Clásico de clásicos en materia de literatura policial clásica, las aventuras del detective belga Hercule Poirot creado por la escritora británica Agatha Christie solo tienen por encima a la figura indeleble del sabueso de Baker Street, Sherlock Holmes, animado por la imaginación de otro inglés, Sir Arthur Conan Doyle. Ambos, junto con el Padre Brown de K. G. Chesterton (otro inglés) conforman la santísima trinidad de detectives que forjaron la época de oro de los detectives pensantes. Algunas décadas más adelante este modelo resignaría protagonismo en el género ante el recio avance de los Marlowe y Spade, los más violentos y oscuros investigadores de la novela negra, creados por Raymond Chandler y Dashiel Hammett. Pero esa es otra historia.

Actor, cineasta, dramaturgo y, claro, también inglés, en su rol de director Kenneth Branagh se ha especializado en llevar al cine piezas clásicas de la literatura y el teatro de su país. Ha adaptado a Shakespeare, el Frankenstein de Mary Shelly y ahora avanza sobre la obra de Christie, filmando una novela que también es un clásico del cine: Asesinato en el Expreso de Oriente. La misma cuenta con unas cuantas adaptaciones, de las cuales la más recordada es la filmada por Sidney Lumet con Albert Finney en el rol de Poirot. Una diferencia fundamental separa a ambas versiones: el tamaño. Mientras Lumet filmó una pieza de cámara, donde la clave está en el clima asfixiante, casi de cuarto cerrado, que se produce cuando el famoso detective debe resolver un asesinato cometido en el mismo vagón del famoso tren que va de Estambul al corazón de Europa occidental en el que él mismo viaja, Branagh decide apegarse a los tiempos que corren. Su apuesta incluye la espectacularidad de algunas escenas en las que la gran protagonista es la computadora que genera las imágenes panorámicas de la capital turca de comienzos del siglo XX o las del desfiladero en donde el tren queda atrapado a causa de un alud.

Pero más allá de esa ambición espectacular (que se extiende en algunas escenas de persecución en las que, por un rato, Poirot también es un héroe de acción), Branagh se anota varios porotos a favor. Uno de ellos es el tono del relato, que oscila entre lo dramático y lo farsesco según lo demande el clima de cada momento. Y la elección de un elenco capaz de moverse entre esos extremos sin que la cosa se desequilibre. El director cuenta además con la experiencia como para coreografiar algunos travelings más efectivos desde lo estético que de lo narrativo, y componer algunos cuadros en los que usa un concepto clásico de puesta de cámara para que el punto de vista defina muchas veces los vínculos y las relaciones de poder entre los personajes. Por supuesto que también, shakespeareano al fin, Branagh se pasa un poco de rosca con algún monólogo realizado a la luz de una lámpara de gas y sobre el final realiza un giro ético que merecería alguna discusión adicional.