Una cruz de granito se levanta sobre el césped cuidado con un amor parecido a la obsesión. Intimida pero no excluye. Skogskyrkogarden, el Cementerio del Bosque, está pensado como una representación multicultural y democrática del círculo de la vida y la muerte. Ni bien pone el pie sobre el camino de lajas, uno empieza a entender de qué se trata el entorno, cuán efectivos fueron los creadores. La paz es abrumadora y la amplitud quita el aliento: un espacio sin límite para una experiencia sin tiempo.

A principios del siglo pasado las autoridades de Estocolmo entendieron que si la gente seguía muriendo, la ciudad iba a necesitar otro cementerio. Decidieron instalarlo al sur, en la zona de Enskede. Buscaban alejarse de las lápidas grandilocuentes y las avenidas arboladas para crear algo especial: una combinación virtuosa de naturaleza y arquitectura en un todo continuo. En 1914 se anunció una competencia internacional: los postulantes debían respetar la topografía sin resignar accesibilidad, diseño ni belleza. Entre 53 propuestas ganó la de Gunnar Asplund y Sigurd Lewerentz, dos arquitectos de 30 años que habían basado su proyecto en la interacción con el bosque nórdico.

Los trabajos sobre la cresta rocosa cubierta de pinos empezaron en 1917. En la década siguiente trabajadores golpeados por un período de crisis colocaron los 3,6 kilómetros del muro de piedra caliza. Cuando en 1940 se inauguró el crematorio, Skogskyrkogarden estuvo completo. Asplund (pionero del funcionalismo y responsable de la Biblioteca Pública de Estocolmo) moriría apenas cuatro meses después. A Lewerentz (conocido mundialmente por las iglesias Markus en Björkhagen y Sankt Petri en Klippan) lo habían despedido unos años antes; tenía fama de terco. Sin sus ideólogos, el predio quedaría congelado en su formato original.

En 1989 los administradores recibieron una sugerencia impactante: postular al cementerio como Patrimonio Mundial de la Unesco. Primero dudaron. ¿Merecía estar por encima de “competidores” como el Arlington de Washington o el Père Lachaise de París? Hubo dudas, debate y aceptación. Cinco años después el parque se convertía en el patrimonio mundial número 558, apenas el segundo del siglo XX en el rubro cultural. “El paisaje creado se armoniza perfectamente con la función del sitio. El diseño de Skogskyrkogarden ha ejercido una profunda influencia en muchos países del mundo”, justificó la Unesco. Quedaba asegurada la conservación y protección para las generaciones futuras.

En medio del bosque, el tamaño regular de las lápidas recuerda la igualdad ante la muerte.

PATRIMONIO ACTIVO En el Cementerio del Bosque se desviven por la experiencia del visitante: el duelo y los sentimientos que lo acompañan. A la derecha de la entrada empiezan las Escaleras de Lewerentz, cuyos peldaños se vuelven más bajos a medida que uno sube, para no cansarse en la trepada y llegar en paz al Almhöjden, un espacio de meditación que busca resaltar el carácter romántico del paisaje. Los 888 metros que llevan hasta la Capilla de la Resurrección discurren al lado de abedules, pinos y abetos. El camino se oscurece gradualmente, y eso tampoco es casual: la idea es que la solemnidad y la melancolía crezcan a medida que los deudos se acercan. Su única ventana busca la unión simbólica con el cielo. El órgano está escondido en las alturas, para que la música celestial llueva sobre los deudos.

Como indica la lógica, el parque no cierra: nunca se hacen más de dos mil funerales al año. Las capillas se usan todo el tiempo y quien quiera conocer sus interiores deberá sumarse a las visitas guiadas dominicales. “Una parte importante de nuestra misión es no perturbar las actividades funerarias que son parte del patrimonio mundial: un lugar de entierro en actividad”, explica Helena Arfalk, coordinadora de actividades públicas de Skogskyrkogarden. 

Las rutas de cortejo hacia las capillas de la Fe, de la Esperanza y de la Sagrada Cruz también están diseñadas para crear el estado de ánimo apropiado antes y después del servicio, cuando la atención se dirige hacia el entorno natural. La salida es por otro camino, para que los deudos puedan retomar gradualmente su vida normal, según detalla la web del cementerio. Abierta en 1920, la Capilla del Bosque es la primera y la más chica. Tiene un par de detalles un poco escalofriantes: el techo decorado con la figura femenina del “Ángel de la Muerte” de Carl Milles y el ojo de la cerradura que representa una calavera. 

La mirada afilada de Asplund y Lewerentz se posó especialmente en las ceremonias crematorias, una práctica pagana que en Suecia empezó a ganar aceptación durante el siglo XX. El Crematorio del Bosque está a tono con el funcionalismo de la época. Para que los funerales transcurrieran sin interrupciones, se hicieron pequeños jardines y salas de espera con vista al exterior. Y para generar una sensación acogedora, no hay esquinas puntiagudas. Los bancos se construyeron con una torcedura en el medio, de tal modo que los deudos puedan mirarse y sentirse acompañados. En 2014, cuando se renovaron los requisitos ambientales, abrió el Nuevo Crematorio. Otra vez los estándares estuvieron altos. Su adaptación al entorno boscoso ganó el premio arquitectónico Kasper Salin, el más prestigioso del país.

Paisaje invernal del cementerio patrimonial sueco, con el Almhöjden al fondo.

SOLEDAD NÓRDICA En Skogskyrkogarden puede transcurrir una eternidad sin cruzarse con nadie. Sólo a medida que camina y camina el visitante empieza a encontrarse con hombres llevando carritos de bebé, mujeres tomando sol, jóvenes corriendo entre bosques y ancianos avanzando por los senderos. “Los visitantes son variados: holmieneses [el gentilicio de Estocolmo] que quieren disfrutar del lugar, parientes que visitan las tumbas y turistas de todo el mundo”, confirma Arfalk. “La actividad pública es adecuada para este ambiente, más parecido al paisaje nórdico que a los lugares funerarios usuales”.

El cementerio está tan enfocado en crear una experiencia novedosa que las tumbas tardan -mucho- en aparecer. Los muertos habitan lo profundo de un bosque compartido con ciervos, liebres, ardillas, zorros, salamandras y casi 10.000 pinos, algunos de más de 200 años. Las lápidas son chicas, casi ninguna más grande que la otra, para demostrar que todos somos iguales ante la muerte. Aunque el 62 por ciento de la población del país integra la Iglesia luterana de Suecia (con islámicos, pentecostales y católicos “peleando” el segundo puesto), solo el 29 por ciento se considera religiosa, uno de los índices más bajos del mundo. A tono con este eclecticismo de baja intensidad, no hay ornamentación excesiva -apenas una flor, un pájaro, un violín- y mucho menos una exaltación marmolada estilo Recoleta.

Los administradores no dan listas de celebridades enterradas. Pero todo el que llega al Cementerio del Bosque sabe que acá descansa nada menos que Greta Garbo (1905-1980). Celosa de su privacidad, la protagonista de Anna Karenina y La dama de las camelias no daba entrevistas, no firmaba autógrafos, no iba a las avant premières. Después de dejar la actuación con sólo 36 años, repetía un mantra impenetrable: “Quiero estar sola”. Como si el deseo trascendiera su vida, la búsqueda de la tumba implica una búsqueda exhaustiva. Hay poca señalización y el mapa es deliberadamente vago. Después del trabajo detectivesco entre pasillos helados y números borroneados, emerge como la excepción a la horizontalidad de Skogskyrkogarden. Garbo yace sobre una elevación sutil, bajo una lápida de piedra rosada, su firma grabada en letras doradas. El lugar es otra exaltación de la paz atemporal, perfecto para compartir un instante de silencio con la estrella distante.