"Este libro no sirve. Hay que destruirlo" fue la frase que el escritor Gabriel García Márquez había dicho a sus hijos sobre la novela que escribía mientras una patología senil le producía pérdida de memoria y lagunas mentales. Se refería por entonces a la novela hoy titulada En agosto nos vemos, que lo acompañó en sus últimos meses de vida y que hoy se edita de manera póstuma, con anuencia de los hijos del escritor, confiados en que si los lectores celebran esta nueva publicación ellos recibirán, por fin, el perdón paterno.

Esta edición de Sudamericana está al cuidado de Cristóbal Pera, el editor de las memorias de García Márquez Vivir para contarla y Memoria de mis putas tristes. Desde la forma de organización del libro se propone una entrada posible o un recorrido dirigido para el lector: primero pasar por las páginas del prólogo de Rodrigo y Gonzalo García Barcha, atravesar ese umbral necesario y, luego, salir de esa experiencia cargado de una responsabilidad más necesaria que indulgente frente a los restos literarios del reconocido y premiado autor colombiano, nacido en Aracataca en 1927 y fallecido hace diez años, el 17 de abril de 2014.

En el prólogo, los García Barcha sostienen que la novela es “fruto de un último esfuerzo (de Gabo) por seguir creando contra viento y marea”, y agregan que en el texto pueden encontrase baches y pequeñas contradicciones porque fue escrito sin esa labor de pulido tan propia del autor y en condiciones materiales muy diferentes a las de sus otras obras.

La historia de En agosto nos vemos se inicia en una típica isla, en la que la vulnerabilidad económica de la población autóctona contrasta con los turistas del sector de playas y hoteles. Ana Magdalena Bach es la protagonista, una mujer casada, de 46 años, que abandonó la carrera (ya avanzada) de Artes y Letras para contraer matrimonio. Tres días antes de morir, su madre había pedido ser enterrada en la isla que Ana visita todos los agostos para dejar un ramo de gladiolos en la tumba. Al comienzo, a Ana se la muestra leyendo un clásico, una novela de juventud: Drácula de Bram Stoker. Al ver el corpus de lectura de la protagonista que crece con clásicos cortos: El lazarillo de Tormes, El viejo y el mar, El extranjero y la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, nos damos cuenta de que esos libros son más típicos de una lectura en formación que de una lectora voraz de 46 años como es anunciada. Esta información que se va colando para caracterizar al personaje es una clara marca que impone una diferencia entre esta novela y los libros más célebres de García Márquez. Por lo general, las referencias culturales en sus libros ficcionales son más difusas, poco conocidas o menos convencionales, menos precisas, que, como es de prever, en los cinco tomos de obras periodísticas que tienen otro registro, otro destino y otro interés. 

El proceso de En agosto nos vemos, dicen los hijos en el prólogo, “fue una carrera entre el perfeccionismo del artista y el desvanecimiento de sus facultades mentales”. Esto último es muy evidente en la construcción de la trama y los personajes. La escritura podría pensarse como esa que se lee en una primera versión o un borrador de un escritor novato, llena de palabras repetidas, estructuras calcadas, un fraseo simple que entregan la imagen de lugares comunes. En cuanto a los personajes, si bien se los hace participar en acciones, quedan sujetos al plano descriptivo y contribuyen a la inconsistencia de la historia que cualquier lector atento descubrirá. Por ejemplo, los dilemas de clase social que tiene la protagonista, una maestra con bajo sueldo, quedan meramente enunciados, dejando trabas en la secuencia narrativa.

En el viaje a la isla, Ana, la protagonista, conoce a un hombre (al primer amante de una serie) y junto con él inician una escena sexual en el cuarto del hotel. Allí, se dice, que ella busca con los dedos “el animal en reposo” que encuentra “desalentado pero vivo”. Por momentos estas expresiones podrían remitir al clima del sexo en la vejez que se lee en El amor en los tiempos del cólera, pero como señalan sus hijos en el prólogo, esa memoria de sutilezas propias de aquella novela aquí desaparece, y esas descripciones quedan como una pieza suelta de un rompecabezas que no termina de armarse.

Volviendo a la escena sexual, sucede un hecho que descoloca a la protagonista y no impacta en el correr de la historia. Queda ahí, como un vestigio más, como esa ropa doblada sobre la silla, que ella se había sacado la noche anterior frente al amante, que se retira como un fantasma que antes de desmaterializarse le paga el buen momento con un billete de veinte dólares. Y lo coloca donde ella va a ir a mirar, entre las páginas del libro que lee.

Al terminar el primer capítulo sabemos que hay una historia, con una trama interesante y una promesa que empuja a seguir leyendo. Su esposo es un hombre corpulento, deportivo y de “una belleza fácil” y luego de unas páginas de verlo en acción nos enteramos de que se llama Doménico Amarís. Con él tiene sexo todos los días: en la cama a la noche o en la ducha en las mañanas, salvo, explica el narrador, como si hubiese sido poseído por el espíritu de un cantautor de letras ridículas por pretenciosas, en “las treguas sagradas de las reglas y los partos”. El matrimonio tiene una hija que se llama Micaela como la abuela enterrada en la isla. En la composición de Doménico Amarís y Ana Magdalena Bach no queda nada de aquella pareja compuesta por Florentino Ariza y Fermina Daza de El amor en los tiempos del cólera, salvo que son personas mayores con las desventuras del amor encima.

Ahora bien, esta mujer adulta y casada tiene una relación sexual pasajera cuando va a visitar la tumba de su madre, lo que nos enfrente a la dupla Eros y tánatos, que siempre es una buena combinación para tensar la cuerda y crear armonía.  Al final de la primera parte hay una certeza: ella no volverá a ser la misma. Lo aclara el narrador. Ana era una mujer acostumbrada a la rutina que decide cambiar a partir de ese encuentro amoroso.

La novela avanza con agostos renovados y amantes de distintas estirpes, bríos y delicadezas y con un esposo que empieza a sospechar sobre lo que ocurre durante esas noches en la isla. Por eso se muestra apático, “inapetente y perturbado”, como dice el narrador, que, como proponen los prologuistas, tiene características de las personas avanzadas en edad, las que a veces dan pistas de lucidez y en la mayoría de los casos terminan por hundirse en el silencio y la oscuridad absoluta. En otros casos, el narrador desconoce a su entorno y repone a personajes ya anunciados.

En una “nota” al final de “la novela” el editor Cristóbal Pera saca a luz algunas cuestiones de la génesis del relato. Cuenta que García Márquez en 1999 había anunciado cinco relatos autónomos con la misma protagonista: Ana Magdalena Bach y un tema que retoma “el amor entre gente mayor”.

Con todo, en un momento de lucidez, Gabriel García Márquez pidió que no se publicara esta novela. “Hay que destruirla” sentenció y su voz se hizo oír entre sus hijos quienes finalmente decidieron desatender los deseos del autor. Lo cierto que hubiera bastado con guardar los originales -algunos se reproducen al final del libro- para que los estudiosos de la obra del escritor colombiano pudieran acceder a ese material, que resulta más archivístico que literario.

Como una acción más cercana a la profanación que al relanzamiento de un autor de la talla de García Márquez, esta novela que hoy se presenta como un suceso editorial y un acontecimiento literario, es menos una promesa de revisitar los dones del maestro de la literatura universal que un encuentro con ese aire que rodea a la muerte cercana y está lleno de pesadumbre, oscuridad, desconcierto y fundido a negro. A veces frente a los ruidos ajenos, el silencio es grato y de eso se trata el descanso. Pero la criatura no siempre devora al creador y puede ser preferible que el lector ya no tenga quien le escriba.