Los cuarenta años de la recuperación de la democracia no están engalanados con blasones festivos. Banderas agoreras flamean sobre la evocación coincidente con un cambio de gestión presidencial. Se está produciendo un quiebre simbólico y fáctico. ¿Cómo se explica sino el desparpajo del anarcolibertario vencedor fundido en un abrazo intempestivo con les opositores perdedores, sus detestables enemigues de hace un rato?

En El coraje de la verdad, Michel Foucault culmina su intenso y extenso análisis de la parresía -el decir veraz, el hablar franco- y distingue parresía filosófica, cuyos orígenes pueden ser trazados desde Platón, de la parresía política, que es la condición de posibilidad para el mantenimiento de la democracia.

Aclara que la parresía puede emplearse con dos valores opuestos. En su faz peyorativa el parresiasta enuncia todo, en el sentido de decir cualquier cosa que pueda ser útil para su causa. Charlatán impertinente que no sabe moderarse ni es capaz de ajustar su discurso a un principio de racionalidad ni a un principio de verdad. Es la descripción misma de la mala democracia, esa en la que la verdad es camaleónica.

La buena democracia, por el contrario, exige parresía positiva como arte de gobernar en la verdad, sin secretos ni reserva, sin llegar a los insultos ni devolver golpe por golpe con el solo fin de perjudicar a les adversaries. La parresía bien entendida es decirlo todo, pero ajustado a la verdad. No ocultar nada, decir lo que realmente es verdadero sin medir las consecuencias.

En la anarquía del libertarismo no se trata ya de imponer posverdades como hizo el neoliberalismo -en las que lo falso se mostraba como verdadero- “pobreza cero”, por ejemplo. Es mucho más osado. Se trata de enunciar frases cínicas pero verdaderas. Se trata de clavar un cuchillo en el corazón de los medios de vida: “se hará un recorte económico que producirá mucho sufrimiento” y, al mismo tiempo, se trata de emitir un mensaje de guerra: “exterminaremos a la casta”.

Pero, en menos que canta un gallo, el anticasta se “encastó”. Se metió entre las sábanas de la señorita. Le regala cargos cruciales a quienes capitanearon los mayores fracasos nacionales. Le otorga poder sobre el tesoro a los más estrepitosos fugadores de divisas que aumentaron exponencialmente sus patrimonios personales mientras despojaban el país.

La posverdad ya fue, ese volumen histórico lo ocupa ahora la falsedad. Así, pura y dura. Con demasiado dolor se reconquistó la democracia como para que se la festeje relativizando semejante engaño. En ciencia, se imponen las hipótesis que se demuestran verdaderas. La justicia necesita probar verdades para emitir juicios condenatorios o absolutorio. En la vida cotidiana suponemos verdad de quien nos habla. La política democrática se funda en la verdad de sus leyes.

“La verdad es una relación de correspondencia entre las palabras y las cosas”. Es decir que la verdad es un juego de poder semántico que exige concordancia con la realidad. Pues no hay verdad que se sostenga si no está sometida a condición de poder, contrastación empírica y/o coherencia lógica. ¿Y qué es lo contrario de la verdad? Lo falso. Aquello que contradice lo enunciado.

Libertarios ganadores se asocian con neoliberales perdedores. Gambetean o esquivan la verdad. Mejor dicho, enarbolan ciertas verdades y las mezclan con burdas falsedades sin solución de continuidad. Esto enrarece lo establecido para convivir en democracia: verdad, justicia, derechos y libertad comunitaria.

La verdad tiene estatus ético y jurídico. Si mentimos cuando somos niñes no castigan. Si mentimos en un examen nos bochan. Si mentimos en una relación de pareja intoxicamos el vínculo. Si mentimos ante la justicia nos condenan. Pero se le ha mentido a todo un país y ¿no hay sanción? Lo curioso -si no perverso- de esta mentira es que se impuso a través de verdades. Es verdad que el ajuste es brutal tal como se anunció, es verdad que vienen a despojarnos de derechos laborales, culturales y sociales, también se informó, es verdad que la libertad es la del mercado. Pero es falsa la lucha contra la casta, como falso es el cambio hacia algo mejor para el bienestar común. El viento de los tiempos nos arrastró a la era de las fake news.

Tal como anunció Álvaro García Linera -en conferencias dictadas en Buenos Aires- nos esperan años de alternancia entre gobiernos de derecha y gobiernos populares. Como si se tratara de una batalla cultural (con una gran debacle para el bien común) se plantea una polarización entre las derechas basadas en el resentimiento, el odio, el retroceso; y los progresismos que apuestan a lo popular, la industria nacional y la esperanza jovial (lo opuesto a los fascismos que gozan con el sufrimiento ajeno).

Esta teoría de los ciclos alternados entre gobiernos de derechas y gobiernos populares latinoamericanos es avalada por las fluctuaciones económico sociales que cada una de ellas acarrea. La clase media teme caer en la pobreza, entonces, después de una gestión de derecha que la deja sin derechos, se “une” a las clases bajas en las elecciones y -en la próxima elección- vota expresiones políticas populares. Pero tan pronto como el gobierno del pueblo les amplia los beneficios sociales, borran con el codo lo que hace cuatro años habían votado con la mano y, en un acto más aspiracional que racional, regresan al voto de derecha.

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“Del tronco de la derrota florece la victoria futura”, escribe Rosa Luxemburgo. Y advierte sobre no perder de vista que “el militarismo se ha vuelto una enfermedad capitalista y junto con su aliado, el liberalismo económico, son la zorra libre en el gallinero”. Para paliar tanto atropello llama a construir hegemonía desde el llano. Pues, así como no podemos curarnos si no asumimos la enfermedad, no lograremos equidad con multitud de votantes que ignoran nuestra historia reciente o la niegan. El veneno capitalista sigue contaminando los emprendimientos solidarios. La economía es más importante que la vida y la libertad se convierte en privilegio de una minoría. He aquí un desafío micro y macro militante casi pedagógico y con potencia para convertir la perplejidad ante el absurdo político en la alegría de festejar -a pesar de todo- cuarenta años de democracia y resistencia.