“La gente del barrio nos prestaba su cocina para armar el comedor. Es un sueño tener esto y no lo vamos a perder”. Las palabras vienen de atrás de una olla y quien las dice es Nati Molina, referente de la 21-24 de Zavaleta. Cuando dice “no perder” se refiere al galpón de la calle Iguazú de donde no para de entrar y salir gente: cargan bolsas de pan al hombro, escobas, carretillas, tachos de reciclaje y mercadería. Pasó una semana y unos días del triunfo electoral de Javier Milei y en la sede de la Corriente Villera Independiente de Barracas también se preguntan que va pasar con el próximo gobierno.

No es para menos, tres días después del balotaje les llegó una orden de clausura: “No somos trabajadorxs formales, por lo tanto no estamos en los registros de recuperadores de la ciudad y para poder laburar tenemos que tener habilitaciones. Nos piden más matafuegos, barandas y una salida de emergencia” explica Nati que en estos días se va a reunir con la Defensoría General para ver de qué manera conseguir la habilitación que les exigen. ¿Cómo es posible que una cooperativa de trabajo que lleva 20 años haciendo lo que debería hacer el Estado en el barrio y que tiene trabajadorxs cobrando un Potenciar Trabajo -que es la mitad de un salario mínimo- se clausure porque falta un matafuego? No hay metáfora que le venga mejor al galpón de la calle Iguazú: no paran de apagar incendios.

Las cooperativistas entrando al galpón con los materiales de trabajo. Las jornadas laborales empiezan a las 7 de la mañana. Foto: Jose Nico

Una bandeja llena de manzanas, agua fresca para el calor y un grupo de diez -la mayoría mujeres- tratan de reconstruir la historia de una forma de sostener la vida que comenzó en 2004 con una premisa: organizarse con otrxs y pensar estrategias frente a la ausencia del Estado: “Yo vine en el 2008 “Yo en 2015”, “Yo con la pandemia”, “Yo estoy acá desde que empezamos en 2004”, “Yo vine en 2020 porque estaba re embolado”. Es una línea de tiempo que atraviesa el barrio, los gobiernos y que le ha transformado la vida a muchas personas que naturalizan una inundación, un corte de luz por día o una cloaca constantemente rebalsada. Nati, con 44 años, dice que le gustaría poder escribir esa línea de tiempo, como un registro o como una memoria de lo que ella llama “un pequeño estado dentro del barrio” y lo que muchos optan por nombrar como “planeros”.

Hay angustia porque militaron un voto “anti Milei” y en el barrio hay mucha gente que está dentro del 55% de quienes eligieron al líder libertario. La decisión ahora es acercarse a esas personas y conversar, están convencidxs de que la situación actual es un saldo de todo lo que no se hizo: “Nos da mucha tristeza de que haya ganado, en un punto siento que no tenemos a donde correr”, dice Álvaro que tiene 19 años, uñas postizas y el pelo teñido de rubio. Mira para todos lados y como quien se repone rápidamente de un golpe inesperado, sentencia: “El Estado debería copiar nuestra forma de laburo”

Todo lo que puede una olla

Desde 2004 que la organización existe en el barrio. Entre los escombros del estallido de 2001 se organizaron con la mirada puesta en resolver lo básico: el hambre. La fórmula fue hacer del comedor el corazón de la organización y garantizar un plato de comida para la gente del barrio. Dentro de la olla no sólo se cocinaba lo que para muchxs era la única comida del dia, esa olla cocía también la idea de que el comedor comunitario daba la posibilidad de organizarse con otrxs: “Pensar en garantizar un plato de comida, repartirse las tareas, tener un lugar y buscar lo seco -porque en aquel momento nadie te traía nada- fue lo que nos permitió organizarnos para sostener la vida”, dice Norma, que tiene 50 años y está en la organización desde el principio, cuando al mediodía y a la hora de la merienda llegaban más de 40 familias.

Los distintos procesos atravesados durante estos veinte años constituyen esa línea de tiempo de la que habla Nati Molina, que se enlaza a distintos momentos históricos y da cuenta de una verdadera resistencia que, vale decir, no empieza con los resultados de las últimas elecciones: la crisis del 2001 y los movimientos piqueteros fueron la consolidación de la organización popular alrededor de la olla y los cortes de ruta, los dos gobiernos kirchneristas permitieron acceder a planes y reconocerse como cooperativistas. Frente a la llegada del macrismo vino un auge del feminismo que puso la vida en el centro, el reconocimiento del trabajo en las casas y los femicidios como la consecuencia más letal de la violencia de género. Después vino la pandemia que no dejó dudas de que las tareas de cuidado comunitario eran la única salida para evitar los contagios.

Norma, Nati y Micaela todas forman parte de la Corriente Villera Independiente de Barracas. Foto Jose Nico

Amarrar a esa historia reciente cada experiencia de la organización es lo que tratan de hacer en la conversación que va de atrás para adelante. El hilo del que tiran siempre es cocinar y resolver problemas colectivamente. Eso hace que hoy haya 140 personas divididas en distintos sectores: salud, territorio, cuidadoras, reciclado, recolección, barrido, consumos problemáticos y vial: “Vos nos ves acá, nosotras venimos a las 7 de la mañana, y cubrimos todas las tareas. Damos servicios por los planes que cobramos”, dice Natalí que siente bronca por todo lo que se dice en relación a los planes sociales: “Somos la parte más vulnerable del país, no cobramos lo que tendríamos que cobrar, no somos reconocidos y estamos en una lucha constante con los punteros políticos”, explica.

Después de la pandemia la gente en el barrio se dio cuenta de la importancia de lo que hacemos, porque fuimos nosotros quienes repartimos la comida puerta a puerta a las personas mayores” cuenta Álvaro que empezó en la cooperativa en esa época.

“Soñábamos con tener lo que tenemos ahora, una cooperativa de trabajo. No fue fácil y pasó mucho tiempo hasta que lo logramos”, dice Norma que ahora es promotora de género y salud. “Unos años después la gente se fue yendo, porque conseguían trabajos y quedamos 5 mujeres”, fue en ese momento que llegó Nati, corría el año 2008 y ya la economía empezaba a acomodarse.

El corazón de la organización

“Mi papá decía que los comedores eran para los pobres, yo no tenía el concepto de ir al comedor. Para mi quien iba al comedor era el que no tenía nada para subsistir. Entonces tuve una contradicción, porque pensaba que si levantábamos el comedor nos íbamos a convertir en pobres. Pero era otra cosa: era estar en un lugar, organizar los roles, limpiar, cocinar, rotar”, explica Nati quien cuando nació su segundo hijo hizo un rotundo cambio de roles con su compañero. Él se quedaba en la casa cuidando a los chicos y ella salía al barrio. Fue un antes y un después en su vida: “A veces cuando tenés algo tuyo propio, es difícil pensar en el otro. Y el trabajo comunitario justamente es pensar en el otro”, dice. Para entender el proceso comunitario era bien necesario salir al barrio, de las familias, conocer. Los problemas que surgían por la ausencia del Estado eran naturalizados individualmente: si no había agua, si se rebalsaban las cloacas, si se cortaba la luz a la noche no eran problemas que se leyeran como colectivos sino como algo que cada quien tenía que solucionar como pudiera.

La organización existe desde 2004 y surgió a partir de la necesidad de garantizar un plato de comida al día para las familias del barrio. Foto: Jose Nico


Salir a mirar el barrio

Claudia tiene 42 años, entró a la organización en el 2016, antes de eso tenía algunos trabajos formales pero siempre terminaba en las tareas de cuidado: “Me la pasaba cuidando a los chicos entonces me la pasaba en casa, no salía. Conocí la organización porque las compañeras me invitaron a censar, y yo pensé que estaba bueno salir y conocer el barrio en donde vivía y me encantó”. El censo le permitió conocer manzanas que no sabía que existían después de años de vivir en el barrio. Hace poco se tomó unos días de vacaciones, al tercer día quería volver, dice que le gusta estar en ese lugar, escuchar a los vecinos y “hacerse fuerte”.

La propuesta de Nati seguía la misma línea que había impulsado con el comedor comunitario, salir de las lógicas individuales y de las estigmatizaciones al barrio: “Salgamos a mirar el barrio ¿qué ven?" le preguntaba a sus compañeras. "Y lo primero que veían era la venta de falopa o el paisaje de la villa. Pero yo les pedía que miraran más allá, que miraran que las cosas que les pasaban a ellas también les pasaban a otras personas”. Así fue como de esas observaciones los problemas individuales se convirtieron en soluciones colectivas, en definitiva todo un manifiesto frente al “sálvese quien pueda”.

Liliana es migrante, tiene 44 años y llegó a la organización en 2012. Armaron cuadrilla de barrido porque querían mantener el barrio limpio. Sin saberlo, armar esos recorridos matinales les permitió conocer el barrio: “Eso también nos permitía hablar con los vecinos de que la calle era nuestro espacio común y lo teníamos que tener limpio”. Hoy es cooperativista y trabaja en la política territorial, releva las manzanas y los problemas que hay en materia de luz, agua y cloacas: “Hay zonas que cuando llueve se inundan siempre, nosotras tenemos que llamar cada vez. ¿Por qué si hay zonas específicas en las que ya saben lo que pasa esperan a que la vecina llame para informar?", se pregunta.

“Para mi todo era puertas adentro” dice Micaela que comenzó a cocinar en el comedor en 2014: “Ahí se me acercaba gente y conversábamos de distintas cosas. Para mi salir a trabajar afuera fue lo que me cambió la vida”. Después de pasar por la cocina, fue recolectora de basura y ahora esta según ella “aprendiendo en administración”.

Muchas de las mujeres que trabajan en la cooperativa estuvieron décadas sin salir de sus cuatro paredes, ir a hacer las compras o llevar los chicos al colegio eran parte de un recorrido que se fue amplificando. Hoy hay una referente en cada manzana del barrio, eso permite armar dispositivos de cuidado frente a los problemas cotidianos: consumo problemático, sanidad y violencia de género.

Alvaro llegó a la organización en pandemia y tiene 19 años. Durante el 2020 se encargó de llevarle los medicamentos a los adultos mayores que no podían salir de sus casa. Foto: Jose Nico


Ya no sos una vecina común

El sábado pasado Norma acompañó a Clara a exigir justicia por el femicidio de su hermana: “Clarita se consideraba una vecina común, y a partir de empezar a posicionarse y de pedir justicia por su hermana se dio cuenta de que podía estar acompañada. Ahora se siente parte de un grupo” cuenta Norma y asegura que es otra de las cuestiones que estaban naturalizadas en el barrio “si mataban a una mina, no pasaba nada. Ahora ya no es tan así”.

Norma cuenta que fue un proceso largo, de andar por muchos lugares y sostener: “Ella me decía que era una vecina común y yo le respondía ´no sos una vecina común, ahora estás organizada”

“Yo creo que en un futuro es posible que haya un Estado que se ocupe de estos problemas básicos. Como vemos la situación hoy en día, no. Pero creemos que es posible, por eso estamos en esta lucha cotidiana tratando de buscar lo más justo para los vecinos, no normalizar las falencias que hay dentro del barrio” dice Natali que aunque sostiene optimismo también sabe que se vienen tiempos duros que requerirán de aceitar las estrategias que vienen utilizando.

Un grupo de 50 vecines llegan al galpón, ya pasaron dos horas de charla. Hay una reunión pactada para hablar sobre el nuevo escenario político. Además del calor en el cuerpo, traen miedos y angustias de saber que cuando se ajusta es sobre les que menos tienen. Sin embargo, lejos de paralizarse llegan al galpón, acomodan las sillas y se sientan en ronda para reafirmar una premisa clave para los tiempos que vienen: “La vamos a seguir”.