La muerte de Santiago Maldonado tiene puntos de contacto con otras muertes, como el homicidio del conscripto Omar Carrasco en marzo de 1994, cuando hacía el servicio militar en Zapala.

Políticamente el desafío fue resuelto con presteza por el presidente Carlos Menem, entonces en su primer mandato. Tardó solo cinco meses en anular la conscripción obligatoria. Lo hizo por un decreto que firmó el 31 de agosto. Unos días antes, el 22 de agosto de 1994, habían terminado de sesionar los constituyentes que cambiaron la Carta Magna e introdujeron la posibilidad de una reelección. En 1995 Menem se presentó a elecciones y revalidó su mandato contra la fórmula de José Octavio Bordón y Carlos Chacho Alvarez por 49,94 por ciento a 29,3 por ciento. No solo ganó con la muerte de Carrasco en contra. Superó incluso el lastre de la desocupación, que había llegado a un 18,4 por ciento en mayo de 1995, el peor índice del período 1989-1999, sus diez años en la Casa Rosada. Con crisis y todo, hiperinflaciones incluidas, la desocupación había sido del 7,7 por ciento en 1989 y del 7,4 por ciento en 1990. Luego crecieron, juntos, el Producto Bruto Interno y el desempleo. Mayo del ‘95, cuando se produjo el pico de desocupación, fue el mismo mes de las elecciones. Al parecer ni la falta de trabajo de una parte de la sociedad ni el miedo a perder el empleo explican por sí solos el voto. 

  En cuanto al caso Carrasco, siguió un largo camino en los tribunales. El primer juicio, conocido como Carrasco I, demostró que el soldado recibió un golpe en el tórax. Pudo haber sobrevivido pero los oficiales decidieron su internación clandestina y murió ante la falta de atención médica eficaz. La mentira de sus asesinos fue declararlo desertor. Luego dejaron el cuerpo tirado y sembraron la Argentina de pistas falsas. El primer juicio concluyó con la condena por homicidio para el subteniente Ignacio Canevaro y dos conscriptos. En 1996 comenzó el juicio llamado Carrasco II, por encubrimiento. Una pericia del forense Alberto Edmundo Brailovsky determinó que los responsables finales de la muerte fueron los médicos militares que lo atendieron secretamente y mal. La causa prescribió en 2005 y los siete sospechosos fueron sobreseídos. Como en el caso Maldonado, la Justicia federal fue morosa y dejó que los mandos militares de Zapala y Neuquén montaran una pantomima de investigación, ganaran tiempo y perdieran pruebas.

El asesinato de José Luis Cabezas, en enero de 1997, consolidó la brecha entre Carlos Menem y Eduardo Duhalde. También fue la expresión que hizo más visibles el poder de la Policía Bonaerense y el aparato de Alfredo Yabrán. Duhalde ensayó una reforma policial. Primero con Luis Lugones a la cabeza. Después con León Arslanian a cargo. En 1999 el sucesor de Ruckauf en la gobernación, Carlos Ruckauf, atacó a la reforma en la campaña electoral y dijo que su lema era “meter bala a los delincuentes”. Arslanian renunció. Proyecto trunco. 

En ese 99 Ruckauf ganó. Duhalde, desgastado igual que Menem, perdió a manos de Fernando de la Rúa. Llegó a la presidencia por selección parlamentaria en 2002. No pudo cumplir con su sueño de presentarse en el 2003 porque en junio de 2002 fueron asesinados los militantes sociales Maximiliano Kostecki y Darío Santillán. Mandos de la Bonaerense fueron responsables de los dos homicidios. O corresponsables. La otra pata todavía permanece en el terreno de las hipótesis: la Secretaría de Inteligencia del Estado, en ese entonces comandada por Carlos Soria, de Río Negro, y bajo el mando operacional de Oscar Rodríguez, ex intendente del partido bonaerense de Presidente Perón. 

Néstor Kirchner criticó en 2002 el asesinato de los dos chicos en Avellaneda. En 2003 asumió preocupado por la violencia policial en situaciones de protesta. En 2004 resolvió que las fuerzas federales no llevasen armas cuando hubiera conflicto social, cambió las cúpulas de la Policía Federal y de la Prefectura y decidió controlar de ahí en adelante el sistema de órdenes. Fue una forma práctica de interpretar la muerte de Kostecki y Santillán y de traducirla institucionalmente. Podría conjeturarse algo más: Kirchner comprendió que después del 2001, cuando De la Rúa se fue de la Presidencia con 38 muertos detrás, la sociedad no soportaba más violencia. Y menos aún la violencia letal. 

Aunque el caso judicial todavía no está resuelto, porque ni siquiera se sabe si fue suicidio o asesinato, la muerte del fiscal Alberto Nisman, en enero de 2015, también tuvo un enorme impacto político. Es difícil medirla en votos de las presidenciales del mismo año. Pero no es complicado señalar la cantidad diversa de ingredientes –verdaderos o falsos– relacionados con el caso. El espionaje local. El espionaje internacional. La conversión de Nisman en bandera por parte de un grupo de fiscales bajo la jefatura de Germán Moldes. Las idas y vueltas iniciales de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, quien públicamente tejió hipótesis de homicidio y de suicidio. El deslizamiento de sospechas sobre la Casa Rosada. La intervención de una fiscal que no llegó a resolver el caso. El paso del fuero correccional al federal. El desplazamiento de Jaime Stiuso de la Secretaría de Inteligencia, después de 30 años. Sin olvidar el ingrediente del pacto con Irán, que una parte de la Justicia tomó como un intento de encubrir a los sospechosos del atentado a la AMIA y según la ex presidenta fue una decisión política. Discutible, naturalmente, pero en su carácter de política no judiciable. 

Una encuesta realizada por Enrique Zuleta Puceiro, de la consultora OPSM, reveló en enero de 2015 que la imagen de Cristina cayó nueve puntos, de 28,3 a 19,1 por ciento. El 69,9 por ciento de los consultados dijo creer que la muerte de Nisman fue “más grave” que el asesinato de Cabezas. El 74 por ciento de los consultados le atribuyó responsabilidad al Gobierno y el 57 por ciento dijo que no se resolvería. 

Sin discutir ahora cuánto hubo de intoxicación y cuánto de verdad en los ingredientes, ¿no es posible pensar que el caso Nisman fue uno de los factores de debilidad electoral de Cristina y del Frente para la Victoria? En la derrota de noviembre de 2015 hubo más factores, por supuesto, pero en una diferencia tan chica, de 51,1 por ciento para Mauricio Macri a 48,66 por ciento para Daniel Scioli, cualquier décima es vital para la victoria o el fracaso. 

Hasta la aparición del cuerpo de Santiago Maldonado, las encuestas mostraban un estado de sospecha sobre la Gendarmería como fuerza o de sospecha sobre gendarmes que participaron en la represión. Solo una minoría recelaba del Presidente. Y muchos, a veces superpuestos con los primeros, se mostraban disgustados con lo que consideraban como un “uso político” del caso.

A tan pocas horas del cierre del comicio los vaticinios no tienen sentido. Pero sea cual fuere el resultado, en la provincia de Buenos Aires y a nivel nacional, sería frívolo pensar que la muerte de Maldonado no tendrá ningún efecto social. Murió, lo mataron o fue abandonado por fuerzas del Estado en medio de un operativo de represión. La Justicia, otra vez, falló durante más de dos meses. El cuerpo apareció tarde. El Gobierno se comportó con Gendarmería como Duhalde con la Bonaerense. Y en el medio quedaron en superficie la complejidad de la cuestión indígena, la perversidad de unos y la humanidad de otros, el tema de las tierras en litigio en todo el país, el facilismo de inventar cucos como RAM o RIM como si allí se resumiera el asunto mapuche y la voracidad de los grandes grupos que se alimentan de hectáreas, pozos petroleros, canteras o las tres cosas al mismo tiempo. Por sobre todo eso la mirada triste de Sergio Maldonado es, ya, uno de los signos de la época.

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