Lucrecia Lionti está buscando una palabra. “Pensaba en los artistas del arte povera que [en la posguerra, en Italia] hacían obras con cualquier porquería y cómo eso se difundió y terminó siendo diferente en cada país: en Brasil le dicen conceitual. En Francia, art esthétique. Y pensaba en las producciones argentinas re pobres siempre, que hacemos con cualquier cosa. Pero no tenemos una palabra para decirlo.” Eso dice Lionti, que nació en 1985, de una obra suya que tiene consigna: póvera argentino it’s real, de las que presenta en su última muestra, Si las flores están muertas, ¡renuncio! El título va así con signo exclamativo, como quien da un portazo: renuncio. Si no hay belleza, si se terminó el ideal, me voy. Parecen palabras para divorciarse de la industria del arte más que para invitar al público a una primera exhibición individual de magnitud en la ciudad de Buenos Aires después de muchos años de trabajo y buenos desempeños recientes (varias residencias internacionales y una obra que le compró el museo Reina Sofía entre lo más notable). Y esta historia sobre la porquería y el ideal tiene final feliz. Final, principio, medio, todo mezclado entre el textil, la pintura y el dibujo. “La muestra tiene cero pobre porque conseguí materiales muy buenos pero quise que conserven ese borde entre vagabundo y Dior.”

Aguja enhebrada, Lucrecia Lionti se sienta a coser. “Es tiempo que una ocupa pensando, porque mientras cosés recto a mano, pensás.” Y así derecho las cosas salen. “Atravesás un hilo que es una línea y queda prendido en lo que querés decir, más que un lápiz. Las telas son una circunstancia para mí ahora. Me da miedo caer en la bolsa de lo textil.” ¿Siempre que una chica agarra una aguja hay arte textil? ¿Y decir que el arte pobre argentino es real, más que el brasileño y el francés? “Medio incoherente pero haciendo de cuenta de que está clarísimo”. Incoherente y fuerte, como son a veces los sentimientos.

Los voy a manipular, cantaba Lady Gaga jugando a hacerse la mala. No voy a dejar que que mires mis cartas, que leas mi corazón. ¿Pero qué hace con la tristeza de la gente cercana alguien que no quiere manipular a nadie sino compartir canciones de amor? ¿Cómo te digo que vayas a una muestra si sé que estás desconsolado? La invitación a Si las flores están muertas..., que inauguró un día antes de las últimas elecciones y un día después de que la familia de Santiago Maldonado comunicara el reconocimiento del cadáver, estaba redactada con suma torpeza. “Es todo medio absurdo.” “Vengan, si quieren.” Torpeza, timidez: cualidades que inundan habitualmente las personas a las que algo les importa. Aunque algo de poker siempre hay, también. Porque si no te guardás algo, sigue Lady Gaga, no es divertido. Por lo menos en el amor. Un poquito de truco, de gambling: haceme señas para desconcertarme. Mostrame una carta y guardate otra. Dejame mudo: me quiero caer de la silla. Eso le dicen las voces que la acompañan a Lionti cuando se sienta a coser y dibujar todo mezclado. En su cabeza se apoltrona un público muy exigente, parecido al que imaginaba Wagner para los incómodos asientos del Bayreuth Festspielhaus. O todo con esa seriedad, al menos. Hacer una muestra, grabar una canción, filmar una escena para una película, son situaciones estresantes típicas. Cada una tiene su propio folclore de psicopatología. Uno se imagina los sentimientos que afloran durante un proceso largo lleno de frustración, bronca con los colaboradores, equipos que no llegan, paquetes de galletitas, perturbación emocional grupal, añoranza del hogar, etc., en todos los involucrados. Especialmente si se toman en serio lo que está pasando. Si les importa. Por eso es tan difícil invitar a alguien a ver una muestra en un texto de prensa. Por tomárselo todo muy en serio. Ni siquiera cuando habla en chiste hace chistes, Lucrecia Lionti.

Hablar con ángeles

Y para una muestra hacen falta, además de materiales, trabajo, transportes, dinero, espacio y tiempo, equilibrio: un nivel de albañil en el cerebro para que todo quede en pie. El cerebro humano es defectuoso y vulnerable al vicio, pero también responde con confianza a los sentimientos elaborados y raros. ¿Qué puede hacer una persona al darse cuenta de que está trabajando con emociones transpersonales líquidas? ¿Qué pensar del hilo y la aguja que tiene entre los dedos? Imagínense sacar el teléfono para mandar un mensaje de una línea: “ahí voy”, “esperame”, “ya llego”, y que el aparato sufra un milagro tal que sólo pueda enviar brillos dorados, triángulos, bordes de retazos de tela que se mueve al viento. El mensaje causaría sorpresa en el destinatario; el usuario del teléfono quedaría consternado también pero su intención de ir a ver a alguien seguiría igual de clara. Solo que no lo diría con palabras. Es como la canción de Eurythmics: debo estar hablando con un ángel, una multitud de ángeles que están jugando con mi corazón. Les presento a algunos: Kenneth Kemble. Feliciano Centurión. Juana Bignozzi. Son nombres irreconciliables, los de estos querubines que gracias a Lionti se hicieron amigos. Lo mismo pasa con los materiales que Lionti reúne para que verlos cortejarse mutuamente en complejas danzas, besarse a lo sumo, pero siempre con el respeto inocente de la torpeza en acción. La muestra es una secuencias de obras independientes unas de otras, apenas con un sonido de fondo que reverbera. “Es como un disco que tiene 8 canciones”, según dice. Todo bastante lento pero con sintetizador. Muchos arreglitos, inserciones, detalles como el fieltro amarillo que atraviesa el pentagrama rosa, la bijutería barata, el lápiz de color, el enchapado dorado, el pliegue, el papel, la arpillera.

Lionti además de romántica es ñoña por vocación, por trayectoria, por principios. Y por origen. Es, de los artistas argentinos de su edad, la émula de Hermione Granger, la sobreescolarizada almacenadora de información. De chica quería hacer la secundaria en una escuela prestigiosa pero reprobó el examen de inglés. Fracaso decisivo: fue morder el polvo. (“El inglés me trauma.”) Y entonces le tocaron la puerta otros dioses: el curso para la escuela de Bellas Artes que había sido su plan b lo aprobó con calificaciones extremadamente altas y felicitaciones sudorosas de los docentes. Ahí se definió su amor, la fórmula de la torpeza: mal inglés y grandes sueños.

Pentagrama con flores azules. Tela, hilo, fieltro, papel, acrílico, aros de metal.

La derrota de la escuela de arte

Su obra hasta hace poco era una sucesión de ironías sobre el sistema del arte en formatos como láminas y otros con ese típico surco argentino llamado, en su momento “escuelismo”. (Se ha dicho que el destino del arte argentino se reparte entre los materiales de escuela primaria y la decoración del living de los abuelos.) Pero detrás de los chistes no había sarcasmo, sino convicciones. Había amor: amor por la escuela de arte como espacio mental. Lionti no solo está cómoda con el sistema del arte sino que cree en él con morbo extravagante. Su figura comenzó a insinuarse tras la edición del premio Currículum 0 de la galería Ruth Benzacar, en 2010. Las escuelas, los premios, esas cosas le gustan: ¿una idea demasiado institucional del arte para querer canciones de amor, irradiar sentimientos francos y preguntarse dónde quedaron las flores? Pero todo tiene una razón. “La idea de la escuela de arte me encanta. La universidad, estudiar, es ese momento cortar con la familia para crecer. Leer autores y ver cosas diferentes. La escuela siempre la valora el pobre: esa dignidad de estudiar, es un sentimiento muy propio de la clase trabajadora, esa onda de que tu familia quiere que termines una carrera universitaria.” ¿No es el arte argentino entonces un capricho de solteros de San Isidro, reventados que llegan tarde a clase, como creíamos desde los tiempos de Prilidiano Pueyrredón y bajo los auspicios de Manuel Mujica Lainez? Terminantemente no. El arte para Lionti debe ser laico, gratuito y universal. “A mí siempre me dan ganas de hablar de la falta de dinero en el arte. Intento hacerlo desde los materiales: manteles familiares sucios, cosas así. Porquerías reales.” Crappiness, diría Mike Kelley: cuando la porquería roza la gracia.

Así es que esta devota de las instituciones artísticas no le es fiel al vicio más común en esos edificios: el academicismo monográfico, el Bouguereau posconceptual de la vida artística institucionalizada. El amor de Lionti por la escuela de arte paradójicamente indica el fracaso de la escuela de arte. “Tenés que ir cambiando esa letra boludita, Lucrecia”, le decía un curador profesional al hablarle de sus primeras obras llenas de vocales gigantes y redondeadas a esta licenciada en Artes Plásticas por la Facultad de Artes de la U.N.T., Taller C, a cargo de Marcos Figueroa y Carlota Beltrame. 

En  El mapa y el territorio Michel Houellebecq se imaginó una pintura realista que plasmara la escena en la que Jeff Koons y Damien Hirst se reparten el negocio mundial del arte. Es algo parecido a lo que la humanidad ha hecho tanto tiempo: formar líderes (hombres, mayormente) en escuelas y universidades de élite para que se repartan la realidad después de compartir hábitos como la masturbación grupal y las burlas humillantes. ¿No escribieron sobre eso Evelyn Waugh, Cyril Connolly y tantos otros? Incluso Thomas De Quincey repitió hasta el hartazo una escena que lo traumó: irse de Oxford en un escape trasnochado, con la ayuda de un celador, rumbo a la miseria de los frilos y la devoción al opio. Hizo lo que dice Lionti: renunció al poder y su reparto para quedarse en un mundo pobre de familia, flores y relámpagos. Y un día, cuando De Quincey estaba mirando el paisaje en su ranchito en la zona de los lagos, le cayó de improviso un nativo maorí que andaba conociendo la maravillas naturales de la metrópolis. Tras entrar al rancho y ver una bola de opio grasiento que De Quincey había llevado para mantener su adicción durante un mes, el maorí pidió permiso y se tragó la bola entera. Este se me muere, pensó el dueño de casa mientras el hombre deglutía con gesto grueso. Pero no. El forastero saludó y siguió a paso firme rumbo a una hilera de cerros. Y De Quincey sintió, además de respeto por un colega tan avanzado, alivio de que no ocurriera una desgracia incómoda en su casa. Al ver Las flores están muertas hasta ahora nadie nadie tuvo un ataque cardíaco ni hubo que pedir una ambulancia. Alguno que otro se puede haber sentido intoxicado, eufórico, torpe, con este asunto de la porquería y el ideal mientras otras personas, muy lejos, se reparten el dominio de todo lo que existe; todo menos las canciones y las expansiones súbitas del corazón.

Si las flores están muertas, ¡renuncio! se puede visitor en Walden, Av. Almirante Brown 808, de martes a sábados de 12 a 17. Hasta el 25 de noviembre.

Naturaleza. Collage. Papel, corteza de árbol, acrílico, lápiz, tela, hilo.