Parte de la sabiduría criolla sobre el rock inglés deviene de la argentinización de términos. O devenía, pensado mejor, cuando aquella lengua no era cosa tan popular. O al menos no tanto como aquel rock que había impregnado fuerte en quienes no manejaban su idioma de origen. La cuestión era tener sangre en las venas y la sensibilidad necesaria como para dejarse llevar por esas músicas maravillosas. Y no era menor la data extra en este trance, por supuesto. Clave entonces resultaba saber qué decían las letras, los nombres de los temas, o de los discos. Hay toda una generación para la que Atom Heart Mother, de Pink Floyd, se dice Madre Atómica. Thick as a brick, de Jethro Tull, Grueso como un ladrillo. O “Stairway to Heaven”, de Led Zeppelin, “Escalera al cielo”. E incluso traducciones bizarras, caso “Helter Skelter”, gema Beatle cuya traducción en la edición argentina del Álbum Blanco, daba “¡A troche y moche!”. Bien, a este orden de cosas de la lengua pertenece un disco de King Crimson cuyo nombre en castellano atrapa e interpela como pocos: Biblia Negra, y sin Estrellas.

Tremendo. A priori, sugiere un texto sagrado y demoníaco, totalmente encapotado. Después, se supo que la frase -que "traducida al inglés" da Starless and Bible Black- es una cita de Bajo el bosque lácteo (Under Milk Wood), libro de Dylan Thomas. Pero para el rockero criollo tipo y contemporáneo al disco (que el 29 de marzo cumple 50 años), el misterio solo podía revelarse escuchándolo, rito previo incluido que consistían en cinco pasos: A) tomar el sobre del vinilo; B) sobrevolar de reojo esa tapa feíta; C) extraer el disco; D) ubicarlo en la bandeja; y E) dejar que la púa destrabara el enigma.

Los temas eran ocho. Seis que poblaban el Lado A. Y dos, el B. Varios de ellos eran tomas en vivo de conciertos que King Crimson había dado entre octubre y noviembre de 1973 en Glasgow, Ámsterdam y Zúrich, a los que se le había quitado aplausos y ruido ambiente (se puede acceder a las versiones originales en The Night Watch, disco en vivo publicado recién en 1998). Había, en cambio, un restito que se grabó en los “Air Studios” de Londres, en enero de 1974, dos meses antes de la su publicación, más o menos para cuando Premiata Forneria Marconi, coloso progresivo italiano, daba luz a otra gema del palo (L'Isola de Niente) y la astronave Mariner 10 sobrevolaba vez primera Mercurio.

El primer entresijo de esta obra maestra de Robert Fripp y los suyos, era entonces su carácter híbrido “vivo-estudio”. La estrategia era intrépida, habida cuenta que “La picadora de carne”, tema postrero del Lado 1, se interrumpe raudamente, porque su duración excede las posibilidades del soporte. También es audaz el sonido del tema epónimo, que inaugura la otra cara, y conecta directamente con la impronta de su nombre por sombrío, abrumador, disonante. Difícil de digerir, en sintonía con el aserto de John Wetton, cantante y bajista: “King Crimson es una energía aterradora”. Data clave: el tema no tiene letra. El solo peso semántico de su nombre, más la viscosidad musical que lo acompaña, sobra para entrar en clima.

Un clima calmo, dada la estabilidad de la formación carmesí. La única variación en una banda que se destacaba por lo contrario, había sido la huida y reclusión del percusionista Jamie Muir en un monasterio budista, que no hizo más que recargar aún más al baterista Bill Bruford. El resto era el mismo elenco que había grabado el lacerante Lenguas de alondra en gelatina (Larks' Tongues in Aspic): además de Wetton y Bruford, David Cross en violín, y el sempiterno Fripp, en todas las cosas que hacía, más allá de componer y tocar guitarras.

Además de las esbozadas, esta singular biblia pagana cobija seis piezas de altísimo voltaje sensorial, que lo han convertido no solo en un trabajo emblemático dentro de la década que lo alberga, sino también de toda la historia del rock, porque es fiel reflejo del “modo de hacer las cosas” con que Fripp definía su proyecto. Un modo críptico, pero que podía a su vez encauzar el caos en piezas como “El gran impostor” -los temas se dirán ens castellano para no perder el hilo inicial-, donde la galaxia explota de entrada, y las esquirlas caen luego en el solo de guitarra de Fripp en el moñito en 12 por 8 que prosigue: “Lamento”. El lado 1 prosigue en aquel instrumental de ensueño llamado “Te haremos saber”. Y deriva en una tríada que amerita escucharse en suite, vinito en mano. La que integran “La noche vigila” –balada inspirada en "La ronda de la noche", obra de Rembrandt-, la mansa y bella “Trío” –donde Fripp hacer sonar la flauta como un mellotrón- y la aludida “Picadora de carne”. Hay aquí un pincel que abarca una amplia paleta musical: esa cosa pastoral, que amaina furias; esa otra cosa improvisada, que solía tener en Bruford a su piloto de tormentas, y esa cosa punzante que Fripp creaba en sus guitarras.

Pero el carácter de obra maestra deviene con más nitidez de “Ruptura”, gema que desnuda una de las mejores versiones del Crimson de todos los tiempos. Porque es dramática y atrevida. Porque el laburo individual y grupal se torna indivisible. Y porque la complejidad de las guitarras no impide apreciar su riqueza riffera.

El mensaje cantado recala en tanto en el “Gran Impostor”, cuyo protagonista es un consumista retratado por Richard James-Palmer, ex Supertramp, que se había convertido en el quinto Crimson. Los otros dos que algo dicen más allá de la música son “Lamento”, y el pictórico “La noche vigila”. El primero, sustentado en la caída en desgracias de un guitar hero tipo. El otro, en lo que quiso expresar Rembrandt en el siglo XVII.

En la Argentina, el sexto disco de King Crimson fue elegido en la revista Pelo como segundo mejor del año, detrás de Vendiendo Inglaterra por una libra de Génesis (cuyo nombre mal traducido figura en castellano en el listado). La encuesta fue la de 1975, dado que ambos tardaron un año en llegar. Lo votaron, entro otros, Miguel Ángel Erausquín y Alejandro de Michele, de Pastoral; y Alex Zucker y Gustavo Moretto, de Alas. Toda una pintura de época.