Era el año 2001. Yo tenía algo así como 23 años. Estaba ingresado al mundo “adulto” en un país devastado, arrasado por el neoliberalismo, empobrecido y degradado cultural y socialmente.
Mi papá, de 55 años, con quien aún yo vivía, estaba cerrando su pequeña fábrica textil, pagando como podía deudas a proveedores y a distintos bancos. Yo empezaba a ser “libre y grande”, a forjar mi futuro en un contexto que no parecía tenerlo. La Argentina era un desierto regado de miseria y hambre. “Hay que romperse el culo”, me decía mi papá. Había que dejar todo para lograr algo. Lo que sea. Y a la vez, nada garantizaba nada. Así que había que hacer lo que a uno lo hiciera feliz.
Yo estudiaba sociología en la UBA, iba a clases de teatro en el Sportivo Teatral que pagaba haciendo la boletería los fines de semana, había actuado en algunas obras con compañeres de talleres y trabajaba en un periódico cultural zonal editando algunas notas y vendiendo publicidad.
La paridad cambiaria producto del plan de convertibilidad que ató el peso al dólar y la consecuente Argentina devastada sin posibilidades ni perspectiva de nada que empujaba a los bordes a cada vez más gente, vaciada de recursos y de todo contenido simbólico , generó ese aluvión de jóvenes privilegiades como yo, que se iban al viejo continente a buscar un futuro y, de algunes adultes también, arrojades a la nada por las fuerzas del mercado que con lo poco que tenían, cruzaban el charco para tratar de rearmar algo y poder salvar a su familia de la indigencia en la que parecía abandonarles su patria. Todo esto hace nada más que 22 años.
Como todavía vivía con mis padres, pude juntar, durante un año, gran parte de mi sueldo de entonces y con algo de ayuda de mi padre (que no sé cómo hizo), dejé todo y me fui a Europa.
Pero yo no viajé para forjarme un futuro, o para conocer el Coliseo Romano. Yo viajé para alejarme.
No me sentía feliz. Había una sombra que me perseguía donde fuera y sentía que tenía que correr ese velo para poder seguir. Me obsesionaba la idea de descubrir algo de mí. ¿Quién era yo realmente? ¿Podría sola con esta vida? ¿Podría valerme por mí misma en este mundo hostil? Me tenía que alejar. Dejar todo e irme. Quería descubrir quién era realmente yo y sentía que eso sólo lo lograría estando sola, lejos de mis padres, de mis hermanas, de mis amigos. Sin la mirada de los demás, entendería algo.
Llegué a España en enero del 2001. Anduve por Francia, Inglaterra, República Checa, Polonia, Alemania, Italia. A veces andaba sola, a veces con algún compeñere de viaje que aparecía. Dormía en albergues con 10 o 20 personas más. Trabajaba en bares, tomaba trenes eternos y hacía muchísimo frio. Yo seguía andando, pero no aparecía, no me encontraba. Kilómetros y kilómetros, millas y millas, y todo seguía siendo más o menos igual. El gran viaje revelador estaba resultando un verdadero fracaso. Hacía 4 meses que estaba andando y nada me impactaba demasiado, más que la sensación de estar suelta por el mundo, que sinceramente me daba más vértigo que libertad.
Un martes a la tarde en Barcelona arreglé con un conocido ir al cine. Yo estaba al pedo. La ciudad ya la conocía. No tenía trabajo. Y simplemente estaba esperando que algo se me revelara para que hiciera valer el viaje que todos decían sería memorable. Quedamos a las 16 encontrarnos para ir a ver una película china. La elegimos porque era la única que no estaba doblada. Nos encontramos en la puerta de un cine de barrio, viejo, pequeño. Fumamos un porro, no hachís sino marihuana, y entramos a ver la peli. Yo no tenía idea de lo que estábamos por ver. Había muy poca gente en la sala. La película empezó. Llego a esta parte del relato y empiezo de nuevo a sentir lo que me recorrió el cuerpo en ese momento. Una sensación de como si mi cuerpo se elevara. Un erotismo inentendible me empezó a envolver desconcertándome por completo. Imágenes recortadas, solapadas, mujeres hermosas que se escondían y no llegaban a poder verse del todo, sonidos de palabras chinas que no entendía para nada, me embriagaban sin poder controlarme. Y la música, ¡esa música! Escaleras, texturas, cámaras lentas. Yo no podía entender qué estaba pasando, qué es lo que estaba viendo. Mi corazón palpitaba cada vez más fuerte. No entendía nada. ¿Quién era ese personaje? ¿Quién está hablando? ¡No les veo la boca! ¿Qué pasa? ¿Es pasado? ¿Es futuro? ¿Es su imaginación? ¿Se aman? ¿Sufren y se aman? ¿Es eso?
No importaba. No importaba nada de lo que pudiera comprender. Era un coctel de sensaciones.
Salí del cine. ¿Qué paso? ¿Qué era eso? ¿Qué vi? Era Wong Kar-Wai. Con Ánimo de Amar. No volví a ver la película. Todo lo que nombro es parte de un recuerdo que no quisiera borronear con nada.
Al poco tiempo regresé a la Argentina sin saber quién era, pero sí un poco más cerca de lo que quería. “Yo quiero sentir”, como decía una amiga cuando le tocaba actuar algo que le gustaba mucho. Porque cuando te pasa eso, eso de que te hacen viajar por las sensaciones, es la fiesta. No es un contacto mental. No es intelectual, es sensorial, atmosférico. Y ese contacto puede tener que ver con el desconcierto, con la confusión, con la falta de certezas.
Llegó diciembre y el país se prendió fuego. Todo voló por los aires. Nos habían desvalijado. Nos habían quitado todo. Yo acababa de volver de estar meses viajando y volvía a mi país explotado, destrozado, con miles y miles de personas en la calle. Ahora no tenía más trabajo, había dejado la facultad. Solo volví a mis clases de actuación. El teatro fue el lugar donde me refugié y la música de Wong Kar-Wai estuvo en mi primera obra.
Quizá lo que descubrí es que aunque no tenga nada, aunque no entienda nada, si esta esa pulsión de sentir, voy a seguirla, a potenciarla y compartirla, para tratar de hacer lo que me haga sentir viva. Aunque sea inentendible o absurdo, ese será siempre el lugar a donde yo sé que vuelvo para revivir y resistir ante los derrumbes, juntándome con otros a perdernos y haciendo fuerza juntos para seguir soportando los avatares de este mundo absurdo. Ojalá, sinceramente lo deseo, ojalá, todos tengamos a dónde volver.
Felicitas Kamien es actriz, directora, dramaturga y docente. Se formó principalmente con Ricardo Bartis, Alejandro Catalán y Javier Daulte. Es Licenciada en Sociología. Se desempeñó como actriz en obras de Alejandro Catalán, Bernardo Cappa, Marcos Arano, Pablo Quiroga y Diego Cremonesi, entre otros. Como directora y dramaturga estrenó: El cisne (Premio Fondo Nacional de las Artes). Alfa (Nominaciones Premios Luisa Vehil , Premios Trinidad Guevara como Revelación Femenina y Festival FIBA 2020). Vassa en el Complejo Teatral de Buenos Aires/Teatro MET, que recibió nominaciones a los Premios Ace y María Guerrero). Y Lorena en el Teatro Nacional Cervantes, estrenada este año. Desde 2011, dicta clases de actuación en distintos teatros de Buenos Aires.