En su libro La noche del oráculo, Paul Auster cuenta la historia de un escritor que escribe un largo poema sobre la muerte de un niño. El poema tiene mucho éxito. Algunos años más tarde, su hija de cinco años se muere ahogada en el último día de unas vacaciones. El escritor está convencido de que la culpa de la tragedia la tiene el poema y se obliga a no escribir nunca más. Dice que la palabra tiene un poder que pone en peligro al mundo. Esa pequeña historia –en un libro que se compone de montones de historias- me hizo pensar en la Ciencia Ficción. Es sabido que muchos de los adelantos tecnológicos han existido antes en la literatura. Viajes en el espacio o en lo profundo del mar, robots capaces de cualquier actividad humana, incluso la muy moderna Inteligencia Artificial. Todo eso lo hemos visto antes en el arte que en la realidad fáctica de nuestras vidas. Pero, así como la esperanza en el progreso se hizo pedazos cuando los inventos se usaron para masacrar con más eficiencia, la literatura se ocupó cada vez menos de inventar mundos mejorados por la ciencia y la tecnología, y más de mundos hechos pedazos. Las famosas distopías. Ciencia ficción parece ser incluso sinónimo de distopía. Hace pocos días vi un flyer que promocionaba un taller de literatura de Ciencia Ficción preguntando “¿Querés aprender a crear distopías?”

La historia del escritor que teme escribir desgracias por miedo a que se produzcan me hizo pensar en la Ciencia Ficción porque, si la palabra tiene tanto poder, ¿por qué no inventar utopías en vez de distopías? Supongo que la verosimilitud demanda inventar un mundo que se ha ido definitivamente al garete, porque es evidente que el mundo se está yendo al garete. No son historias muy difíciles de producir, con sólo tirar un poquito de la soga se pueden crear, casi sin esfuerzo intelectual, territorios devastados. No hay que ser muy creativo para inventar un mundo sin agua, con un aire irrespirable y una sociedad completamente deshumanizada. Mirar los noticieros un día proporciona el material necesario para escribir una saga completa. Margaret Atwood con gran honestidad intelectual dice: “Yo no hago Ciencia Ficción. No quiero que la gente se confunda; estas historias ocurren en nuestro planeta, sólo que en otro tiempo, en el futuro”.

Pronosticar el fin del mundo no es nada nuevo. Para relato distópico podemos remitirnos al Apocalipsis de la Biblia. O las chinches que le agarran a Dios cada vez que su criatura no actúa como él espera: diluvio universal, bolas de fuego, ríos convertidos en sangre, plagas y un largo etcétera. Tampoco es muy weird (raro) ni nuevo escribir historias de fantasmas, de terror, ni tampoco hacer fusiones entre el “realismo” y lo gótico. Insisto: mirar con un poco de atención el entorno en el que vivimos deja bien claro que no es ninguna literatura “extraña”, ni nueva ni antigua. Es apenas un realismo descarnado.

Me pregunto qué pasaría, si escribiéramos (o hiciéramos películas) realmente raras. Qué pasaría si creáramos mundos que no podemos suponer desde nuestra realidad cotidiana. Úrsula K. Leguin escribió un libro en el que la propiedad privada no existe. No existe ni siquiera una palabra para nombrarla. No hay “mío”. Ni siquiera “nuestro” porque la idea de poseer algo está fuera del mundo conceptual de esa civilización. Eso es de verdad raro. Más extraño incluso que su muy conocida obra La mano izquierda de la oscuridad, en el que los seres de ese planeta cambian de género según la situación.

Pero Úrsula es minoría. La mayor parte de la Ciencia Ficción actual, como dijimos, es distópica. Una imaginación de tiro muy corto, pero de mucha salida comercial. A pesar de que varios de sus autores se lamenten de ocupar un lugar marginal, lo cierto es que está bastante de moda. El regodeo con el No Future (pero sin camperas de cuero ni alfileres de gancho en la piel ni pelos parados con barniz) es un gesto snob que se ve en unxs cuantos autorxs contemporáneos.

Sería lindo que los esfuerzos creativos de lxs artistas que se dedican a la Ciencia Ficción fueran menos un glamour apocalíptico y más un desafío para la imaginación. Menos mundos humeantes en los que no quedan rastros de la vida humana, y más sociedades increíbles en las que una Guardia Ambiental, por ejemplo, se dedica a limpiar ríos y mares con un polvo como el que inventó ese chico peruano que está descontaminando pedacitos del Lago Titicaca. O la historia de una Guerrilla que obliga a las grandes empresas que han destruido el mundo a poner todas sus ganancias al servicio de arreglar sus desastres. O un relato en el que, hartas de la explotación, las clases trabajadoras en un éxodo gigantesco abandonan a los dueños del capital y crean un territorio liberado en el que prima el cooperativismo.

Una de las cosas más interesantes de la Ciencia Ficción es que crea un mundo hasta en sus más mínimos detalles. Por eso, una buena obra, lleva mucho tiempo porque la historia que se imagina debe funcionar en un mundo que no quiebre la verosimilitud en ningún momento. Así, cuando lxs grandes escritorxs del género inventan avances tecnológicos con materiales que aún no existen crean máquinas tan perfectas que lxs científicxs sólo tienen que encontrar el modo de que esos materiales existan, porque los planos ya están hechos en esas novelas. Así, podríamos imaginar mundos hermosos aunque los materiales para crearlos todavía no existan en nuestras realidades.

Gioconda Belli, la escritora nicaragüense, publicó hace ya casi treinta años Waslala. En este libro Melisandra, la protagonista, se lanza a la búsqueda de un lugar que, según cuentan, fue creado por poetas y en el que se vive en plena colaboración, sin violencia, construyendo lazos sociales sobre la base del respeto del prójimo. Una utopía que todos buscan, pero que nadie encuentra. En un mundo lleno de contrabandistas que generan guerras interminables para poder seguir vendiendo armas, el viaje de esta mujer joven, se convierte en la esperanza de todo un pueblo que aguanta la vida difícil soñando con que alguien encuentre Waslala y vuelva para llevarlos a todos. Porque la Utopía implica siempre una Isotopía, es decir un viaje y una búsqueda. Y, aunque la Utopía siga en ese horizonte que nunca se alcanza, el viaje y la búsqueda, en el esfuerzo por soñarla, van delineando un acuerdo acerca de cómo queremos vivir.

 

Ojalá seamos muchos los que, además de reflejar nuestro mundo hostil, podamos imaginar lo que no existe. Porque para qué otra cosa es el arte sino para hacer presente lo que no hay. Para qué se hacen revoluciones sino para que vivamos en un mundo que sólo existe en nuestros planes. Y para qué se hacen los planes sino para que en el viaje hacia la Utopía vayamos habitando pedacitos de ese mundo ideal.