Una cama que se compra por una página de ventas online. Mensajes algo desopilantes con el fabricante por un objeto que tarda tres meses en llegar. En el medio María, la clienta, conoce a una amante efímera y cuando el nuevo mueble al fin llega a su casa, se tira en calzones a comer una palta desde la cáscara mientras coloca sábanas nuevas, “pensando en qué otras cosas improductivas seguiré haciendo”. El personaje femenino de Todos los hombres que fui entra con soltura en las primeras páginas a través de una dosis de humor casero que decanta luego en una serie de acontecimientos familiares, amorosos y un telón de fondo anunciado por la frase “sos el mejor de mis hijos”; ese hijo varón que el padre nunca pudo tener y suerte de hermano mayor que protege a las hermanas.

Escrita casi en tono confesional, con una prosa ágil y ocurrente, la primera novela de María Pérez -formada en los talleres de Juan Forn- no propone nada original en términos literarios: revisar la historia familiar desde una primera persona, desde un pasado propio, y a la vez patear el tablero, poner los mandatos patas para arriba. Lo que constituye el plus de la novela es su cautivante brevedad, esa aparente liviandad nutrida de una entrañable hondura. “Tengo la perpetua sensación -escribe la narradora, también llamada María Pérez- de que no pertenezco, de que no me contiene ninguna clase, ningún colectivo. Y como si fuera poco, soy de los 80, lo cual significa que no fui ni emo ni tecno, que no soy pop, ni millennial, ni analógica. Simplemente no entro, no cuajo”.

En el elenco aparece un padre terrateniente, el cual “decreta” que ella debe estudiar Derecho porque desea algún representante legislativo o magistrado, o, por qué no, “presidente de la nación”. Ella, la niña dulce, tierna y servicial, que lentamente va remando contra la corriente, adoptando algunas enseñanzas de su abuela (“el error, si es de un ser querido, se oculta”, le explicó una vez en una charla), y luego, ya de grande, encontrándose con un diputado de nombre Rodolfo, de quien se convierte en su asesora. En el medio, a su vez, un mundo de hermanas, bajo secretos y entredichos. “La necesidad de decirlo todo indirectamente es un requisito obligatorio en mi familia a la hora de dialogar, hay que entender lo que el otro no dice en las palabras que sí dice: preguntar es una desubicación enorme”.

Hay mundos irreconciliables y un amor por las mujeres que cada día cuesta más esconder. María no puede salir de su asombro cuando con un familiar viajan a visitar a una bruja trans, en una de las escenas más extrañas y a la vez más profundas de la novela: alguien, al fin, le dice que podía ser lesbiana e infeliz y gritarlo a los cuatro vientos. “La primera vez en la vida que alguien me decía que estaba bien fallar, que estaba bien equivocarse. La primera vez que alguien se refería a mí como futura madre”, dice María, entre amargada y sorprendida de cómo una perfecta desconocida, en el momento menos previsto, pudo salvarle la vida en una lectura de cartas.

Lo que se idealiza resulta tan lejano que es imposible alcanzarlo, sugiere el personaje central, sin ocultar sus contradicciones. Un matrimonio que María abandona como quien deja un círculo de violencia, “que no necesitaba sostenerlo para demostrar cuán perdurable podía ser una relación homosexual”. No hay estereotipo ni idea de salvación entre pares: las relaciones entre las mujeres también pueden ser conflictivas, dolorosas. Todo se vive desde un repaso tan íntimo como cercano, sin condenas a ningún eslabón de la parentela aunque bajo un filo mordaz: una familia gorila con orgullo por la universidad pública, una liviana militancia por el radicalismo, un goce por el status del empleado público y anécdotas divertidas, como la de un abuelo que “nunca hizo nada más que jugar al golf”, el pesado de las sobremesas al contar una y otra vez cómo había descubierto una secuencia numérica que, digitada en una calculadora y leída en forma invertida, formaba la frase “Perón tiene siete pelos en el culo”.

En el activismo universitario María no respira aires emancipadores sino que encuentra esquemas de heteronormatividad, un sistema patriarcal que regía en todos los partidos políticos. “Todo eso me dio un asco tal que no sólo me alejé de la militancia sino también de la política en sí. Aunque, para ser más honesta, debo decir que de haber tenido el valor de enfrentarlas, hubiera pasado inmediatamente a la lista negra de mujeres que no sirven para la política, posiblemente lesbianas, posiblemente incogibles”, suelta en tono de broma, evitando arrepentirse sobre lo que no hizo.

Todos los hombres que fui entremezcla generaciones y sugiere que el mundo se mueve rápidamente, con pertenencias difusas a las épocas en las que los personajes viven. En María se encarna la asfixia del mandato sobre la hermana mayor, una memoria en disputa donde sin embargo acontece una privada revolución feminista, con pequeñas heroínas como la abuela paterna, la que tenía la nobleza de darse cuenta de todo y prolongaba sabios silencios, la que le enseñó a manejar, a escuchar las canciones de Los Beatles y a jugar al fútbol. “¿Cuánto nos influyen las tradiciones aunque insistamos en rebelarnos?”, se pregunta María, que entra a la mediana edad separada y sin hijos, con poco trabajo pero sin pensar en la jubilación porque la espera una herencia.

“No puedo dejar huella porque no nací para eso y tampoco aspiro a hacerlo. La idea de estar sola me azota, me desespera. Busco amor de manera compulsiva para tener algo de excitación, de entusiasmo: un motivo. Y cuando mis relaciones de pareja se acomodan y van de lujo, les pongo bombas porque no puedo lidiar con el hecho de que, en el fondo, en mi vida no pasa nada”, se expone en sus vaivenes emocionales, mientras decide irse a vivir al campo y organiza una redentora reunión con amigos, cierto remanso ante el autocastigo en el que suele caer. “Me armé y desarmé haciéndome cargo de lo que soy”, dice María, finalmente, asumiendo que el relato de una vida nunca es una biografía, sino más bien entra en el terreno de una novela. Como dice el epígrafe de Julián Barnes: nuestros recuerdos son sólo otro artificio.