Transcurridos seis meses de iniciado el mandato ha quedado en evidencia en múltiples frentes que el Gobierno se desinteresa de la gestión del Estado por incapacidad de quienes están a cargo de hacer en la materia (que es muy poco y mal hecho) o lo que se deja de hacer (que es mucho y más evidente). Es, sin embargo, una muestra de coherencia con lo que, al menos el Presidente, afirma en sus intervenciones públicas. No debería extrañar que quien entiende, como lo hace Javier Milei, que “el Estado es una organización criminal”, tampoco tenga motivos para alarmarse si se comprueban cargo de la misma, pero también por una opción ideológica. Podría decirse que lo que se hace en hechos de corrupción entre sus funcionarios. Si le roban a una “organización criminal” estas personas bien podrían ser catalogadas como “héroes” como sucedió, por ejemplo, con los empresarios que evaden sus compromisos con el fisco. Por las dudas, siempre queda el recurso del echarle la culpa a “la casta” o al gobierno anterior.

Tampoco serviría cuestionar que el propio Milei adopte la condición de “topo” para, desde las mismas entrañas del sistema institucional y “viniendo como Terminator desde un futuro apocalíptico”, concretar su objetivo de destrucción del Estado. Pero es evidente que, por más que el presidente se auto perciba como líder de una corriente que según él avanza en el mundo, ni el ultraconservador salvadoreño Nayib Bukele coincide en la idea de destruir el Estado, aunque acuerde con otros postulados políticos de su par argentino.

Por la misma razón quizás valga oponer a las ideas de Milei las propuestas e iniciativas que logran consenso en gran parte de los países latinoamericanos.

Una buena síntesis de la importancia y la proyección de papel del Estado en la región, se puede encontrar en un breve documento “Acerca de la gestión pública”  que publica en su web la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el organismo de Naciones Unidas para la región que tiene, como parte de su misión, estudiar mecanismos y hacer propuestas para el desarrollo de los países.

Aunque se trata de una entidad técnico-política de prestigio, reconocida y con capacidad de asesoramiento a los gobiernos, quizás pueda correr el riesgo de ser calificada de mala manera por el presidente argentino con el propósito de desautorizar su punto de vista.

Vale correr el riesgo.

Comencemos por recordar que la CEPAL considera que “Las políticas de Estado que exigen los desafíos nacionales, regionales y globales de la Agenda de desarrollo 2030 implican un Estado fuerte, proactivo y partícipe con otros en su función económica, social y ambiental, capaz de formular e implementar estrategias de desarrollo para alcanzar metas económicas, sociales y ambientales”. Lo anterior -se sostiene- “debe ir de la mano con un modelo de gestión pública de calidad, orientado al desarrollo que incluya la entrega y provisión de bienes y servicios públicos de manera efectiva, eficiente y oportuna”. A tomar nota.

Pero no solo eso. Sino que el Estado, como parte de su tarea en materia de finanzas públicas y política fiscal, debe hacer “uso eficaz y eficiente de los recursos públicos” con la finalidad hacer crecer la economía asegurando a su vez “niveles crecientes de equidad distributiva”. Léase, por ejemplo, salarios y seguridad alimentaria. No en todo pero al menos en parte, hay coincidencia con lo que también le reclama el FMI al gobierno.

Todo esto, sigue diciendo el organismo internacional, sobre la base de “control social y transparencia” tanto “al nivel interno del gobierno como hacia los actores de la sociedad civil, el sector privado y la comunidad internacional”.

No es el socialismo, ni la zurda. Es la CEPAL aconsejando criterios de gestión para la región.

Obviamente ninguna de esta consideraciones son tenidas en cuenta o aparecen aquí entre las propuestas de reforma en el DNU/70/23 ni en alguna de las tantas las versiones de la “Ley bases” que el gobierno considera como herramientas indispensables para su gestión. Son iniciativas absolutamente contrarias a los acuerdos y consensos regionales en la materia.

Pero tampoco concluyen allí las responsabilidades del Estado. La CEPAL estima que “la lógica de cadena de producción de valor público donde el ámbito de preocupación de los resultados finales o impactos se refiere a los efectos de las políticas públicas en la ciudadanía, la sociedad y país, y donde la administración pública tiene las atribuciones, competencias y responsabilidades directas para organizar las fases de producción relacionadas con insumos, procesos y productos en pos de maximizar los resultados”.

Algo que resulta tan importante como lo anterior es que “este proceso de producción de resultados y valor público ocurre en red, a través del conjunto de instituciones, y funciones de las entidades públicas, y en conjunto con los actores de la sociedad civil y el sector privado quienes coproducen los resultados del desarrollo”. Y en consecuencia “los temas de gobernanza en lo que se refiere a la organización de las relaciones entre actores, su coordinación, supervisión e intercambio de información y responsabilidades, son factores críticos en la implementación de las políticas públicas concertadas y planificadas por los Estados”.

Se podrá decir que lo señalado a partir de la expertiz de la CEPAL es un ejercicio vano y sin sentido frente a lo que venimos observando y escuchando en nuestro país. Pero no lo es si se tiene en cuenta la necesidad de oponer otras miradas fundadas, que emergen también desde valiosas trayectorias políticas y de gestión aunque aquí puedan ser descalificadas por “zurdas”, “socialistas” o como una ocurrencia de “los degenerados del Congreso” con el único propósito de sabotear el “sacrosanto” equilibrio fiscal.

Más allá de cualquier discusión sobre teoría económica o política, debería quedar en claro para el mundo de la política, en particular para los legisladores, el enorme riesgo que entraña para la sociedad argentina toda y para las instituciones que la sostienen concederle a Javier Milei las facultades extraordinarias que reclama. No se justifica de ninguna manera, tampoco por argumentos de presunta gobernabilidad ni, mucho menos, por concesiones en forma de trueque a cambio de limosnas o migajas presupuestales que el Ejecutivo conceda como manera de coerción a los gobernadores y, por transición, a quienes representan a la ciudadanía de las provincias en ambas cámaras legislativas. Sería una forma de concretar un suicidio social, institucional y político.

Todo lo sucedido en torno a la negativa a la distribución de alimentos son prueba palpable de la falta de valores humanos que moviliza a quienes están al frente de la gestión del Estado.

Sin perder de vista que de ocurrir la mencionada concesión de facultades al Ejecutivo se estaría profundizando la anomia política y agravando la desintegración social, comunitaria y ciudadana mediante la imposición de valores contrarios a la tradición política y cultural del país y en directa oposición a las normas vigentes y aprobadas por legítimas mayorías legislativas.

Todavía se está a tiempo, aunque cerca del borde del precipicio. Las legisladoras y los legisladores tienen responsabilidad y tienen que hacerse cargo.

[email protected]