Vivimos en una sociedad enferma. Un clima de escepticismo generalizado, un declinar de nuestras fuerzas vitales, de las ganas de vivir.

Estamos cansados de nosotros mismos. Consumimos narcóticos para hacer soportable la vida, o para obtener un placer al que no podemos acceder de otro modo. ¿Cuándo las cosas empezaron a andar mal? Los problemas comenzaron, nos dirá Nietzsche, en el origen de nuestra civilización, hasta llegar a lo que él llamaba La Gran Depresión de la civilización occidental.

Para Nietzsche hubo un pueblo, el pueblo de la Grecia Antigua, el pueblo pre-socrático, que era fuerte, con una voluntad robusta, apasionado con la vida. Un pueblo heroico, que se mezclaba con sus Dioses, con sus delirios. Nietzsche, para pensar, entre otras cosas, en la vitalidad o enfermedad de un pueblo, crea el concepto de voluntad de poder. Según ella, los pueblos, más que nada cuando son nobles, crean valores, quieren conquistar nuevos territorios vitales, quieren esculpir la vida y darle su forma. Son pueblos de artistas. No se sienten culpables por ser fuertes o por dominar su entorno. Para ellos la vida no está regida por una religión que la juzga. Los pueblos nobles, para crear nuevos valores, saben que tienen que destruir los existentes. Ocurre lo propio, nos dice Nietzsche, con las religiones: para crear un santuario, hay que destruir otro. Los pueblos nobles, cuando quieren luchar por otro mundo -porque se consideran dueños de su destino- tienen que destruir el mundo presente y a quienes lo custodian.

Los problemas, dirá Nietzsche, comenzaron con Sócrates, para después continuar con el cristianismo, que introdujo la moral del resentimiento y la culpa, enfermando la voluntad de poder. Logró, a través de un proceso largo y silencioso, hacer que el noble se sintiera culpable de ser lo que era: un conquistador, un destructor y creador de valores. Sentirse culpable de la agresividad que necesitaba para lograrlo, de querer conquistar mundos, de querer.

El cristianismo va a separar lo que es el hombre de lo que puede. Separará a la acción de su agente. El hombre noble puede elegir serlo o no. Al ser libre para decidir sus acciones, será responsable de lo que elige, de lo que hace: de querer darle forma al mundo, de conquistar nuevos territorios, de hacer, en síntesis, todo lo que le corresponde a Dios. Porque el hombre vino al mundo para expiar un pecado, y por lo tanto, debe pedirle permiso a Dios para vivir. No puede tener una vida plena. La vida plena está puesta en el más allá. Se tratará de justificar la vida, de juzgarla según una instancia que la trasciende. Así languidece la vitalidad de un pueblo, a diferencia de lo que decía Nietzsche, con su frase “sea el hombre el sentido de la tierra”.

De este modo, el hombre fuerte, el artista de su tiempo, el que piensa intempestivamente -en contra de su tiempo- se sentirá culpable de pensar y de sentir lo que siente: de esa furia, esa pulsión agresiva, esa rebeldía, esa fortaleza. Ese hombre tenía una moral activa, afirmativa, que con la culpa judeo-cristiana será desplazada por una moral reactiva. Toda su agresividad frente al entorno, se volverá contra sí mismo, al no poder dirigirla o expresarla, como le ocurre a un pájaro que, al intentar volar, se choca contra los barrotes de la jaula en la que está preso. Eso ocurre con muchas civilizaciones, cuando domestican al hombre, cuando lo separan de sus instintos.

El cristianismo impondrá el ideal ascético, la castidad. El sacerdote conducirá a su rebaño, lo hará sentir culpable primero -enfermarlo- para después ofrecerle la cura, a través de la confesión y la compasión.

Con Sócrates aparece la des-sensualización de la vida. En busca de la verdad, Sócrates sacrifica los sentidos, que pueden, para él, conducir al error. Por el contrario, lo que habrá que buscar, nos dice, es la idea que hay detrás de la apariencia, la esencia de las cosas, de la vida. Esta idea marcará un rumbo para el pensamiento occidental, y en la modernidad cimentará el racionalismo cartesiano, y la ciencia moderna. Lo que buscará esta ciencia es la verdad, la certeza, que reemplaza a Dios por la Razón. Muy diferente será esta idea con lo que postulaba Nietzsche, en la Gaya Ciencia, reivindicando una ciencia jovial, danzante, combinando pensamiento y arte, apostando a los sentidos, porque la propia vida sólo se justifica, según él, como un fenómeno estético.

Nietzsche quería apostar todos los dados a la vida, a esta vida, y no sacrificarla en pos de ningún tipo de verdad que la trascienda. Con la muerte de Dios se daba la gran oportunidad de que el hombre tomara las riendas de su vida, y recuperara la vitalidad. Nietzsche veía a los pueblos europeos, cansados, deprimidos, consumiendo narcóticos para tolerar la vida. Pueblos faltos de energía, refugiados en los hábitos, en rutinas aplastantes. Pueblos miedosos, que tenían miedo a lo desconocido. Pueblos que hacían todo lo posible por conjurar el dolor, cuando es el dolor lo que fortalece a un pueblo, haciéndolo crecer.

Nietzsche quedó catalogado en la historia como un nihilista. Pero, por el contrario, fue el pensador que más virulentamente atacó al nihilismo. El sacerdote, durante el cristianismo, con su ideal ascético, produjo la des-libidinización. Atacó y enfermó la voluntad de poder. Logró que el hombre dejara de creer en sí mismo. Más tarde, con la muerte de Dios, se había impuesto el escepticismo. Occidente quedó frente a un vacío de sentidos, ya sin poder creer en nada. Nietzsche habló de la voluntad de nada. El hombre, va a decir, prefiere creer en la nada antes de no creer en nada, esa es la razón por la que se extiende el nihilismo. Lo propio ocurrirá después cuando con la ciencia moderna se sacrifican las pasiones, los instintos, los sentidos del hombre por la búsqueda de la verdad.

El nihilismo está en la base de la gran depresión que se ha extendido por Occidente. Para poder salir de este atolladero hay que radicalizar al máximo nuestra apuesta por la vida (es decir, llegar a nuestras raíces civilizatorias). Necesitamos entrar en contacto, contagiarnos de aquellos pueblos fuertes, la Bestia Rubia, el pueblo presocrático, alimentado con Dioses como Dionisio -ese Dios de la embriaguez, de la metamorfosis, de la locura-. Hoy más que nunca, estando al borde de la destrucción total, necesitamos forjar un sujeto que tenga el poder de frenarla. Tal vez no sea un super-hombre, una super-mujer, un super-pueblo. Aunque nadie sabe hasta dónde puede llegar un sujeto sin culpa.

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