Hugo Arana no soñaba con “actuar”, así, a secas. Cuando para su cumpleaños número 22 se regaló a sí mismo la inscripción a un instituto actoral, no tenía en mente simplemente actuar. “Yo quería ser actor de cine. No me podía imaginar otra cosa, ya que hasta ese momento nunca en mi vida había asistido a una obra de teatro. Hasta los 22 años sólo había visto cine, gracias a que entraba gratis a las salas de un amigo”, aclara el actor. La formación, el tiempo y su talento se complotaron para que aquél jovencito que solo concebía la actuación en pantalla grande se convirtiera en uno de los grandes intérpretes argentinos, de esos que dejan su huella a cada paso. “El único riesgo que enfrentamos los actores es a no poder construir personajes verosímiles”, subraya Arana, a quien se lo puede ver en su anhelado rol de “actor de cine” en Delicia, la película dirigida por Marcelo Mangone en la que comparte cartel con Beatriz Spelzini. 

El actor habla con la misma sencillez que le imprime a los personajes que  interpreta. Esa naturalidad en su registro actoral, que suele trascender la pantalla, encuentra eco en cada una de sus respuestas. “La vida es más simple de lo que creemos, somos nosotros y nuestras extrañas neurosis la que la complejizamos”, puntualiza el actor que ya cumplió 74 julios, ante . “Siento –señala– que cuando cumplimos los setenta años cruzamos una línea, constatamos la finitud. Los cuarenta y los cincuenta los atravesé sin darme cuenta. Los sesenta ya me empezaron a joder. ‘Muere un sexagenario atropellado por un colectivo’, se suele titular. ¿Por qué tienen que hacer hincapié en la edad de la víctima? ¿O, acaso, subrayan la condición de veintiañero o treintañero? No. Entrar en la séptima década de vida te hace tomar conciencia, clara y contundente, de que el camino se va acabando. La constatación de la finitud de la vida lo condiciona todo. La percepción del mundo es otra cuando uno constata el fin del camino.” 

En Delicia, justamente, se cuenta la historia de un amor otoñal, de esos en donde prevalecen más los temores que las pasiones. Felisa (Spelzini) es una enfermera que llega (¿huyendo de algo?) a un apacible pueblo para ocupar una vacante en el hospital local. Como necesita un lugar para vivir, acepta la sugerencia del director de hospedarse en una casa que un paciente puso a disposición con una condición: a cambio del alojamiento, debe colaborar en las tareas de la casa del dueño, Amado, lindante a la ofrecida. Inquilina y propietario entablarán una compleja relación, condicionada no solo por la renguera de ella y la ceguera de él, sino fundamentalmente por los miedos que la trama deja entrever pero nunca explicita. Dos almas solitarias atrapadas en el deseo de torcer sus destinos y la desconfianza de compartir con otros su intimidad. “Es una película muy sencilla. No tiene rebusques ni sobreactuación en el registro actoral ni tampoco en el narrativo. No hay subrayados en búsqueda de impacto. Delicia es una película que fluye y que es verosímil”, puntualiza Arana.

–En Delicia hay un registro naturalista que contiene a la historia. ¿La ficción debe ser “verdadera”? 

–La ficción no tiene por qué ser verdad. Para verdad tenemos nuestra realidad cotidiana. Además de que sabemos, hoy más que nunca con las cosas que se dicen y se publican, que la verdad siempre es un hecho subjetivo. Es verdad aquello que necesitamos que sea verdad. En esa construcción, buscamos la mayor cantidad de argumentos posibles para demostrar que eso sea verdad. ¿Por qué necesitamos que algunas de nuestras percepciones sean verdaderas? Es un misterio. Hay infinitas verdaderas, que en realidad expresan ignorancias o prejuicios que nos reafirman en nuestras ideas. Felisa y Amado sufren padecimientos físicos, pero la trama no hace foco en ellos. En todo caso, la renguera y la ceguera no son otros que rendijas de los padecimientos interiores. Todos tenemos rengueras interiores. El que esté libre de rengueras que tire la primera muleta. Somos seres imperfectos. 

–Y solos. La película pone el acento en la soledad de Amado y Felisa.

–Son dos soledades buscando compartirse. Todos somos seres solos aunque estemos rodeados o conectados con otros. No sé si la soledad es un estado de tranquilidad. La soledad es un motor, al que si se lo pone en marcha resulta conducente. Es motor de reflexión, de sueños, de búsquedas. Los seres humanos compartimos soledades. Estamos solos. La cumbre máxima del amor es, justamente, el encuentro entre dos soledades que deciden compartirse. En el amor se comparten las soledades. Creo que el amor de un otro u otra no nos completa. Somos completos, que en todo caso decidimos compartirnos. El estado ideal del ser humano es el de la armonía, el poder eludir el caos.

–Amado, su personaje, parecería ser un tipo cerrado, pero hay algo en su aparente templo que aspira a romperse, como si tuviera una necesidad de que ingrese algo de “caos”.

–Es un tipo hosco porque tiene un problema con su soledad, no puede habitarla. La soledad lo está invadiendo. No es que quiera habitarla. La necesidad de abrir la puerta es la consecuencia de que la soledad le está ganando. Amado no logra ya dominar su soledad, aunque nunca lo admita.

–¿Cómo fue la composición de Amado? 

–Nunca había hecho de un personaje ciego, pero fui amigo en mi adolescencia de un ciego cuya familia era dueña –mirá qué ironía– de dos cines en Lanús, El palacio del Cine y el Super Cine, hoy convertidos en banco y templo evangélico, respectivamente. Gracias a él pude descubrir el cine. Eran épocas donde los lunes y martes daban tres películas distintas cada día, y de miércoles a domingo otras tres. ¡Entre las dos salas, podía ver 18 películas diferentes cada semana! Este amigo era un hombre que se había quedado ciego a los 18 años. Era raro, porque él tenía casi 30 y yo no más de 16 años. Ibamos a tomar café al Bar Oriente, que era un café, con billares y peluquería al fondo, abierto las 24 horas, a media cuadra de la Estación de Lanús. Lo acompañé por todos lados, porque además nunca quiso usar bastón ni aprendió a leer Braille. Hasta le grabé “Derecho Romano” en audio, porque estudió abogacía.

–¿Se inspiró en él?

–Tengo en mi mente sus formas. También fui a un Instituto para ciegos donde me ayudaron mucho. Pude discernir entre aquellos que nacieron no videntes y los que se quedaron ciegos con el tiempo. Lo que advertí es que el lenguaje gestual de uno y de otro no es el mismo. El no vidente de nacimiento prácticamente no mueven las manos, porque no conocen el lenguaje gestual, lo tienen menos desarrollado. En cambio, aquellos que quedaron ciegos tienen mayor registro gestual, y mientras hablan señalan con el dedo o se expresan con sus brazos. Mi preocupación fue encontrar el lenguaje gestual acorde a un no vidente que recuerda haber visto.

–En una época en la que se venera la juventud como una virtud, cuando no es más que una etapa de la vida, Delicia cuenta una historia de amor de adultos mayores. El film da cuenta de que nunca es tarde para nuevas experiencias.

–Hemos heredado y mantenido una cultura absolutamente formal, no espiritual ni mucho menos vivencial, interior, emotiva. Vivimos en una cultura del descarte y la apariencia. La mujer sigue tratada como un objeto en los concursos de belleza, seguimos eligiendo al “mejor” actor, al “mejor” docente... ¿Cómo podemos hablar de que alguien es “mejor” que otro? ¿Sobre qué parámetros vivimos señalando que una persona es mejor que otra? En todo caso, destaquemos a alguien por sus cualidades en determinada área. ¿Mejor? En una carrera el ganador es el más ligero, pero no el mejor. Hay que dejar de comparar y disfrutar más. 

–A lo largo de su profesión hizo teatro oficial y comercial, cine dramático y comedia, y también participó de distintos proyectos en televisión. Esa ductilidad, ¿fue un camino buscado?

–Odio las sentencias. Y cuando digo odio ya estoy sentenciando. Tampoco uso la palabra carrera, prefiero profesión. Profesar es poner la fe. Yo pongo la fe en la tarea. Me gusta. Pongo la fe de que voy a disfrutar, de mejorar mi paladar. El encasillamiento, las verdades absolutas que construimos, no son otra cosa que manifestaciones inconscientes de nuestros miedos. Necesitamos certezas para poder huir de los miedos. Ahora resulta que no hay que tener miedo, o no demostrarlo. Tampoco se puede tener vanidad. ¿Cómo no voy a tener miedo, cómo no voy a ser vanidoso? ¿Qué soy, de qué estoy hecho? Soy un bicho humano, tengo todo eso. El tema es cómo nos relacionamos con nuestra vanidad y nuestros miedos. Cada tanto, a mi vanidad la agarro y le doy unos caramelos para que se calme un poco, porque si no corro el riesgo de convertirme en un idiota.

–¿Nunca sintió, en algún momento de su profesión, que su conducta era dominada por la vanidad? 

–Nunca sentí que era rehén de la contienda de ganar o perder. He sentido que, en ocasiones, la vanidad amenazaba con adueñarse de mi ser. Cuando el brillo sale hacia afuera, los humanos estamos en problemas.

–¿Podía controlar esa vanidad queriendo emerger?

–Cuesta, pero creo que nunca he hecho el ridículo. No todos pueden decir lo mismo.

–Dijo que hace algunos años constató la finitud de la vida. ¿Se autoimpone una “fecha de vencimiento” para la actuación?

–Qué se yo hasta cuándo voy a actuar. No soy de los que dicen que quieren morirse arriba de un escenario. Me preocuparía la conmoción que causaría desplomarme adelante de mis colegas y del público. Prefiero ahorrarle ese mal trago. Actuaré hasta que pueda. No estudié teatro toda mi vida por el deber de nada, sino por el placer de la búsqueda de construir una conducta, un carácter. Construir un personaje sigue siendo, siempre, una maravillosa aventura.