En los años treinta del siglo pasado, un joven fragua un plan de venganza a su novia: “Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría hacerle. Anidaba en inducirle, bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre”. Una farsa innoble que solo guardaba el goce de observar el mismo acto.
Lo mencionado en El Jorobadito por el genio de Roberto Arlt guarda relación hoy con las imágenes que bajan de un sector del campo de la política argentina: actores sin frenos inhibitorios, ofrecidos en repetidas comparsas y ante un consumidor (televidente, cibernauta) vacío o lo que es peor, envuelto en una tormenta pos pandémica de sandeces. Jóvenes que en su mayoría se mantienen pasivos, cual novio en el cuento de Arlt, deseantes, esperando la fiesta del otro y quizás seguirla desde el celular.
Pero vayamos a otra analogía. Del mismo escritor, pasemos a uno de sus personajes memorables: El Astrólogo. Fundador de una Sociedad Secreta de confusos objetivos que por momentos parecía encauzar un ideal ácrata, en otros sostenía una furia irracional capaz de la destrucción masiva, y hasta aparentar ser el pequeño negocio de una banda de pícaros decidida a explotar la estupidez del ser humano; sintetiza por sí solo la borrasca de ideas que cabía en una cabeza, al argumentar sus ideales, nombrando figuras del momento. Hablaba de Henry Ford, Lenin, Mussolini, el pirata Morgan o Al Capone.
Pero lo más curioso del hombre era una anomalía física, provocada por un accidente, y así se lo confiesa a Hipólita mostrándole la ausencia: “Yo quiero que sea futuro. Futuro en campo verde, no en ciudad de ladrillo. Que todos los hombres tengan un rectángulo de campo verde, que adoren con alegría a un dios creador del cielo y de la tierra. Cerró los ojos; Hipólita lo vio palidecer; luego se levantó, y llevando la mano al cinturón dijo con voz ronca:
-Vea. Se había desprendido bruscamente el pantalón. Hipólita, retrayendo el cuello entre los hombros, miró de soslayo el bajo vientre de aquel hombre: era una tremenda cicatriz roja, y murmuró, -es inhumano”.
Así como el Arlt periodista supo narrar la realidad, fue su medio de vida y tergiversarla es lo que lo hizo trascender; también en sus ficciones podemos transpolar figuras -como buenos onanistas- que bien podrían resultar similares a las vistas y escuchadas durante todo este exasperante año. Para comprobarlo, no hace falta más que encender una pantalla.