que recoge en las novelas. “Es para que yo me pueda sentir seguro. Si hago salir a un personaje para que camine por algún lado, tengo que saber a dónde va. Si dobla a la derecha, qué calle es. Si hay un río, si no hay un río. Necesito armarme de mapas de las ciudades.”

¿Por qué volver a narrar El Holocausto?

–Me pareció interesante verlo desde otra óptica. No desde el judío víctima, sino del judío que si bien es víctima de las circunstancias, es también victimario. Yo creo que hay una nueva luz para ver el tema. Si esto lo hubiera escrito a los diez años de finalizada la guerra, hubiera tenido el rechazo de toda la colectividad judía. Hoy día no pasa eso.

Tema del traidor y del antihéroe

Cuenta que cuando presentó el libro entre la colectividad judía se le acercaron varios lectores para agradecerle. Un señor le aseguro que una historia como esa no la podría haber escrito un judío, y que había sido mejor que alguien de afuera (un goy) se tomara el trabajo de hacerlo. Una señora se le acercó y le dijo que, antes de conocerlo, mientras leía su novela, lo había odiado, a él y a su personaje, pero después de escucharlo hablar, de entender el objetivo que había trazado, ahora sí, le caía bien. “Esa es mi ventaja, yo no soy judío. Puedo pensar en un traidor. Esto ocurre porque han pasado muchos años. El tiempo permite abrir los ojos y ver otros aspectos de aquello que fue, la realidad que fue”.

Aarón Goldwitcz, en la segunda parte de su novela, es capaz de cualquier cosa con tal de salvar su vida. Cualquier cosa es convertirse en un Kapo. Mientras los hornos en Auschwitz queman carne, se experimenta con cuerpos humanos, las fábricas utilizan a los judíos como esclavos para salir del pozo en los que habían quedado durante la primera guerra mundial, Goldwitcz se debate a sí mismo de su proceder y al mismo tiempo, ese debate interno, es callado por todo lo que ocurre a su alrededor. La pregunta que se hizo Fornaro a la hora de narrar fue, ¿quién, en la piel de Aarón Goldwitcz, no haría lo mismo? ¿Quién no lucharía por ganar un día más de vida, día a día? Me doy cuenta que no puedo estar enojada con él, le había dicho aquella señora que se le acercó cuando presentó el libro entre la colectividad judía. En un gesto anti Flaubert, Fornaro dice: “Yo te pongo las cosas en situación, pero no soy Goldwitcz. La gente a veces se enoja con el autor. Cuando el autor lo que está haciendo es poner sobre el papel algo para que el lector lo use, lo interprete, o lo rechace”.

¿Qué aspectos descubriste durante la documentación? 

–Hay algo que me golpeó, la pasividad de las Naciones aliadas, o las naciones europeas que dejaron venir el nazismo porque además les convenía. Entonces es criminal. Cuando ves la complicidad de la iglesia, la complicidad de la Cruz Roja, es tremendo. La complicidad de las empresas. ¡La Ford hacía autos en Alemania! Le convenía que el nazismo creciera para salir de la crisis en la que habían quedado después de la primera guerra mundial. Todos fueron cómplices. Después, claro, se agarran la cabeza. La propia Unión Soviética entra en la guerra cuando invaden Rusia. Hasta ese momento, no estaban. Y en Francia, los comunistas franceses estaban contra De Gaulle. Y no participaron de la resistencia hasta que vino la orden de Stalin. 

Como señala Hannah Arendt, se tiende a hacer una banalización del mal. A escribir siempre desde la victimización. Hay un discurso instaurado entre buenos y malos cuando se trata el tema del Holocausto, tanto desde la literatura como del cine. 

  –Estaban solos los judíos. Quedaron solos. Y dentro, había gente que actuaba como si no fueran judíos. Yo dije hace poco que la honestidad, o que la virtud, no tiene raza. Cualquiera puede ser un traidor, incluso un judío. Yo me remito, por ejemplo, a los presos políticos que hubo en el Uruguay, supongo que en Argentina también. Ser preso político no significa nada, más que ser un preso político. Y yo supongo que dentro de las cárceles en el Uruguay, también hubo traidores, también hubo gente jodida que no se nombra ahora. Y en algún momento van a aparecer estas historias sórdidas, porque están implícitas, están marcadas, son parte del ser humano. El lobo del hombre es una frase que por más que nos duela es así. Hablo de la condición humana en la novela. Y la adjetivo: creo que la condición no es piadosa. Y la condición humana tiende a ir hacia otro lado. 

No es la primera vez que Fornaro, durante la charla, para hablar del Holocausto judío y del nazismo, menciona la última dictadura en Uruguay, y las dictaduras del Río de la Plata, como una “nube baja” que tocó a muchos escritores de su generación con quienes siente una afinidad estética y moral: Tomás de Mattos, Fernando Butazzoni, Hugo Burel. Fornaro, militante comunista en su Minas natal, tuvo que migrar hacia Montevideo en el año 1971, previo al golpe, cuando su situación como colaborador del diario y docente lo ponían en peligro. Incluso, ya instalado en Montevideo, después de fundar El dedo, una de las revistas de humor más importantes del período de transición hacia la democracia en 1985, fue censurado por los militares. “La última dictadura fue tremenda porque partió una sociedad. La partió al medio. Una sociedad que no estaba acostumbrada a los golpes de estado. Uruguay había sido casi una mosca blanca en todo lo que había sido la política latinoamericana. No solo fue tremendo, por el dolor, sino que fue sorprendente. Profesores que perdían sus cátedras, gente que perdió su trabajo. Fueron once años de retroceso. Creo una herida que hasta el día de hoy no ha cerrado. Y nosotros (De Mattos, Buttazzoni, Morel y mucho colegas más), de alguna medida, somos hijos de ese momento histórico, lo que escribimos está atravesado por eso. La literatura se ha reflejado, no específicamente el período, pero sí hay un tono de dolor. Hay un tono que es un tono trágico. Hay un tono que no es festivo, sino que es producto de aquello que padecimos. Y mucho de lo que escribimos después, en democracia, está marcado por ese tono inevitable”.

La madriguera Milton Fornaro Alfaguara 552 páginas