Evocar la era del hard bop, aquel fulgor del jazz instrumental de los ’60 en el que emergieron Coltrane,Chick Corea, McCoy Tyner. El cuarteto de piano, contrabajo, batería y saxo como formación clásica. Es decir, trío de piano más saxo. El pianista Mariano Ruggieri, uno de los referentes del jazz rosarino, sacó su último disco, Fuerza de madre, ocho temas de composición propia con esa impronta. “Es una mirada desde Rosario sobre ese lenguaje extranjero que es el jazz. Todo reinventado desde acá, priorizando melodías que enganchen. Y después, sí, damos paso a las articulaciones de estilos en las improvisaciones”, define el pianista, quien con su grupo tomaron el disco The Real McCoy (1976) como buque insignia y lo expandieron hacia otros arreglos en un diálogo con la modernidad.

No es casual entonces que el arranque de Fuerza de madre, el primer tema del disco homónimo, recuerde a las inflexiones de Brad Mehldau con su trío de más de veinte años junto a Larry Grenadier y Jeff Ballard. Mariano Ruggieri lo reconoce como otro mojón. “Es finísimo lo que hace, con un lenguaje totalmente superador. Es imposible sustraerse a su influencia, con esa forma de encarar la música con el piano encontrando lugares nuevos sin dejar de reconocer los orígenes. McCoy fue uno de los que tomó la posta de la revolución, y Brad lo sabe”, dice, como si largara apuntes sueltos de una masterclass para intérpretes del piano en el jazz.

Foto: Sebastián Vargas

La historia de Mariano con la improvisación empezó a los once años, con un teclado que su papá trajo a su casa. Lo anotaron por entonces en la academia de Nora Pandol. Años más tardé estudió con el pianista Juan Carlos Silvera, uno de los primeros en llevar conocimientos de armonía contemporánea a Rosario. Y su formación continuó con otros dos grandes nombres del jazz argentino: Ernesto Jodos y Leo Genovese. “En casa teníamos una pieza chica que le llamábamos la sala de música, donde mi viejo nos sentaba a escuchar Ennio Morricone, Vangelis, Beatles, Palito y Sandro. Con la luz apagada y sobre los parlantes había algo parecido a un plumero de filamentos de vidrio que cambiaba de color y ayudaba a imaginarte lo que escuchabas”, rememora con gracia.

El salto lo dio su hermano Luciano, músico y baterista, que en la adolescencia le pasó unos discos de Oscar Peterson y Keith Jarrett. Al tiempo formaron un trío de standards y luego cada uno construyó sus propios grupos. “Rosario tiene el privilegio de tener excelentes músicos en distintos estilos, de mucho compromiso, de trayectoria y experiencia. Y en el jazz, aunque es un lenguaje no tan masivo, también los hay y de excelencia”, enfatiza Mariano, y aunque no larga nombres, se cuelan el Gato Barbieri, los hermanos Corvini, las fusiones del rock con el jazz, su amor por el formato canción, Litto Nebbia, Chivo González, la inspiración melódica de la Trova Rosarina, Carlos Casazza, Rocío Giménez López.

Reconoce que se deslumbra hoy al escuchar Snarky Puppy o Cory Henry pero en su camada jazzera se enganchan más con el bebop, el hard bop, el góspel, donde también entran nombres como Horace Silver y Herbie Hancock. Tal vez por eso el audio de Fuerza madre se escucha crudo, casi sin ecualización, como un toque en vivo de los de antes: tan sólo poner un micrófono en el centro del estudio y a grabar. Un homenaje vintage a la vieja escuela, una manera de celebrar los diez años de su cuarteto con Sebastián Mamet en batería, Leonardo Piantino en Saxo alto y Jorge Pallena en contrabajo, algo así como un dream team local, con los que ya grabó Simple (2013) y Huellas (2017). “Mariano es un pianista que corre con un riesgo y es que compone temas propios. Hace temas originales, lejos del standard, con las influencias lógicas que tiene en su amplia y atenta escucha”, expresa el productor Horacio Vargas, quien grabó sus discos para BlueArt Records.

Para Mariano Ruggieri, el momento del jazz siempre es la actualidad, se viva en Rosario, se esté en Nueva York o París. “Todo lo que le tirás el género lo renueva y te lo devuelve con sorpresa”, reflexiona, maravillado con las posibilidades creativas. “Pongo el ejemplo de Joy Alexander, un prodigio que tocaba a los doce años como una bestia, y hoy tiene veintipico sin dejar de sonar en la tradición del jazz. En la actualidad es imposible escuchar todo lo que anda dando vueltas, la otra vez descubrí un pianista húngaro demoledor, y al toque pasé a otra cosa. De cualquier lugar del mundo sale algo que te parte la cabeza”.

Habla de la paradoja de sentirse parte de un lenguaje minoritario, con poca difusión y algo selectivo, pero que explora nuevas aperturas y supera el hermetismo de otras épocas. Juntarse a tocar con maestros en festivales, dice, es un acto de orgullo: la balanza perfecta para no aislarse y compartir los mundos propios. Se explaya: “El jazz instrumental ya no es para entendidos. Somos muchos músicos que le escapamos a esa solemnidad, a esas reglas rigurosas que lo hacían abstracto para el público. Comprendimos que primero somos personas, que vivimos un día a día en nuestras ciudades, a veces muy distante de los centros. Y eso nos equilibra con la música, a la cual amamos en el continuo estudio aunque buscamos puentes para que se escuche con alegría”.

Foto: Sebastián Vargas

Eso no significa que escape a construir un lenguaje de experimentación, nutrido por capas de profundidad. Fuerza de madre, en efecto, se alimenta de ocho composiciones originales, con métricas complejas, mucho uso de pentatónicas, compases de 7/4 y melodías más elaboradas que sus discos anteriores. Canción, improvisación, canción: intercambios instrumentales intensos y a la vez de fácil escucha. “La lección de Juan Carlos Silvera era escribir difícil y que suene fácil. Ese es un lindo desafío, más en este estilo que tiene influencias prácticamente de la música de todo el mundo”, sintetiza el pianista.

Allí suenan el groove del tema “Satori”, los nudos de improvisación al piano que llevan a las composiciones de Brad Mehldau en “Crear espacio” y “Olivia”, la bailable y pegadiza “El viento huracanado”: en el disco no hay ninguna balada, ninguna pausa, todo crudo y atmosférico, todo de un sacudón y en alta dosis de improvisación jazzística. La fuerza de la madre, su potencia creadora, se escucha en el final con “Oceánica”, uno de los puntos altos del brillo instrumental, horizontal y lúdico, con el empuje del grupo en ese sonido afroamericano, de raíz, mixturado con las aperturas urbanas de la contemporaneidad. De Rosario para el mundo.