Silvia es diseñadora gráfica y su ex marido, abogado. Todavía tienen la casa en la que vivieron juntos durante años, en un country de Hudson. Cuando se separaron, antes de la pandemia, cada uno alquiló un departamento más chico. Ella se mudó al centro de La Plata, él a Buenos Aires. Intentaron vender la propiedad. No ocurrió. Luego, optaron por ofrecerla en alquiler, “para no tenerla vacía”. El alquiler que cobraban, mitad cada uno, los ayudaba a afrontar sus respectivos alquileres frente a la caída del poder adquisitivo de sus honorarios profesionales. Hasta que, a fin de año, con la entrada en vigencia del DNU que derogó la ley de alquileres, a ella le tocó renovar su contrato, con un incremento del 150 por ciento.
“Cuando intenté aumentar el alquiler de mi casa más o menos en la misma proporción, los inquilinos se fueron porque no podían pagarlo. La volvimos a publicar, pero no hubo interesados. La casa entra en su tercer mes vacía, con expensas de casi 200 mil pesos. O pago mi alquiler o pago las expensas, las dos cosas no puedo”, explica Silvia con visible angustia.Agrega que no quiere volver a vivir a esa casa, que corresponde a una etapa pasada de su vida, y que su ex marido tendría tanto derecho a hacerlo como ella. “Él está un poco mejor que yo económicamente, pero no le sobra nada”. Finalmente, agrega que "nunca me imaginé pasar por esta situación. Encima me recetaron ansiolíticos. No son baratos".
Buenos Aires/12 recogió ése y otra serie de testimonios de gente que hasta hace muy poco pertenecía a distintas franjas de la extensa clase media conurbanense y hoy tiene, además de problemas económicos, una crisis de identidad: no sabe en qué lugar de la pirámide social quedó, a partir de esta nueva realidad compuesta de devaluación, ajuste y sueldos y jubilaciones retrasados.
Ana es profesional de la salud mental. Vivió toda su vida en San Isidro. Se la nota incómoda al hablar de plata, como si el tema fuera tabú para ella, pero necesita ponerle palabras a su angustia.
“Entre mi sueldo en una institución y el consultorio privado, sumo cerca de un millón de pesos por mes. Mi gasto más grande es la cuota de la prepaga, que son casi 200 mil pesos. Si el mes que viene se va a 300, sé que voy a tener que dejar de pagarla. Porque, además, los pacientes empiezan a espaciar las sesiones”, explica.
Ana le compra, a medias con su hermano, los remedios a su madre jubilada, y se consuela pensando que podría ser peor, porque sus hijos son grandes y no dependen de ella, aunque los ayuda cuando puede. “No sé dónde voy a atenderme si me quedo sin prepaga justo a esta edad”, dice con la voz quebrada.
Quien cuenta no quiere dar ni su inicial, por temor a ser identificado. Es padre de dos hijos que concurren a una escuela privada tradicional de la localidad de San Miguel, que se podría considerar de clase media acomodada: la cuota de 2023 terminó en 110 mil pesos, con un 20 por ciento menos sobre el segundo estudiante, la famosa beca familiar.
“En todos estos años se respetó el acuerdo de que el grupo de Whatsapp de padres y madres era estrictamente para cuestiones escolares: la tarea, quién se olvidó la campera, juntar la plata para los cumpleaños. Pero durante las vacaciones empezaron a aparecer otro tipo de mensajes. Primero alguien ofreció una bicicleta usada en venta. Unos días más tarde, otro publicó una tablet. Y un tercero con otra bicicleta. El discurso era el de no lo uso, el desapego y sacarse de encima lo viejo. Y en pocas semanas, todos estaban tratando de vender algo, ropa de marca, electrónica, lo que fuera”.
Después de un ronda de consultas individuales y con mucho tacto, la fuente logró que varias familias le confesaran su angustia y su necesidad urgente de dinero fresco. “Entonces armamos, de manera colaborativa, una página de Facebook Market, al menos para dejar de vendernos cosas entre nosotros, que era bastante triste, y buscar compradores afuera. Pero en el chat, seguimos fingiendo demencia”.
Y agrega un dato clave, que le quita el sueño. “Todavía no llegó la primera cuota del colegio. Nadie sabe de cuánto va a ser”.
Pablo estudió Letras en la UBA. Nunca pudo terminar la licenciatura, pero como además siempre fue un lector compulsivo, tenía con qué dar clases en algunos secundarios de la zona sur (Adrogué, Lomas, Banfield, Brown) y preparar alumnos particulares. Alternaba eso con trabajos administrativos. El último fue en una comercializadora de seguros.
“Las dos cosas se fueron apagando gradualmente, de a poco, desde mediados del año pasado”, explica. “Entonces agarré la bici por primera vez, porque me faltaban unos mangos para pagar Movistar”. Agarré la bici es un eufemismo: significa que se convirtió en repartidor de Pedidos Ya.
De a poco, empezó a “meter más pedidos y menos clases, porque no había otra cosa”. Ajustando un poco más su economía doméstica, ya precaria, lograba sobrevivir. Pero al tiempo apareció un problema adicional. Pablo tiene treinta y largos, casi cuarenta, y nunca fue deportista. “El cuerpo te pasa factura. Al principio eran sólo dolores musculares. Estiraba mucho las piernas, tomaba analgésicos y seguía. Pero esto es distinto”.
Un día sintió un dolor punzante en los testículos, que literalmente lo paralizó. Al día siguiente volvió y se hizo más prolongado. A la tercera vez, preocupado, concurrió a una guardia. “Me mandaron a hacerme estudios y volver al médico con los resultados. No tengo diagnóstico, pero me dijeron que es común entre gente que pedalea muchas horas, sobre todo en ciclistas de élite. Ahora tengo que hacer reposo, pero no sé de qué voy a vivir”, concluye.
No se habla de política
Ninguno de ellos habla de política ni menciona al presidente en su relato. Ante la pregunta del cronista, sobre las expectativas de mediano plazo, sólo Ana se aferra a una pequeña esperanza, “dicen que antes de fin de año mejora, ojalá sea así”.
En cambio Silvia, la dueña de la casa en el country, sostiene que “eso de sufrir ahora para que todo mejore en el futuro es engañoso, no hay relación causal entre una cosa y la otra”. Confiesa que discutió con su ex marido, que a pesar de sus advertencias votó a Milei para expresar su desencanto con el gobierno anterior.
Pablo, el repartidor, confiesa apesadumbrado que el año pasado no fue a votar en ninguno de los tres turnos electorales, por una mezcla de tristeza y escepticismo. Y el padre de escuela privada dice que él no votó a Milei, “pero la mayoría de los padres del grupo sí y están como en shock, no logran reaccionar”.