Permiso. En este rato de palabras quiero hacer una pausa para suspender el vértigo de las inevitables rutinas. Trataré de poner mis pies en el sosiego y, a partir de un sermón de mi libro La misa humana (Editoriales Diógenes y Galerna, 1998), le daré la palabra a las preguntas. A estas preguntas las carga la sed, aclaro pronto.

¿Por qué esta repentina necesidad de compartir preguntas? No sé explicarlo. De todos modos, deshojemos algunas, paladeando la lluvia que sucede o la lluvia que debiera suceder. Observemos, por ejemplo: cada vez que damos un abrazo es porque alguien se va o regresa, o para dar el sentido pésame, o porque el bendito almanaque nos dice que es Navidad o Año Nuevo.

¿Cuánto hace que no damos un abrazo de repente, sin motivo alguno, sin que medie ninguna explicación?

¿Y cuánto que no nos hincamos de asombro para beber el vaso de agua?

¿Y cuánto que no comemos nueces con pan a esa hora en que la tardecita es rumiada y mordida despacito por la noche?

¿Y cuánto, cuánto hace que no reparamos en las venitas del aire?

¿Y cuánto que no lamemos la despierta piel del aire?

A ver, atención a esto: ¿y cuánto que no nos damos cuenta de que la música es el agua del aire?

¿Y cuánto que no silbamos una canción desconocida mientras hacemos los trabajos?

¿Y cuanto que no cantamos en voz alta en la vereda, en el auto o en el colectivo?

¿Y cuánto hace que no alzamos el semblante del ánimo sin mirar a quién.

¿Y cuánto, cuánto hace que no decimos “buen día” pensando y sintiendo que el día será bueno porque nos regala otra vez la posibilidad del sol?

¿Y cuánto que no decimos “buen día” pensando, sintiendo, que el día será bueno si lo sembramos bueno?

¿Y cuánto, cuánto, que no caminamos descalzos por la espalda de la tierra que nos parió?

Las preguntas a veces suelen ser incomodantes:

¿Cuánto hace que no decimos exactamente lo que pensamos sin calcular las consecuencias?

¿Y cuánto que no lloramos en voz alta como lloran los niños que lloran en voz alta? (De esto, ¿hace tres, hace diez, hace quince, hace veinte años?)

¿Y cuánto que no soltamos a nuestras manos para que ellas pronuncien el amor que no saben expresar las pobres palabras?

¿Y cuánto que no abrimos la jaula de nuestro pecho para que salga por luz nuestro apretado corazón?

¿Y cuánto que no nos tomamos el pulso, no para contarlo sino para sentir, para celebrar la sangre que nos viaja, porfiada, por las venas?

¿Y cuánto, cuánto hace que no apoyamos nuestra oreja sobre el pecho indefenso de alguien que duerme en nuestra casa?

Damas y caballeros, vivimos despilfarrándonos. Vivimos porque se usa.

Preguntita jodedora: realmente, ¿vivimos cuando vivimos?

Vivimos desmayando nuestro aliento, desangrando nuestra sangre. ¿Esto nos garantiza el carnet de civilizados?

Lo cierto, lo evidente, es que vivimos cancelando, descorazonando a nuestro corazón. ¿Acaso eso significa ser gente de bien?

Respiramos con alevosa impunidad.

Despilfarradores, desmayadores, desangradores, descorazonadores, canceladores matamos el Tiempo mientras nos quejamos de que no hay tiempo y decimos que la vida se nos pasa demasiado rápido.

Impunes de toda impunidad, afrontemos otra vez la jodida pregunta: realmente, ¿vivimos cuando vivimos?

Tan veloces para las coartadas podemos decirnos que no podemos pasarnos la vida haciéndonos preguntas todo el tiempo. De acuerdo: pero consideremos que tampoco podemos pasarnos la vida sin preguntarnos nada; pasarnos la vida sumando digestiones, eructando con más o menos disimulo.

Haber nacido, estar anotado en el registro civil es una cosa. Estar vivos es otra.

Pasa como con la bendita democracia: estar empadronados, ir a votar es una cosa. Ser habitantes ciudadanos, participar, comprometerse en los primordiales actos de cada día es otra.

Dijimos: las preguntas suelen ser inquietantes, incómodas, peliagudas. Pero dejar las preguntas para mañana vendría a ser como dejar la vida para mañana.

Pasarse la vida aparentando y consumiendo y lavándose las manos y esquivando las preguntas es una pena, es un crimencito perfecto por el que nadie va a la cárcel. Pero.

Pero en realidad para ese crimencito de lesa inhumanidad no hace falta cárcel alguna: basta con haberse condenado a ser bien vestidos intestinos eructantes.

Posdata. En estos días del mes de diciembre del año 2023 después de Cristo así, de repente, tomo una decisión. Concluida esta columna saldré a la vereda. Caminaré. Tengo que arriesgarme. Sin aviso y sin palabras le daré un abrazo al primer ser que encuentre, sea joven o sea viejo, sea hombre o sea mujer. Un abrazo ¡así! Por ahí me ligo un carterazo o una trompada. Por ahí me denuncian por atentar contra la moral y las buenas costumbres. Qué sé yo. Por ahí.

Pero lo peor que puede sucederme es que no me anime, y me quede con el abrazo atascado, pendiente, para siempre pendiente. En tal caso: ¿me dará la vida otra oportunidad para abrazar de repente, sin dar explicaciones? ¿O me dejaré anudar por la jodida timidez?

Como nunca, en este preciso tiempo tan insoportable, seamos Evas y seamos Adanes. Remontemos aquel pecado original que nunca cometimos. Sin preguntar, sin mirar a quién, demos el abrazo. No nos dejemos ganar por la derrota. No, por favor.

Las preguntas me siguen atravesando: ¿Cuánto tiempo me queda para abrazar, para hacer lo que tengo que hacer sin mirar a quién? ¿Cuánta eternidad? ¿O será que tendré que resignar el abrazo en la inquietante Inteligencia Artificial?

 

[email protected]