Liberar a Viglietti. La consigna apareció de la noche a la mañana en los muros de Montevideo. Malos tiempos para el cantor, malos tiempos a secas, cuando se persigue, se encarcela, se tortura y se mata por pensar diferente. Era el año 1972, preparatorio del golpe de Estado del 73. Gobernaba Bordaberry pero mandaban los militares. Derrotada desde hacía un año la guerrilla de los tupamaros, las fuerzas represoras continuaron su labor de destrucción con los trabajadores, los estudiantes, los artistas, y contra cualquiera que opinara distinto a los mesías.

Liberar a Viglietti. Algunas de aquellas pintadas, realizadas por manos anónimas y valientes, soportaron el paso del tiempo, aun cuando el preso había sido liberado. Una de ellos perduró en la Puerta de la Ciudadela, un monumento de Montevideo que queda a la entrada de la Ciudad Vieja. No es otra cosa que una puerta reconstruida, de las dos que comunicaban el fuerte amurallado con la ciudad colonial, en el siglo XVIII y a principios del XIX. En esas piedras centenarias las tres palabras escritas a las apuradas adquirían un valor simbólico, impensado sin duda por los ocasionales pintores. Se cuenta que Bartolomé Hidalgo –el primer poeta del que se tienen noticias por estos lados– durante la guerra independentista acostumbraba ir al pie de la muralla para, acompañado por su guitarra, entonar diatribas contra las tropas españolas acuarteladas. 

Con la dictadura ya instalada, la pintura todavía podía leerse. Al pasar por el lugar, pensaba en Viglietti y en los otros compatriotas en el exilio. Mirando la frase desleída, se me antojaba que el primer cantor seguía, después de ciento sesenta y pico de años, desafiando con sus versos libertarios a los opresores.

Bartolomé Hidalgo con sus cielitos patrióticos fue el que inauguró lo que luego el crítico Hugo García Robles bautizó como el cantar opinando, una sana costumbre nacional que en los años sesenta del siglo pasado continuaba advirtiéndonos acerca de lo que estábamos viviendo. 

Era Daniel, pero también Zitarrosa, Los Olimareños, Yamandú Palacios, entre otros, quienes llenaban estadios cuando los jóvenes nos bebíamos los vientos creyéndonos protagonistas de los cambios que suponíamos estaban a la vuelta de la esquina. Eran los tiempos del arriba nervioso y del abajo que se mueve. Contribuíamos (obreros y estudiantes, unidos y adelante) a sacudir el abajo. Nos quedábamos afónicos de gritar consignas y de corear estribillos de canciones que conocíamos de memoria. 

Daniel fue un admirado referente para muchos de nosotros. Aun sin conocerlo personalmente, lo sentía cercano por circunstancias que tienen que ver con Minas, el pueblo del interior donde nací y viví hasta los diecinueve años. 

El padre de Daniel, el coronel Cédar Viglietti, militar constitucionalista y posteriormente, en el 71, fundador del Frente Amplio, se instaló en Minas en la década de 1950. Eximio concertista y estudioso del folclore uruguayo, el coronel era un reconocido profesor de guitarra. Lo conocí un día en que, con otros dos amigos. acompañamos a su casa a un compañero de correrías condenado por los padres a tomar clases. Con el tiempo, cuando el nombre de Daniel comenzó a sonar en la radio supimos que el cantor era hijo del coronel. 

 Juan Capagorry, un coterráneo que por entonces vivía en Montevideo, amigo de Daniel y autor de las letras de su segundo disco, era quien, cuando recalaba por el pueblo, nos llevaba noticias de los primeros recitales y nos contaba cómo marchaba Hombres de nuestra tierra que ese era el título de aquella grabación. En las conversaciones interminables que tenían lugar en la casa de Nanago Puchet, Daniel fue un contertulio más. Físicamente nunca estuvo allí sentado tomando grapa con nosotros, y sin embargo Capagorry lo hacía estar. Juan generosamente nos regalaba la amistad de Daniel, la desparramaba entre nosotros. Y así fue que en lo de Puchet todos fuimos amigos del Viglietti más famoso. Amigos, como es mi caso, sin haber cruzado una palabra con él, y conociéndole la cara únicamente por las fotos de las carátulas de los discos. Sí escuchábamos y nos aprendíamos sus canciones, y leíamos sus artículos en el semanario Marcha.

Mientras tanto, como un preludio de lo que se desataría en la década siguiente, el gobierno, nervioso, reprimía con saña creciente todo lo que se movía. La militancia política hizo que frecuentara más asiduamente la casa del coronel Viglietti. Allí nos reuníamos con sus hijos Cédar, Graciela y Silvia, y otros compañeros para planificar acciones inocentes de denuncia y protesta. Con Cédar llegamos a compartir incluso una semana de cárcel. Luego, el golpe de Estado hizo que perdiéramos contacto. 

Recién en 2004, Graciela me habló por teléfono diciéndome que Daniel quería verme. Después de cuarenta años, por primera vez estuvimos frente a frente. Él había logrado la reedición de un libro del coronel, fallecido en 1979, y me invitaba a participar de la presentación. Lo hice con agrado, y aquella noche conté parte de esta historia. 

A partir de aquel día seguimos viéndonos, con él y con Lourdes, su compañera. Incluso en una oportunidad viajamos juntos a la Feria del Libro de Caracas. Era donde cuadrara, en la calle, en algún boliche, en la Fundación Mario Benedetti, o en sus recitales. A veces hablábamos por teléfono o intercambiábamos algún mail. Lo hacíamos con la naturalidad de los amigos de toda la vida, esos que uno conoce desde siempre. 

Ahora que se ha ido, seguiré viendo la pintada que no está. Leeré para mí: Liberar a Viglietti. Aquel exorcismo que practicaba creyendo que podía traer de vuelta a todos los compañeros. Del exilio, de la cárcel y de la muerte.