Estuve unos días sin teléfono celular. Todo un fin de semana. Resultó, al principio, un acontecimiento negativo cuya preocupación esencial pasaba por los mensajes. No podía recibir ni enviar mensajes, y eso me sumía en una forma de aislamiento. Luego me di cuenta que, salvo la familia, alguna obligación o la solicitud de un amigo, el aislamiento me caía bastante bien.

Justamente en esos días me había atraído la idea de un posible relato en el que los mensajes de WhatsApp eran el núcleo mismo, o bien su estructura. Los mensajes y los sueños entre dos personas -entre dos personas que se quieren, conviene agregar- eran la semilla de la narración fantasma. Seco de mensajería virtual a causa del desperfecto en el teléfono, impermeable a las redes sociales, traté de utilizar esa carencia en beneficio del relato.

Y allí fue cuando comencé a recibir otro tipo de “mensajes”.

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El primer mensaje apareció bajo la forma de una cita o párrafo curioso, en el que el escritor anuncia el programa de su libro. Informa que, en un día preciso de 1917, poco después de su boda, su mujer se arriesgó en la escritura automática. Lo que salió de allí fue un conjunto de frases inconexas y bastante ilegibles que a él le interesaron muchísimo, al punto de alentar a su mujer para que siguiera ejercitándose en esa práctica; él, por su parte, le aseguraba que dedicaría toda la vida a interpretar o poetizar sobre esos textos.

Aquí lo que me sorprendió fue la hipérbole, la juzgué una exageración textual. Pero con la biografía del escritor a mano, pude comprobar que se trataba de un propósito serio y, como tal, posible. Lo cierto es que la mujer del escritor se negó a continuar aquella vez; lo hizo en plural, incluyendo -como si fuera un médium- a otros, los “Comunicadores” que no estaban para que su marido escribiera poemas. Los “Comunicadores” le habían informado que en lo sucesivo cambiarían de método: pasarían a contactarse oralmente.

En efecto, el próximo contacto se dio dos años después, en un tren en California. Mientras la mujer del escritor dormía, comenzó a hablar en sueños, y así mantuvieron una relación interferida por otros personajes (llamados “Latigadores”) que pretendían, al parecer, manipular esos mensajes, hacerlos lánguidos y hasta sentimentales.

Esta curiosa escena me llegó en forma de “mensaje”, vaya a saber por qué azarosa lectura, y se encuentra en las primeras páginas de A Vision, obra de William Butler Yeats.

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Como es lógico, comencé a preguntarme qué relación había entre este “mensaje” de Yeats y la idea del relato que pretendía escribir. Yo sabía que la trama del cuento se componía de sucesivos sueños simultáneos entre dos amantes. En tanto no podían llevar a cabo la relación en la realidad, ésta se cumpliría en sueños precisos y consensuados, con una verdadera sincronización onírica.

Empezaron por casualidad. Un encuentro normal en el sueño del otro (el primer sueño, si no me equivoco, fue de ella; Vera, que así se llama mi personaje, le cuenta a él -Bruno- que la noche anterior lo vio en sueños sin entrar en detalles de lo que soñó, dejando a Bruno abierto a todo tipo de posibilidades, también la más evidente y, que por pudor de ella- así pensaba él- no le había revelado), y luego se convirtió en una serie periódica y perfecta de citas conscientes en los sueños de ambos, organizadas a través de mensajes de WhatsApp. (“¿Venís esta noche? ¿A la once? Voy a intentarlo”, etc.)

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El segundo mensaje llegó a través del teléfono. No del mío, que no funcionaba, sino de un número de teléfono en desuso que aparece en la última novela de Patrick Modiano: Chevreuse.

Auteil 15.28 es en realidad una red donde se trasmiten mensajes más o menos clandestinos, voces de ultratumba que recitan encuentros y solicitudes sentimentales, igual que en un gran tablero de anuncios, contribuyendo a formar la “atmósfera” típica de las novelas de Modiano.

Existe una gran tradición “telefónica” en la literatura. Paul Auster comienza su Trilogía de Nueva York con un número equivocado y una voz que convoca a alguien que no es el protagonista de la novela (Quinn) pero asume una investigación a partir de la llamada. “Nada real, excepto el azar…la cuestión es la historia”- dice el narrador.

Los teléfonos fijos tienen un enorme potencial narrativo. Los diálogos ciegos se prestan al malentendido y a la intriga. La poética de Modiano se vale de la constante utilización de un material ínfimo recibido de un pasado gráfico: cartas, postales, cuadernos, agendas. Pero también guías telefónicas, indicios de un mundo anterior, un tiempo suspendido y ambiguo sin ninguna certeza.

No se sabe bien a quién se llama, ni se puede ver quién llama, y eso me llevó de regreso a los tiempos de las comunicaciones de “larga distancia” en la sede de la “Unión Telefónica” de mi ciudad, y a una tarde de aburrimiento en la que, al levantar el auricular del aparato, me encontré con una conversación real y ajena.

Recuerdo que me quedé en silencio como un espía, pendiente de las voces, tratando de armar la entretela de una historia de amantes furtivos, con situaciones y sobre entendidos, buscando una imposible continuidad al volver al aparato telefónico a la misma hora los días siguientes, sin resultados.

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Hay que escribir el relato como quería Chejov, como si se tratara de un sueño. Con la confianza en que el relato mismo altere o haya alterado la realidad, buscando una oportunidad en la simple excusa de haberse quedado sin servicio telefónico.

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Me apresuré a anotar estas cosas antes de que la reposición de mi teléfono, con sus distracciones cordiales y sus aplicaciones innecesarias, me arrastrara otra vez por la vorágine caótica y efímera -plana- de la realidad.

Quedará pendiente de resolver el final del cuento de los amantes del sueño. Creo que han dejado de verse y que disfrutan como locos de ese lugar donde nada es verdad, excepto el deseo.