El decreto de necesidad y urgencia publicado la semana pasada generó una catarata de reacciones políticas, sociales y económicas. La intención de desregular sectores estratégicos de la economía sin pasar por el Congreso y el objetivo de reducir el Estado a su mínima expresión son algunos de los puntos que más rechazo e impacto provocaron del decreto.

El texto fue presentado casi como un apéndice de las sagradas escrituras, donde el centro estuvo puesto en el mercado y el libre albedrío. Dos conceptos que perdieron razón de ser en las primeras décadas de este siglo.

Las críticas que se hicieron en los últimos días a la propuesta del Gobierno de derogar leyes sin una votación en el Congreso son innumerables. Es casi imposible resumirlas todas en unos pocos párrafos sin perder de vista los detalles importantes. Una tarea más fructífera es la de concentrarse en algunos de los puntos cardinales del decreto y a partir de ahí intentar pensar la dirección de la propuesta y los impactos posibles.

Uno de estos puntos clave para analizar es la apuesta del Gobierno para reabrir las puertas de la privatización a las empresas del Estado. Se trata de una idea que había sido planteada como un caballito de batalla en la campaña electoral y que ahora intentará llevarse a la práctica.

La petrolera YPF es una de las que tiene el boleto picado si prospera el objetivo del nuevo Gobierno de vender las empresas públicas. La petrolera es la compañía estatal más reconocida por el capital social que representa para la Argentina. Sin embargo, no es la única con relevancia estratégica. En la lista de otras que podrían venderse figuran imprescindibles como Arsat.

Esta empresa de telecomunicaciones maneja tecnologías de punta, acumula inversiones millonarias en infraestructura y cuenta con experiencia clave en el negocio satelital. Se trata de un activo del Estado que atraviesa el día a día de la mayoría de los argentinos por detrás de las bambalinas.

Arsat es la responsable de un tendido de casi 40 mil kilómetros de fibra óptica que permite que podamos usar internet, mirar una película a través del celular o la computadora y mandar un WhatsApp.

“Esta red federal de fibra óptica es una de las mayores obras de integración territorial de la Argentina en el siglo XXI”, explica el experto en tecnología de satélites y telecomunicaciones, Daniel Arias. Los cables de vidrio se encuentran blindados y a dos metros de profundidad en promedio.

A diferencia de los ferrocarriles, transporta información en lugar de bienes y personas, no tiene una estructura lineal sino una malla de enormes anillos regionales, se construyó con ingeniería propia, cubre todo el país continental incluida la Patagonia, no tiene acreedores y no hay forma que el país funcione sin ella. Con esto, Arias se hace una pregunta elemental: “A Arsat no se le puede poner un precio. ¿Cuánto vale que el país funcione?”.

Los posibles compradores de Arsat también miran de reojo el resto de activos que maneja esta empresa estatal. Además del enorme tendido de fibra óptica, cuenta con dos satélites geoestacionarios de telecomunicaciones, que le dieron fama a la compañía, y permiten que llegue internet a lugares remotos, incluidas escuelas rurales, zonas despobladas y las bases antárticas.

Arsat también es la responsable del servicio de televisión digital abierta (TDA), con el cual se puede capturar señal en casi 90 por ciento de las zonas habitadas de la Argentina. Simplemente se necesita un decodificador, que actualmente se entrega gratuitamente a distintos segmentos de la población.

La idea de privatizar empresas estratégicas de este calibre, que generan externalidades en todas las direcciones, resulta difícil de comprender. ¿Por qué el mercado va manejar mejor esta infraestructura estratégica? ¿Por qué va a invertir para llegar a lugares donde los criterios de rentabilidad meramente económica no lo justifican? Como dijo uno de los más grandes pensadores de la historia el único argumento es “la furia del interés privado”.