Alicia mira y recuerda. Alicia apenas sonríe. Alicia guarda -para siempre- una ausencia debajo de su sonrisa de abuela. Entonces observa su casa, y su memoria va hasta la casa de infancia cuando el 9 de junio de 1956, a las ocho y media de la noche, su papá está por salir. Lleva un saco sport de lana sobre una polera para capear el frio del invierno y se despide de ella con un beso. Alicia se abalanza sobre él “y lo abracé fuerte para darle un segundo beso. Nunca antes había hecho eso”. Alicia tenía diez años. Su papá salió por la puerta y ella lo vio irse para siempre jamás.

Entonces Vicente Rodríguez, el papá de Alicia, salió de su casa en Vicente López rumbo a la casa de su amigo Di Chiano. Iba a juntarse con este y otros compañeros a escuchar una pelea de box de Lause contra un chileno, en el Luna, mientras el general Juan José Valle estaba intentando derrocar a la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu. Caería Valle, los conjurados y otros inocentes. Algunos serían fusilados de manera clandestina a las 3 de la madrugada siguiente, entre la bruma espesa y fría de los basurales descampados de José León Suarez. La orden la dio el coronel Desiderio Fernández Suárez, jefe de la policía bonaerense, adelantándose al decreto número 10.364, el único en la historia argentina de orden de fusilamiento, firmado por Aramburu.

De todo esto, a Alicia Rodríguez le quedó un padre muerto, una madre embarazada de cinco meses, aterrorizada, y dos hermanos pequeños que había que cuidar, porque “mi mamá, que nunca había trabajado, tuvo que salir a buscar el pan. Fueron meses horribles, de miedo, encerrados con mis hermanos a cargo y con la orden de no hablar, no abrir la puerta, no decirle nada a nadie sobre nada, más el terror constante de que podían venir a matarnos a todos”. Lo sostenido de la situación acabó por malograr el embarazo de la madre y “de suerte que se salvó. No puedo imaginar que hubiera pasado con nosotros si no la hubieran salvado”.

Alicia no puede esquivar su frase recurrente: “mataron a mi papá y me secuestraron la infancia”. Tuvo que hacerse cargo de sus hermanos menores en medio del encierro que imponía un silencio de hierro. Las necesidades eran cubiertas en parte con el trabajo de su madre más la ayuda de otros compañeros y las monjas del colegio de La Divina Providencia, en Saavedra. Había alguna ayuda “no de la familia, era ayuda de las monjitas, de amigos y de gente del peronismo”. Pero la situación de dejar solos a los hijos era insostenible, entonces “las monjas nos concedieron una beca y fuimos al colegio pupilo. O sea, no solo perdí a mi papa y viví aterrorizada y vi casi morir a mi madre, sino que a eso se sumó la soledad del claustro. Sin duda mi mamá tomó la mejor decisión para todos, pero todas fueron espantosas”.

Ahora Alicia necesita salir de ahí, así que pone un paréntesis de café y hecha mano del presente y me cuenta que “por suerte yo pude criar bien a mis hijos. Tengo tres, y cinco nietos. Tuve un hermoso matrimonio, yo me casé muy jovencita y podría decir que allí comenzó una parte buena de la vida con un hombre bueno, mucho mayor que yo, amigo de nosotros y de los compañeros de papá. Él era amigo de mi padre, además. Con él pasé toda mi vida. Con el tuve la familia que deseaba y tuvimos estos tres hijos”, y de golpe un silencio y de nuevo el pasado trae un gesto de pena donde recuerda despacio “tres, como mi mamá antes de que la angustia y el terror físico constante no le dejara nacer el cuarto…”

“No. Ninguno de mis hijos se metió en política, y sé que yo tuve que ver con eso. Conocen la historia de su abuelo y la mía. Hay honor ahí, claro que sí, pero también hay miedo de una madre que fue hija”. No cualquier hija, esta hija.

De golpe el presente vuelve pero con otra forma porque “ahora toca perder de nuevo. Mi hija decidió que se va del país. Siente que este desastre que vivimos no tiene arreglo ¿y yo qué le voy a decir? Veo lo que están haciendo desde este gobierno de caos y toca, una vez más, entender. De nuevo estoy muy mal, angustiada, pero angustiada de verdad, porque a mis setenta y ocho años, sinceramente creo que no nos merecemos esto que está pasando, tanta crueldad, tanta oscuridad. Veo el sacrificio de mis hijos, que son muy trabajadores y de golpe uno dice que basta, que se va, y como madre toca entender. Y de nuevo entender duele y además sé que el peronismo tiene responsabilidad en esto, entonces angustia más. Duele el doble”.

Alicia recuerda su casa en Irigoyen al 4500, en Vicente López como “una casa humilde y linda, que alquilábamos. Dos piezas, un baño, una cocina grande y pare de contar” y esos almuerzos y cenas donde nada hacía prever el futuro de horror que le esperaba, porque “mis hermanos y yo no teníamos idea de lo que pasaba. No es como ahora que los hijos y los padres discuten la suerte y las decisiones de todos. Nosotros terminábamos de comer y los mayores se quedaban hablando y vos tenías que irte. Alguna vez escuchamos de lejos que con la caída de Perón mi papá se quedó sin trabajo y salía a hombrear bolsas para que tuviéramos qué comer” entonces el tiempo se suspende hasta una nueva o vieja conclusión: “yo pasé de esa vida en familia a tener que madurar de golpe con la noticia brutal de que papá había sido asesinado”.

El domingo hubo actos recordatorios de los fusilados de junio y Alicia Rodríguez, hija de Vicente Rodríguez, secuestrado, fusilado, asesinado, solo atina decir que “siempre es horrible junio. Lo peor de mi vida es junio. Desde aquel día hasta hoy junio es una amenaza que se cumple”. Entonces repite eso como una suerte de mantra o sortilegio o conjura o exorcismo que no funciona, porque sabe que es una cita fatalmente ineluctable, y aquí está. Con la puntualidad de un latido. Otra vez junio.