Tarde, en una caravana de hechiceros, se vislumbraba una nueva advertencia hacia las esferas de un poder cuestionable y arbitrario. Alrededor de la polvorienta troupe se erigían álamos ambarinos con sus ramas flotando sobre un cielo celeste. Estallaban a lo lejos, en las recónditas y secretas cuevas ancestrales, los gemidos de los aliados sagrados con sus cantos imperecederos. El camino se abría como un río fluyendo hacia un océano insondable.

El pueblo que anidaba espantos ya no creía en nada. El otro pueblo aun esperaba señales de libertad y bonanzas. El otro pueblo se relamía en sus riquezas aumentadas. El otro pueblo se revolcaba en la miseria de sus vidas marginales. Todas y todos representaban al pueblo. El pueblo entendido como las personas que habitan en una determinada región del planeta y comparten la vida cotidiana y sus avatares.

La caravana no se detenía. En sus augurios profetizaban acerca de una nueva energía que pueda proveer una integridad hacia las personas que existen sin ser detectadas por el sistema. Ese sistema que deglute las individualidades.

El mundo parecía, como siempre, un campo de batalla. El barrio parece un campo minado por secuaces disfrazados de indigentes paranoicos. Las guerras acometen con sus políticas el devenir de próximos desastres naturales, humanos y económicos. La cruz, que alguna vez alimentó una chance de iluminar el alma de los seres humanos, hoy solo es un amuleto que oxida su identidad en rezos monótonos y enrarecidos por divergencias ideológicas.

Es tan efímera la existencia en la tierra, que acunar sollozos durante ese tiempo vivido, solo redundará en una trágica comprensión de lo que significaría disfrutar de los placeres que nos rodean. No hablo de aquellos placeres monitoreados y dirigidos, me refiero a los pequeños actos sencillos que adornan nuestra cotidianeidad con sus destellos poéticos.

La caravana tendría que atravesar lugares peligrosos, donde la codicia, el fanatismo, la estigmatización, la pérdida del reconocimiento íntimo, atentaran contra su destino. Un destino que no será nunca una incógnita. Será lo que busquemos. Lo que ansiemos. Hacia donde nos proyectemos. Adueñarse del presente, luego de recorrer el pasado, con memoria y sutilezas, nos permitirá tener en claro el destino. Esa es nuestra orilla. Jamás cercenada. Una orilla propia. Jamás invadida. Donde nacerán siempre miradas afiladas y luminosas.

Osvaldo S. Marrochi