Competir con Barcelona o las playas de la Costa Brava no es fácil. Eso es lo que le sucede a Girona, la capital de la provincia homónima, ubicada en la región de Cataluña, a más de cuarenta kilómetros de las aguas del Mediterráneo. 

Por esa distancia, quizás, no es un sitio elegido de los turistas. Si ese fuera el caso, es una pena. Girona es un tesoro histórico que esconde una cantidad incontable de sorpresas, aunque es preciso darse tiempo para hallarlas. 

Cuando se ingresa a la urbe, el paisaje que devuelve la zona es el de un suburbio comercial semiabandonado, cuyo único rasgo distintivo son los grafittis que tomaron las paredes y portones metálicos de los comercios. Transcurridos unos dos kilómetros, se desemboca en una de las áreas modernas, donde se emplazaron los hoteles nuevos y ya existen algunos viejos. Si uno se hospeda en ese lado y decide caminar por allí, es posible que se pregunte frustrado por qué eligió visitar Girona. 

De ese lado del río Onyar, que cruza la ciudad de sur a norte, el tránsito de gente y de automóviles es tranquilo, hay algunos pocos bares y restaurantes –la mayoría con la fachada deslucida– y la atmósfera evoca las siestas abrasadoras del norte argentino, cuando las ciudades parecen abandonadas.

Las fachadas de los edificios asomados al río Onyar, que atraviesa la ciudad.

PUENTE A PUENTE Sin embargo, a unos pocos metros de allí, del otro lado del Onyar, todo da un vuelco. Las vías para cruzar el principal río de Girona son varias: la más representativa es el Puente de Piedra, construido a finales del siglo XIX, que permitía conectar la ciudad a pie y en carruajes. El segundo en importancia es el Pont de las Pescateries Velles. Una estructura de hierro, actualmente de color rojo, que construyó la misma empresa que erigió la torre Eiffel.

Antes de dar paso al otro lado de la ciudad, hay que destacar el paisaje que conforma el río con sus casas colgantes al estilo de Florencia o Venecia. Aunque necesitarían una mano de pintura y algo de mantenimiento, la postal de fachadas en tonos ladrillo y ocre es un verdadero atractivo.

Cruzando por el Pont de las Pescateries, se desciende al Barri Vell o Ciudad Vieja, donde la fisonomía se transfigura en una urbe de la Edad Media. De pronto, uno se encuentra caminando entre callejuelas angostas de piedra que corren sin orden aparente entre edificios pequeños de tres y cuatro pisos con sus balcones bajos y sus fachadas originales, tristemente conservadas, o entre construcciones de piedra medievales, algunas con líneas rectas y otras con sus arcos característicos. 

Si el paseo se hace de día, se pueden observar bebederos del siglo XIX, esculturas de vírgenes medievales incrustadas en la fachada de algunas esquinas, enmarcadas en madera y barandillas de metal, al igual que retratos bíblicos y un sinfín de puertas pintorescas.

La primera línea de callejuelas, que se combina con una gran presencia comercial que incluye restaurantes, cafeterías, librerías y tiendas de ropa, conforma el ingreso al Barri Vell, en el que predomina la estética medieval. Sin embargo, eso es solo la primera corteza de la ciudad. En dirección hacia el centro, se descubre la historia profunda.

La catedral de Girona se jacta de poseer la nave gótica más ancha del mundo.

TIEMPOS VIEJOS Los orígenes de Girona más precisos se remontan a la época romana, y así se establece en su Museo de Historia. En los años 15 y 14 a.C. llevaba el nombre de Gerunda y formaba parte del Alto Imperio, constituyendo un importante núcleo político, administrativo, comercial y de entretenimiento. 

Las reminiscencias de aquel tiempo se hallan sobre todo en los templos religiosos que reinan en la ciudad. El primero en importancia es la catedral, a la que se accede por una vía empedrada que escala levemente la urbe hasta la antigua plaza del Foro. Allí, en un espacio de unos cincuenta metros cuadrados rodeado de construcciones de piedra medievales y góticas, se halla una gran escalinata barroca que asciende a la puerta de la principal iglesia de Girona.

La catedral, consagrada a Santa María, fue construida entre los siglos XI y XIII y en una recorrida por su interior permite asistir a una clase acelerada sobre la evolución del arte entre el estilo romano y el barroco, pasando por el gótico. Del primero se conserva el claustro; del segundo, la escalinata y la fachada, y del último la nave de más de 22 metros de ancho (una de las más anchas del mundo), los vitrales y la gárgola de la “Bruja de Piedra”.

Describirlo no es suficiente, hay que estar ahí para dejarse conmover por la grandeza de ese bloque imponente de piedras color marfil, y esa escalinata interminable que dejaría exhausta a cualquier pareja de novios que decidiera escalarla para dar el sí.

El siguiente templo es la basílica de Sant Feliu, construida entre los siglos XII y XVII, y a la que se accede por una típica vía romana de piedra. Además del alto campanario gótico de aspecto acastillado, Sant Feliu guarda en su interior sarcófagos paganos y paleocristianos del siglo IV.

En este punto, la ciudad deja atrás los bares y restaurantes para internarse en calles adoquinadas que recorren las fachadas limpias de casas y edificios medievales, en donde se aprecia alguna figura gótica o los brazos metálicos de los faroles, mientras que en el horizonte se puede ver la copa de algunos árboles o la extensión de pinos esbeltos.

La sensación de estar en el escenario de una película medieval no es antojadiza. La serie Juego de Tronos grabó allí varios capítulos de su sexta temporada. 

El recorrido continúa por los Baños Árabes, una suerte de sauna de la época medieval fruto de la arquitectura y la ciencia de aquel tiempo. El paseo permite apreciar sus cinco salas: el apoditerio (el ingreso), frigidario (la sala fría), el tepidario (sala tibia), el caldario (sala caliente) y el hipocausto (con la caldera que proporcionaba el vapor). Aunque ya no presta servicio, la construcción conserva algunos de sus efectos originales, por ejemplo, el frescor del frigidario, que durante el verano es más confortable que cualquier aire acondicionado.

A unos pocos metros de allí, se erige un conjunto monástico benedictino del siglo XII: la capilla de Sant Nicolau y la iglesia del monasterio de San Pedro de Galligants. Aunque son edificios más pequeños y sin la grandiosidad de la catedral y la basílica, tienen la particularidad de contribuir a esa sensación mágica de estar recorriendo una urbe medieval.

La escalinata central de acceso a la catedral data del comienzo del siglo XVII.

DESPUÉS DE LA MURALLA El límite de este paisaje lo marca el paseo de la muralla de piedra que construyó el Imperio Romano alrededor del siglo I a.C. con fines defensivos, y que posteriormente se amplió durante la época medieval. Desde allí se obtienen vistas privilegiadas de la urbe y se asiste a un tour histórico sobre estos murallones. 

De vuelta en la parte comercial del Barri Vell, las opciones para descansar de la caminata o sentarse a disfrutar de una buena comida son variadas y diversas. Girona es una ciudad vibrante de restaurantes, bares y una incontable cantidad de heladerías. Un ejemplo de su destreza culinaria lo constituye el restaurante Celler Can Roca, elegido como el mejor del mundo. Su único inconveniente es que no se pueden tomar reservas hasta dentro un año. 

Sin embargo, los restaurantes con comidas exquisitas son varios, y con opciones para todos los bolsillos. Un sitio de tapas creativas y económicas recomendable es Nibble, en donde un tartar de atún cuesta 120 pesos; uno de alta cocina es Massana, que obtuvo una estrella Michelin y permite comer a la carta sin optar por un menú fijo; a mitad de camino entre ambos, Occi combina una propuesta innovadora a precios de clase media.

Una particularidad de Girona que enriquece el paseo es la impronta catalana, distinguible a través de la lengua, utilizada naturalmente por los habitantes de la ciudad, y en las banderas de Cataluña o a favor de la independencia que cuelgan en los balcones de casi cada calle. Por otra parte, el paisaje urbano revela un aire de típica ciudad abierta y cosmopolita. 

Dos o tres días serían suficientes para obtener un panorama acorde de Girona: sin embargo es probable que, de camino a su hotel para marcharse, descubra que aún quedan sitios interesantes por descubrir. Cuatro que se destacan y no llevarían mucho tiempo: el Museo del Cine, que conserva una colección privada de proyectores, entre ellos uno perteneciente a los hermanos Lumière; el viejo barrio judío de Girona y su museo; los refugios antiaéreos construidos durante la Guerra Civil Española (1936-1939), y un entretenido recorrido por los burdeles antiguos y abiertos de la ciudad.

Al final, los secretos de Girona invitan a postergar un día de playa en Barcelona o la Costa Brava para dejarse encantar.