Lo dijo Friedrich Hayek, el gran referente de la escuela austríaca del siglo XX, y fue adoptado como una verdad absoluta por generaciones de economistas, juristas y funcionarios locales: el fin de la democracia es la preservación de la propiedad privada, la libertad individual y la vida. Primer supuesto, la propiedad privada se define como la disposición libre –vale decir, sin la injerencia arbitraria de otros– de aquellos recursos que sirvan para satisfacer necesidades individualmente determinadas. Segundo, la libertad individual es, por la lógica de la necesidad, solo una libertad posible: la libertad económica, base de todas las demás libertades. Tercero, sin propiedad privada y sin libertad económica no sería posible la vida. De donde se desprende una importante conclusión: para la escuela austríaca –principal rama de lo que habitualmente se conoce como “neoliberalismo”– la democracia no es un fin en sí mismo, sino tan solo un medio. Se trata de un importante cambio de paradigma. El problema no es la democracia en sí; el problema está en los usos o las derivaciones que, como cualquier otro medio, puede adquirir la democracia. Desde la lógica de Hayek, ahí está el germen del “totalitarismo”.

Hayek y sus discípulos no concebían al totalitarismo como una amenaza externa a la democracia, un cuerpo extraño que ataca y erosiona sus bases, sino como un germen que la democracia lleva en su seno. Ese germen se desarrolla cuando la democracia excede sus límites e interfiere en la propiedad y la libertad económica para satisfacer los deseos de las masas. Una democracia excedida es una democracia de masas. Así habría sucedido con la democracia italiana de los años 20, cuya deriva fue el fascismo de Mussolini. Así también, con la inestable República de Weimar que terminó dando lugar al ascenso del nazismo a principios de los ’30. Ambas eran democracias de masas, ambas fueron conducidas por líderes demagógicos y, muy especialmente, ambas recurrieron a la intervención del Estado en la economía. Aquí estaría el hilo conductor entre la democracia y el totalitarismo, sin discontinuidades ni puntos de ruptura, sin otras variables históricas, culturales y políticas que expliquen la emergencia de los fascismos europeos de la primera mitad del siglo XX. Puesto que la libertad económica es la base de todas las demás libertades –incluyendo la libertad de expresión y la libertad política–, la intervención del Estado en la economía conduce inexorablemente hacia el totalitarismo.

A principios de los ‘40, Hayek escribía Camino de servidumbre para advertir sobre los peligros del Plan Beveridge, una suerte de New Deal británico apoyado en las ideas keynesianas y aplicado por el Partido Laborista al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Años más tarde, Camino de servidumbre se convertiría en un verdadero bestseller en los Estados Unidos. El libro de Hayek también circuló tempranamente en la Argentina. De hecho, algunos liberales locales lo usaron como marco de referencia para interpretar las políticas del peronismo y explicar su necesaria vinculación con el totalitarismo. Referentes del conservadurismo, como Federico Pinedo, o funcionarios procedentes del mundo militar, como Álvaro Alsogaray, se apoyaron en las teorías de la escuela austríaca al momento de justificar la autodenominada “Revolución Libertadora” que derrocó al gobierno de Juan Domingo Perón en 1955. No se trataba de un acto autoritario contra un gobierno elegido democráticamente. Desde la visión de Pinedo, Alsogaray y otros liberales de la época, la Revolución Libertadora fue una respuesta al totalitarismo en defensa de la propiedad privada y la libertad económica. Pocos meses antes, Pinedo había afirmado que la soberanía política no era un fin en sí mismo, sino un medio para la libertad individual “el fin no es el medio; la necesaria libertad del país frente al extranjero, en el sentido de independencia, no resulta por sí sola la libertad de sus habitantes, es posible la existencia de Estados en que se respeten las libertades civiles sin que el pueblo tenga libertades políticas en el sentido de gobierno democrático (Porfiando hacia el buen camino, 1955).

La frase de Pinedo tendría sus ecos durante los años de proscripción del peronismo; ecos que llegarían tan lejos como para cuestionar las ideas económicas “desarrollistas” elaboradas por su antiguo socio, Raúl Prebisch, y aplicadas por la Revolución Libertadora, los gobiernos de Arturo Frondizi y de Arturo Illia, así como también por la “Revolución argentina” de Juan Carlos Onganía. A pesar de su origen, no existiría una diferencia sustancial entre esos gobiernos. En todo caso, y como ya señalaba Alberto Benegas Lynch (padre), había que preocuparse “menos por el origen del poder ejercido por un determinado gobierno, que por la clase de política que éste ejecuta” (1968).

En “La trama”, Jorge Luis Borges decía que al destino le agradan las repeticiones, las variantes y las simetrías. En pleno siglo XXI, al dar su primera conferencia en el Foro Económico Mundial de Davos, el presidente argentino y líder del partido La Libertad Avanza, Javier Milei, advirtió que Occidente se encuentra amenazado por el socialismo y sus distintas variables contemporáneas: “No hay diferencias sustantivas. Socialistas, conservadores, comunistas, fascistas, nazis, social-demócratas, centristas. Son todos iguales. Los enemigos son todos aquellos donde el Estado se adueña de los medios de producción”. Surge aquí una gran incógnita: si un presidente elegido democráticamente señala que la libertad está bajo amenaza, ¿cuáles son los medios que le quedan para garantizarla?

Cuando la libertad avanza, la democracia puede retroceder. Esta es la dramática polarización que viene estableciendo el Gobierno desde que dio a conocer el proyecto de ley “Bases y puntos de partida para la libertad de los argentinos”. La velocidad impuesta al tratamiento en comisiones, la creciente tensión entre el Poder Ejecutivo y las provincias, los dictámenes continuamente rectificados y el protocolo “antipiquetes” dejan entrever cuáles son los medios y cuál es el fin buscado. Cuando las formalidades de la democracia obstaculizan el paquete de leyes propuesto, entonces el Gobierno puede recurrir a otro medio: la catarata de tweets y entrevistas que recuerdan el apoyo mayoritario (un 55 por ciento del electorado) obtenido por Milei en el ballottage. El medio es el mensaje… y el apoyo electoral no es el fin: es más bien un instrumento utilizado para avanzar contra otros poderes democráticos. El fin es la libertad económica de empresas e individuos: una libertad para la cual no cabe esperar los tiempos y las formalidades de la democracia, puesto que son concebidas como cuestiones de segundo orden.

La escuela austríaca tiene una particular concepción sobre la democracia que eleva a la figura del consumidor como el último y verdadero “soberano”. En palabras de Ludwig Mises, “el mercado es una democracia en la cual cada centavo da derecho a un voto. Más exacto sería decir que, mediante las constituciones democráticas, se aspira a conceder a los ciudadanos, en la esfera política, aquella misma supremacía que, como consumidores, les confiere el mercado” (La acción humana, 1949). Bajo estas premisas, la democracia es una especie de plebiscito permanente dirigido por consumidores antes que por ciudadanas y ciudadanos portadores de derechos y obligaciones. Es la utopía de una “democracia de mercado”.

Pero a la democracia argentina le agradan las variaciones, las desviaciones y las asimetrías. A fuerza de una serie de elementos que escapan a las teorías de la escuela austríaca, Milei está descubriendo que la democracia tiene sus formas, sus procedimientos y sus tiempos. Quizá esos tiempos dejen una gran enseñanza filosófica y una verdad histórica: en democracia no sólo pensamos y vivimos como sujetos económicos; también somos seres sociales y políticos, sin reduccionismos ni planteos unilaterales. Así se entiende, tal y como entendieron otros liberales del pasado, que la democracia no es tan solo un medio, sino un fin en sí mismo.

La democracia es la forma de dar respuesta al dilema que la modernidad lleva desde su nacimiento: el dilema entre la libertad y la igualdad. Los economistas neoliberales plantean un juego excluyente entre ambos principios, de modo tal que, a mayores dosis de igualdad social, una menor libertad económica, y viceversa. Sin embargo, la historia de la democracia moderna, incluida la democracia argentina, ha descubierto a duras penas que no hay libertad sin igualdad. Más que establecer un juego de suma cero, como si la cuestión se redujese a “todo o nada”, se trata de articular relaciones virtuosas entre la libertad y la igualdad. Ello supone una discusión sobre el contenido de cada elemento en juego: ¿qué es la libertad?, ¿qué es la igualdad?, ¿cómo vivir en sociedades más libres e igualitarias? Son preguntas abiertas, desafíos que carecen de una única respuesta, justamente porque se pueden plantear e intentar resolver dentro del juego de la democracia.

* Pablo Martín Méndez es Doctor en filosofía, politólogo y profesor de la Universidad Nacional de Lanús.