Es evidente que Mauricio Macri habrá barruntado que quien pega primero pega dos veces. Entonces hizo lo ya conocido: mandó a sus soldaditos de la Justicia a aplazar la elección en Boca Juniors so pretexto de padrones truchos. Y los comicios del pasado domingo 3 se suspendieron por una orden judicial que no resistía el mínimo análisis de congruencia jurídica. La prepotencia mafiosa se imponía así con un primer tanto en el marcador. Hasta ahí nada de qué asombrarse. Pero el asombro llegaría junto con la potente respuesta de Juan Román Riquelme, Román a secas, tanto para los amigos como para los otros.

Es sabido que el máximo ídolo vivo de Boca no quiere hacer política, al menos el tipo de política que ha sucumbido con estrépito en medio del tsunami de la crisis de la representación. A Román no le gusta la política entendida como profesión, como carrera de méritos, como ocupación de cargos. Por eso cuando les habló a los hinchas lo hizo como hincha. Les dijo que lo que quería “ese señor” era privatizar el club, hacer otro estadio “a una cuadra de aquí, de La Bombonera, donde está nuestra historia” y que si “ese señor” lograba eso “nos arrancaría el corazón a todos”.

No hubo eufemismos, rodeos ni atajos retóricos. Tampoco coaching, como estilan los políticos que creen sabérselas todas pero apelan a los gurúes de la comunicación por si las moscas. Román habló como habla en Don Torcuato, derecho viejo, y consiguió que sus palabras calaran tan pero tan hondo en la sensibilidad popular que muchos hinchas de otras clubes, incluidos aquellos rivales acérrimos de los bosteros, se solidarizan con él. De hecho, no hay xeneize que no haya recibido en sus redes sociales un saludo afectuoso de algún amigo hincha de otro club.

Pero si esto fuera toda la historia tampoco sería algo de otro planeta. En la práctica, la primera conferencia brindada por Román, apenas se supo de la maniobra mafiosa, fue el gol del empate, pero también el de la empatía con los millares de aficionados, socios del club o no, que en ese momento descubrieron que la privatización de Boca Juniors los privaría a todos de la experiencia democrática de elegir, junto con las autoridades respectivas, los destinos de sus instituciones. Los clubes serían presas de una ofensiva privatista perpetrada por empresarios desaprensivos y hambrientos de ganancias multimillonarias. O sea, lo privado como antítesis de lo común. 

Este descubrimiento desató una reacción en cadena de todos los clubes que, de conjunto, salieron a pronunciarse en contra de las sociedades anónimas del espectáculo rentable para unos pocos piolas. Y mientras Román hablaba en la primera conferencia de prensa, también un primer banderazo de los hinchas se concentraba sobre la calle Brandsen para certificar ese gol del empate bostero.

El segundo gol también vino de la mano del ídolo. Como en los tiempos de sus gambetas mágicas, sus caños de taquito y sus pases milimétricos, el Gran Topo Gigio encabezó, el pasado domingo 3, día en que se celebrarían las elecciones trabadas por la soldadesca judicial de la mafia, otra concentración de hinchas. Entre quince y veinte mil personas dijeron los más cautos. Pero este gol, el del triunfo, tuvo un condimento especial que, sin dudas, lo hará ingresar a la historia grande del fútbol argentino. Fue un gol de la ciudadanía.

La crisis de la representación, síntoma inequívoco de un final de época, ha impactado en todos los órdenes de la vida social. No es sólo el aparato político que queda trastocado, como ya es más que evidente en los avatares de la constitución del gabinete ministerial de Milei, la implosión de Juntos por el Cambio y las tribulaciones en Unión por la Patria. La crisis afecta a todas las formas de la representación porque lo que se ha puesto en juego, precisamente en términos de época, es quién dirige a la sociedad en su búsqueda de una vida mejor.

No es de extrañar que en la concentración del domingo 3 y la marcha multitudinaria que llegó hasta el estadio hubiera votantes de Milei y de Massa. El sentido de la defensa del interés público -que no suele ser, como muchos creen, una mera asimilación al interés estatal- y sobre todo la incontrovertible evidencia de que el bien común, el de todos sin exclusiones, peligraba a partir de la amañada postergación judicial, hicieron que esa multitud informe, reunida bajo el azul y oro de la divisa xeneize, adquiriese de repente la forma y el contenido de una ciudadanía movilizada.

Sin proponérselo siquiera, Román logró que ese acto reivindicativo contuviera en sí mismo la carga genética que mañana, cuando la prepotencia autoritaria del nuevo gobierno se ponga en marcha con ajustes, despidos, devaluación, inflación, más deudas y palos y gases, pueda prohijar un frente popular de liberación que se le pare de manos al neocolonialismo que pretende arrasar a la nación toda.

Y es preciso ver en esa no intención de Román un modo absolutamente novedoso de darle respuesta a la crisis de la representación. Milei lo hizo con el símbolo de la motosierra y la irreverencia del peinado de estrella rockera y, merced a esto, logró representar por la negativa y la antipolítica a una parte del hartazgo popular que hace tiempo había dejado de creer en las promesas vanas. Pero lo de Román y su discurso de la no política es algo absolutamente antagónico a lo anterior. Las y los jóvenes bosteros han visto en él la genuina representación de lo propio, lo defendible. No es el vacío del discurso del odio, ése que te succiona como si fuera la materia oscura que se traga las galaxias; no, el de Román es un discurso que convoca a que cada hincha -o ciudadana/ciudadano, como usted prefiera- sea protagonista del colectivo indignado que gana la calle y pone la agenda.

Macri, que jamás habrá imaginado nada de esto, ha sufrido una derrota catastrófica porque ahora, poco antes de que la ultraderecha asuma el gobierno nacional, en la Boca se ha demostrado que es posible derrotarla con participación popular y dirigentes a tono con las circunstancias.