Eran noches largas y días eternos los de Gastón Aguirre en los más de dos años que estuvo sin jugar al fútbol. ¿Cómo aceptar y asimilar tres rupturas de ligamentos cruzados consecutivas? “Me preguntaba por qué me había tocado a mí algo que no veía le hubiese pasado a ningún jugador. Me lo sigo preguntando hasta el día de hoy”. Lo levantaban de la cama en cada amanecer un enorme amor propio y el pétreo convencimiento del regreso. Estaba seguro de que volvería a jugar. Quería al menos un partido más, despedirse en una cancha y no ser eyectado del fútbol por una lesión que parecía ensañarse con él. Fue entonces, en esa lucha sin descanso, que pensó en recurrir a una prótesis para volver a calzarse los botines.

“Estaba en un momento de locura, porque lo único que quería era jugar. Un partido aunque sea. Buscaba cualquier cosa para conseguirlo. Entonces encontré en internet una especie de rodillera que usan los esquiadores con lesiones severas. Empecé a ver cómo la podía conseguir, hasta me reuní con el ortopedista Adrián Peláez y empecé a hacer los cálculos para traerla del exterior”, recuerda el zaguero de Temperley en la confitería del club.

La forma de domar a esa rodilla encaprichada en rechazar una y otra vez los injertos de las operaciones era acorazarla. El sostén y la estabilidad que faltaban podían contrarrestarse con ese elemento de fibra de carbono y titanio, pero el problema radicaba precisamente en esos materiales. “Por la dureza no se puede usar algo así en el fútbol, aunque estaba dispuesto a ir a la AFA y a Agremiados para que me dejasen jugar al menos en un partido en la tercera categoría del fútbol argentino”. Comprender que sería muy difícil conseguir ese permiso y el costo de la rodillera lo hicieron finalmente desistir de la idea.

El dinero era otra cuestión importante, pero que no lo había detenido en la cruzada contra sus cruzados. En un momento complejo de San Lorenzo, institucional y deportivamente (el proceso que derivaría en la Promoción frente a Instituto), Tonga decidió rescindir su contrato y buscar contención en el Celeste, el club de su corazón. Dejó de lado un contrato con un grande para ir a un equipo de la tercera categoría sin cobrar un peso. Entonces asumió de forma particular el costo económico del último intento que estaba dispuesto a hacer: se puso en manos del doctor Jorge Batista para someterse una técnica que implicaba un trenzado de los ligamentos con injertos cadavéricos.

Desde entonces todo empezó a cambiar para mejor, aunque quedaba un último contratiempo. Cuando estaba cerca del regreso, a un mes de tener el alta médica, se rompieron los meniscos. Todavía quedaba lugar para una cicatriz más. El calvario de Aguirre se había iniciado con la ruptura del tendón de Aquiles de esa misma pierna derecha; al regreso de esa lesión jugó un par de partidos y enseguida la rodilla empezó con su endiablado recorrido.

Hasta que el 10 de diciembre de 2012, después de haber jugado solo dos partidos en 33 meses, el regreso que parecía imposible se hizo realidad. El contexto no podía ser peor. Era la última fecha del año de la Primera B Metropolitana y llovía con el misticismo de un diluvio bíblico. Temperley visitaba a Flandria y lo lógico era dejar pasar ese día, encarar la pretemporada y reaparecer después del receso. Pero Aguirre sintió que ese y no otro era día. “Entré para jugar el que pensaba iba a ser mi último partido, el que me iba a dar la posibilidad de retirarme adentro de una cancha. Ya no era una práctica, era un partido del ascenso, donde cada pelota que vas a trabar sos vos o soy yo, sin contemplaciones. Sabía que era así y dónde me metía. Pero la opción para volver a jugar era esa, en ese momento”.

Aquella tarde en Jáuregui, cuando creyó que jugaba por última vez, sintió que la rodilla estaba a la deriva. Sin firmeza, cada esfuerzo daba cuenta de una pierna que no encontraba sostén. Incluso escuchaba los ruidos internos que generaba. De todas maneras hubiese podido completar el partido si el árbitro Carlos Stoklas no lo hubiese expulsado en el segundo tiempo. Más tarde, en el vestuario, entendió que no quería dejar de sentir eso que había experimentado de nuevo, que si la rodilla lo dejaba estaba para seguir. Cuando le consultó al médico sobre la inestabilidad que había sentido, la respuesta fue que, si quería seguir, tendría que aprender a convivir con eso. 

En poco tiempo, sin ningún trabajo extra, la rodilla se afianzó. Al que iba a ser el último partido siguieron 145 más y dos ascensos. Las lesiones desaparecieron. Apenas algunos hematomas por golpes o pasajeros inconvenientes musculares. Tan inexplicable le había resultado todo lo que había tenido que transitar como la plenitud que siguió a continuación. Cinco años después del regreso improbable está otra vez en primera división. Sin embargo, pese a que la mayor parte de su carrera transcurrió en la máxima categoría, identifica en una escala menor su lugar de pertenencia: “Yo me considero un jugador del ascenso, porque me gusta ese marco de contención y familiaridad. Se comparte mucho desde lo humano. Si hay cinco kilos de carne, igual se hace un asado para 30 jugadores”.

Cuando Aguirre repasa su historial de lesiones, se detiene en una que tal vez le haya salvado la vida. Amante del rock, entre sus muchos tatuajes tiene uno de los Piojos en la mano izquierda. Es una de sus bandas preferidas, al igual que Callejeros. Tenía entradas para ir a Cromagnon el 30 de diciembre de 2004, pero una inesperada operación por una fractura lo retuvo en Rosario y no le permitió estar esa noche en el boliche de Once. El destino que pudo ser trágico, lo puso a resguardo.

Los recitales son una fiesta de la que no se priva cada vez que el calendario futbolístico se lo permite. Hace poco fue a ver a La Berisso y entre medio de la gente se puso a cantar y saltar con el torso desnudo. “No tiene nada de malo meterse en un pogo o tomar una cerveza”, sostiene distendido, con una carrera hecha. “Como lo chicos sueñan con conocer a un jugador, yo siendo futbolista tenía el deseo de juntarme con varios cantantes y lo pude hacer”.

La música era una compañía infaltable cuando el futuro con fútbol parecía una fantasía. Los parlantes no dejaron de sonar con la música elegida y esa rodilla indómita se volvió tan dócil como leal. Hoy no le concede ningún cuidado especial. Ni siquiera un poco de hielo o un fortalecimiento extra del cuádriceps. Nada. Próximo a cumplir 36 años, Gastón Aguirre asegura que después de cada partido le duele todo menos esa articulación que casi lo retira y lo hizo imaginarse adentro de la cancha con una armadura en la pierna derecha.