“Quería trabajar sobre el deseo profundo, sobre una fuerza más universal, inexplicable y primitiva”, contó el coreógrafo belga Win Vandekeybus en la charla con el público, tras el estreno de su obra In Spite of Wishing and Wanting (A pesar de desear y querer) en el Teatro Coliseo. El reconocido artista y su compañía Última Vez participaron de la primera edición del Festival Internacional de Buenos Aires hace veinte años y, esta vez, regresaron con un trabajo estrenado en 1999, que en su momento generó alto impacto. Lo hacen con un elenco nuevo: doce eximios bailarines de diferentes nacionalidades y él mismo en escena. Trece hombres que a lo largo de casi dos horas despliegan una energía arrolladora, una danza extrema que corta el aliento. Utilizan el amplio escenario, despojado, con un fondo de ladrillos a la vista y unos tanques altos de metal que podrían remitir a un espacio fabril. Luces y algunas sillas en los laterales donde se cambian de ropa. 

La apertura es intensa: se oyen ruidos y, de pronto, los intérpretes se lanzan a ocupar y desplazarse, vestidos de pantalón y camisa pero con movimientos que los acercan a los caballos. Y a caballos salvajes: los sonidos que emiten, los galopes, las patadas, unas tiras en las bocas como si fueran riendas. Las imágenes no son realistas ni literales, aluden a la fuerza desaforada que pueden alcanzar esos animales y lo hacen con belleza y extrañeza. Tras esa apertura, el espectáculo combina secuencias de danza, breves monólogos y proyecciones de un cortometraje realizado por el coreógrafo, inspirado libremente en dos cuentos de Julio Cortázar. 

En el primero de los breves monólogos a cargo de los bailarines, uno de ellos narra al público su deseo infantil: quería ser una cosa, pero también otra y otra y otra. Lo quería todo, sin límites. El deseo mutaba y era inapresable, y ésa parece ser la idea central de la pieza, que volverá una y otra vez de diferentes maneras. Otro bailarín se quitará la ropa, no querrá ser domesticado, ni vestido. La música que los acompaña fue especialmente creada por David Byrne y es tan envolvente y poderosa como los cuerpos en escena. El lenguaje corporal deslumbra: los movimientos son tan precisos como rápidos y filosos. Hay saltos, patadas en el aire, giros, caídas, dúos, solos de danza, toda la compañía al unísono. También algunas posiciones fijas, como si estuvieran durmiendo y como si el sueño súbitamente se cortara y se desplegaran los demonios nocturnos. De pronto uno de ellos comienza a vociferar, como un niño que teme haberse lastimado la boca y busca la sangre. Imposible calmarlo, finalmente ese miedo contagia al resto y todos terminan igual: moviéndose en cuclillas, aullando por un peligro que acaso no sea tal. Este es el tipo de impulso y energía que la compañía sostiene. Las imágenes son fuertes, tienen por momentos algo de humor, misterio y también aires de pesadilla. Un único bailarín permanece igual que al principio, cruzando el escenario al trote o al galope: es el mismo Vandekeybus. Los monólogos son breves y no tienen subtítulos, lo que dificulta la comprensión. Pero seguramente, el interés del director no sea ése sino más bien el despliegue de esa fuerza pulsional, instintiva y de las diferentes situaciones más allá de su captación frase por frase. De todas formas, hay pasajes que aluden a la niñez que sería interesante entender. Por momentos las voces se cruzan: hablan italiano, inglés, francés. Cuando el escenario oscurece, baja una pantalla y se proyecta el cortometraje basado en “Cuentos sin moraleja” y “Acefalía”, de Cortázar. En la charla post función, el director comentó que este autor siempre lo atrajo “por su imaginación y su surrealismo”. 

En la primera parte, la historia presenta un vendedor de palabras, un hombre que recibe plata por brindar esas palabras o gritos que las personas no pueden pronunciar. Y en la segunda, una verdadera escena fellinesca con un tirano rodeado de sus bufones enanos (interpretados por el elenco original de bailarines en cuclillas), reaparece el mismo personaje que quiere vender al déspota “sus últimas palabras”. En un universo de palabras devaluadas y donde todo se puede comprar, sobre el final, resurge Vandekeybus como ese animal que sigue inapresable y galopando, como ese deseo e instinto incontrolable. Si bien las escenas bailadas resultan impactantes, los monólogos no siempre se entienden y la fuerza del deseo y de los sueños reaparecen una y otra vez a lo largo de casi dos horas de espectáculo que, por momentos, se vuelve algo extenso.