• Era daltónico Lalo de los Santos, pero lo disimulaba con arte y una buena disciplina para no opinar sobre texturas o paisajes. Cuando cotejaba la tapa de un álbum aseveraba sin emitir opinión. Ya viviendo en Buenos Aires alguno se enteró y lo archivó en su memoria. Una tarde Lalo se apareció en un ensayo del grupo de Porchetto: allí, entre los músicos, estaba el que conocía su secreto. Y la casualidad, ahijada del diablo, se aposentó en esa sala e hizo aparecer a otro pibe daltónico también. Cuando terminaba el ensayo, el malicioso que conocía a los dos los condujo a la salida y les indicó a ambos cómo y donde tomar el colectivo que, a esa altura de la ciudad, pasaba por una autopista a velocidad extrema. El cuadro se completó: ambos daltónicos, cada cual desconocedor del defecto del otro se pusieron a esperar según el guía "un bondi celestito", muertos de frío. Cada cual entonces se confió en el otro. Como a las dos horas y ya con la noche encima, Lalo se confesó con el acompañante:

    ‑Soy daltónico, fijate vos.

    ‑Yo también -concluyó el otro. Luego, una vez que habían alcanzado el objetivo y, a bordo del micro, dedujeron la trampa y como buenos perdedores, la festejaron. Cuando le pregunté cómo distinguía los colores auriazules sólo murmuró con su agudeza habitual: ‑Por el olor, por el olor.
     
  • Era la escuela Zona Parque nocturna un refugio para exiliados de otros claustros. Allí aprobamos lo que nos quedaba como lastre de otros colegios, y tan mal no nos fue. Algunos ya escribíamos, formábamos grupos, tocábamos algún instrumento. Oscar "Caballo Loco" era fana de los Guess Who, y un gran guitarrista. Pero la contabilidad lo atraía como un envenenado imán. Por allí andaba Lalo Berbetoros, con su aire inglés y su ojos de asombro. Yo oscilaba entre el fútbol y la misión de poder encontrar las letras para contar historias. Formé El Principio, toqué en Enigma y me dedicaba a deprimirme o entrar en la euforia ante un futuro incierto y desbocado. Una noche, Eduardo Novara me puso  Artaud en las manos. ‑Vos tenés que oír esto -me ordenó como una contraseña. Esa jornada, en mi Winco, lo escuché hasta el amanecer. Y todo cambió para siempre. Muchas noches, cuando Eduardo tenía guardia en la cochería de su familia lo acompañábamos entre varios y oíamos maníacamente aquel disco. Cuando sonaba la chicharra, señal de que algún familiar de un reciente occiso venía a asesorarse por los servicios mortuorios, bajábamos el volumen y por curiosidad escuchábamos cómo Eduardo trataba con la clientela acerca de pompas, ataúdes, servicios y formas de pago. De fondo, como una escena, redundante, lúgubre, sonaba muy bajito, Cementerio Club.
     
  • El lugar era en la costa de mar argentino, en un pub marino donde tocábamos por la noche y desayunábamos por las mañanas. Las noches eran un enigma: no nos habían dado sitio donde dormir y nos acomodábamos donde podíamos. El dueño era cruel y nos trataba como sirvientes de una mala película africana. La paga, insignificante, y la magra pitanza consistían en un café con leche y algunas medialunas. La mañana que decidimos abandonar la escena, a alguno de nosotros se le ocurrió aquello: la carta de pedidos tenía en su costado derecho los precios en lápiz, lo que demostraba la constante remarcación producto de los tiempos, así como la avaricia alerta del dueño. Nos llevó una hora sin que nadie se diera cuenta, alterar todos los duros cartones con el logo del pub. Así, si un lomito figuraba que valía $4,50, le colocamos delante un 1 o un 2. Le desfiguramos todas las cartas del local. Los precios estaban por las nubes cuando nos fuimos. Nunca supimos que sucedió después, pero imaginamos una clientela furiosa y algún que otro cliente desbordado pegándole una piña al dueño, llamándolo estafador. La misma trompada que nosotros no pudimos regalarle.
     
  • Esa mañana pedí ir al arco, debido a una noche ajetreada. Miré la formación de amigos músicos mal dormidos y comprendí que la escuadra no ofrecía mucha garantía. Como todo buen estratega me refugié en la defensa. Pero ninguno quería quedarse abajo, salvo Fandermole, enjuto, de blanco, pensativo como un monje, quien escuchó atentamente las indicaciones: ‑Vos parate delante de la raya de cal y todo aquel que pretenda entrar al area lo bajás... si podés, sacale la pelota, caso contrario...¡al suelo!-.

    Así como yo no podía dar con su silueta en el enjambre que se formaba cerca de mis palos, los adversarios tampoco, porque lo ignoraban como si no existiera. Muchos pasaban a su lado y solo faltaba que le pidieran un autógrafo. Mi cuevero aguerrido, mi sostén último era un distraído consumado. Perdí la cuenta de los goles que llovieron esa mañana. Vacaflor, jugando de once, se hizo un pic nic. Cerca del mediodía cuando, creo, íbamos perdiendo 11 a 0, vino Fander en medio del partido a comunicarme la verdad revelada con una sonrisa extraña. Me llevó hasta el borde el área y me señaló un palito clavado al que ‑¡ahora entendía!‑ había estado vigilando todo el partido. Lo miré y se explayó ‑¿Ves? Es extraordinario. Está justo en la hora sin sombra, el cénit más puro, fijate-.

    No lo pude hacer, pues se venían de nuevo buscando la docena. Saqué la pelota de la red y pateé con bronca hacia el medio campo.

    ‑Es una maravilla -me susurró cuando pasé a su lado‑ Una verdadera maravilla-. Ahora entiendo porqué el fútbol le resultaba aburrido.
     
  • Los prejuicios y los comentarios perniciosos van de la mano. Llegaron ambos integrantes de la Trova Rosarina al pub en una ciudad del sur de la provincia de Buenos Aires y enseguida percibieron sino el clima adverso, una dosis de indolencia. No había nadie en el boliche, tuvieron  que esperar a que les abrieran y no les convidaron ni un café durante la prueba de sonido. Luego, ya entrada la noche, uno de ellos percibió el comentario cuando pasó detrás de uno de los dueños: ‑Estos rosarinos vienen a matarse el hambre acá ¡Son unos comegatos!-. Entonces el otro compinche, ácido y vengador de espada flamígera y lengua filosa, se ingenió para esa noche dar un show aparte. Compró un minino de peluche y con él enganchado a su camisa desgranó temas como Año del gato, Un gato en la oscuridad y otros hits temáticos. Todos dedicados previsible, cordialmente, a los dueños. Tuvieron como era de esperarse problemas para cobrar y todo terminó a los empujones. El gato de peluche fue el obsequio a una belleza de moza quien, arriesgando el puesto, les dio en una bolsa sellada la cena para seis.
     
  • Otra futbolera: jugábamos algunos de la Trova un partido contra periodistas de Buenos Aires. Era algo cordial y pasatista, no obstante que sucedía todo dentro del marco de un campeonato armado más para despuntar el vicio que para alcanzar podio alguno. Como nos faltaban dos jugadores ‑los músicos no son precisamente amantes del despertar mañanero‑ decidimos incluir dos de "los otros", jovencitos empleados gráficos que jugaron por las puntas y fueron los que verdaderamente corrieron e hicieron a sus marcadores los minutos imposibles. Cuando nos dimos cuenta íbamos, merced a sus artes, ganando tres a cero. Pero un periodista, harto del baile, empezó a meter fuerte hasta lesionar a nuestro puntero derecho. Entendí todo: era el cadete de su empresa y él, de algún modo, se consideraba su "superior". Esa mañana tomé la mejor resolución del momento: agarré la pelota y arriándola hasta las vestuarios, me senté en los bancos. Como era la única, vinieron todos a  pedírmela. ‑Se suspendió el partido -murmuré‑ hasta que no aprendan a tocar un instrumento y componer bien. ¡Especialmente vos!", y señalé al mal llevado. La pelota la escondí en un armario. Al pibe tuvieron que vendarlo y el periodista aquel jamás volvió a escribir una nota sobre mis discos.

 

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