Tucumán nunca parece lo que es. En 1839, el letrado Marco Manuel de Avellaneda se quejaba, en una carta a Juan Bautista Alberdi, de la pereza provincial: “Aquí no tengo nada que hacer”, decía. “Los sentimientos de la gente son profundos, todo es profundo, excepto el odio.” Tres años después, Avellaneda era degollado con una lentitud que sólo el odio extremo podría explicar. Sacaron lonjas de su espalda para trenzar maneas y expusieron su cabeza en una pica, frente a la casa del gobernador.

Hace dos meses, cuando estuve en Tucumán por última vez, la victoria del general Antonio Domingo Bussi parecía irremediable. En una esquina de la Plaza Independencia, sujetando con una mano la irrisoria corbata de moño y aferrando con la otra un megáfono a pilas, el diputado nacional Exequiel Avila Gallo profetizaba, rengueando, que la maldición de Dios caería sobre la provincia si Bussi volvía a gobernarla. “¡Yo soy el doctor Frankenstein!”, se enardecía el diputado. "¡Yo inventé el monstruo! Yo conozco sus bajezas mejor que nadie.”

En 1987, Avila Gallo ofreció a Bussi la gobernación de Tucumán en nombre del partido provincial Bandera Blanca, que había cosechado entre 500 y 600 boletas en las últimas elecciones. A última hora, el general atendió sus ruegos y logró, por el mero magnetismo de su nombre, que el caudal de Bandera Blanca subiera a casi cien mil votos. Los jubilados, las clases medias empobrecidas, los millares de obreros golondrina que rondaban sin trabajo por las turbias orillas de la capital tucumana veían en el general a un hombre de carácter, a quien le bastaría pocos meses para poner orden en la yerma economía de la provincia. ¿No había sido, acaso, el único interventor de los años de fuego capaz de infundir miedo en los industriales tucumanos y de limpiarles los bolsillos para construir 66 kilómetros de caminos y 80 escuelas? Se le atribuían –es verdad– 389 crímenes y el control directo de por lo menos diez campos de concentración durante los primeros veinte meses de la dictadura. Pero el general ya había respondido a esos cargos explicando que “no hay guerra sin alguna que otra víctima inocente”.

A la mayoría de los industriales desvalijados también les complacía que el general volviera. Compartían con él las divisas de la paz, el orden, la decencia. Y, sobre todo, sentían que su temperamento vigoroso los protegería del encumbramiento de la chusma, encarnada por el cantante Palito Ortega.

Casi todos los profesores, los artistas y los opositores a la dictadura con quienes hablé en Tucumán a fines de julio se disponían, en cambio, a votar por Ortega. Admitían que el cantante había sido un propagandista fervoroso de Viola y de Videla, que había exaltado a la “alegre muchachada de la Armada” cuando los héroes de la fuerza se llamaban Astiz, Massera y el Tigre Acosta, y que sus cualidades de administrador eran tan frágiles como las de Bussi. “Pero si él gana”, dijeron, “Tucumán no deberá explicar ante la historia por qué, en plena democracia, eligió como gobernador a un asesino”.

Una semana después de los comicios, es improbable que la gente recuerde aquellos días últimos de julio, velados por la resignación y la incertidumbre. Han sucedido, desde entonces, demasiadas cosas que nadie imaginaba: la Unión Soviética se deshizo en fragmentos que tal vez nunca vuelvan a juntarse; Gorbachov ofreció retirar los once mil oficiales y soldados que mantiene en Cuba a cambio de un inmediato socorro económico de Estados Unidos –tan luego de Estados Unidos, donde también se advierten síntomas de bancarrota–; Yeltsin propuso al Japón canjear las islas Kuriles por dinero fresco; el abogado de Zulema Yoma pidió el juicio político del presidente Menem por no pasar las cuotas de alimento a sus hijos… La historia se mueve con la velocidad de un tren expreso, y nadie puede reconocer las siluetas que están detrás de las ventanillas.

Pero en Tucumán nada es lo que parece, y los confiados acólitos de Bussi deberán haberlo adivinado. ¿Qué fue lo que cambió la historia? No la infancia pobre de Palito, que de “changuito cañero” y de “cabecita negra” sin horizonte se convirtió, por sí solo, en empresario con casa en Miami. No, tampoco, el romántico apoyo de su esposa Evangelina Salazar. En una provincia tan escéptica y maledicente como Tucumán, esos factores atrajeron, tal vez, sólo algunos insuficientes votos rurales. Creo que si Ortega venció fue por la simple razón de que es tucumano. El norte argentino se sintió siempre despojado por la pampa húmeda. En el colegio solían enseñarnos que el país verdadero es el que nace en Córdoba, y que lo demás es tierra de advenedizos.

Aunque al presidente Menem debía darle lo mismo que ganara el general o el cantor, fue él quien inclinó la balanza a favor de Ortega cuando decidió trasladar los restos de Juan Bautista Alberdi desde la Recoleta hasta la Plaza Independencia, resucitando la pasión federalista de los tucumanos. Para la provincia, la biografía de Alberdi es quizá la metáfora más nítida de sus propias desgracias. El olvido, el ostracismo, la miseria, la desolación que padeció Alberdi en sus años finales, abandonado por los gobernantes de la orgullosa Buenos Aires, es como el propio destino de Tucumán: una historia de intrusiones y desgarramientos.

Medio siglo de gobiernos militares impusieron a las provincias el olvido de sus propias autonomías. Los interventores llegaban a la terra incógnita y la convertían en un rápido apéndice de la metrópoli, acomodando la economía lugareña a las necesidades del puerto. Esa ceguera indujo al cursillista Juan Carlos Organía a desmantelar la industria azucarera sustituyéndola por fábricas ilusorias, e hizo suponer a Bussi que sus batallas finales contra una subversión ya en retirada bastaban para conquistar el agradecimiento eterno de los tucumanos.

Los primeros –y abrumadores– éxitos electorales de Bussi se debieron a que, invocando el federalismo, hicieron suponer que los gobernantes tucumanos ya no tendrían necesidad de seguir mendigando en Buenos Aires; que alzaría la voz ante los presidentes y ministros y les reclamaría el dinero de la provincia que la Nación había administrado mal durante décadas. Eran –palabras más, palabras menos– las mismas promesas que el interventor nacionalista Alberto Baldrich había formulado en agosto de 1943. Aquella vez, Baldrich había pronunciado también otros inolvidables desatinos: “El comunismo desaparecerá sólo cuando desaparezcan el liberalismo y el capitalismo, que son los responsables directos del error intelectual marxista y de la desesperación de las clases trabajadoras”.

Me dicen que, a mediados de agosto, los campesinos tucumanos comenzaron a caer en cuenta de que Bussi era nativo de Entre Ríos y que debía de pensar como los hombres de la pampa húmeda: con el corazón en el puerto y la boca abierta hacia el interior. Otros, en Aguilares, Concepción y Monteros –las tres ciudades mayores, después de la capital–, vieron una película llamada La redada, que refiere la desventura de un centenar de mendigos abandonados por el general en los desiertos de Catamarca, una noche invernal de 1977. Algunos servían como andrajosos bufones de una sociedad en ruinas. Que Bussi los expulsara hacia la muerte fue como si hubiera incendiado el paisaje. Ningún tucumano podía haber hecho eso.

Fue entonces cuando los golondrina dieron en pensar que Palito era como ellos: que había nacido entre las malojas de Lules, con los pies en el barro. Y fue también entonces cuando los aliados del general en el exterminio de la subversión recordaron que el cantante no había militado en el bando contrario. Al unísono repitieron que un tucumano sin experiencia de gobierno era preferible a un forastero probado. Y en menos de una semana dieron vuelta la historia.

 

Tucumán nunca es lo que parece. Exequiel Avila Gallo seguirá lamentando con su megáfono que el monstruo está despierto y que ni siquiera el doctor Frankenstein puede hacer nada ya para desmantelarlo Los 270 mil votos de Ortega son apenas una tregua. El general sigue de pie, lamiendo la nuca de la provincia con su aliento sulfuroso, a sólo treinta mil pasos de distancia. Contra lo que decía Marco Manuel de Avellaneda, en Tucumán todos los sentimientos son profundos, pero ninguno es tan profundo como el odio.

* Publicada el 15 de septiembre de 1991.