Casuística 

Un “caso” es tal cuando permite articular algo del orden de lo singular (“esto que pasó”) con asuntos del registro de lo universal. Probablemente Kevin sea una persona sumamente desagradable, pero los enunciados que su salida del armario han desencadenado no pueden ser más alarmantes y merecen nuestra atención. Parto de un recorte de prensa que me envió mi editora para animarme a escribir sobre “el caso Kevin Spacey”. El recorte dice: “Roberto Cavazos, un actor formado en Gran Bretaña y con experiencia en cine, teatro y televisión, dijo el lunes desde su perfil profesional de Facebook que experimentó «un par de encuentros desagradables» con el otrora aclamado protagonista de la serie House of Cards. Según su relato, todos ellos «estuvieron al filo de poder ser llamados acoso. Es más, de haber sido yo una mujer, probablemente no hubiera dudado en identificarlo como tal», agregó Cavazos en su publicación, sin precisar la fecha de tales encuentros”. El recuerdo de Cavazos, de quien sabemos más bien poco, es inquietante porque nos obliga a preguntarnos si cuando le miramos el culo a uno de los chongos que se duchan después de su rutina en el gimnasio no estaremos “al filo de” algún nombre del que no querríamos quedar colgados. Además, el “de haber sido yo una mujer” incorpora una fantasía de cambio de género con la que mejores psicoanalistas que una se habrían hecho un banquete. Pienso en Freud y las pelotudeces que fue capaz de decir sobre “el caso Schreber”, cuando leyó las memorias de aquel juez de la corte de Dresde que se volvió loco de atar una noche en que pensó, en una deliciosa duermevela: “Qué lindo sería ser una mujer sometida al coito”. Unterliegen es el término legal que Schreber usa para definir esa condición de sujeción a un poderío muy inscripto en el sentido común del siglo XIX, que él asocia con no sabe bien qué voluptuosidades. La simple idea, cuando medita en ella, lo asquea.

Poco después se dará cuenta de que Dios, con la mediación de fuerzas, rayos y nervios, quiere volverlo una mujer para cogérselo bien cogido y engendrar en su vientre una nueva raza, habida cuenta de que la especie humana ya había tocado fondo, cosa que a esta altura del partido ya todos sabemos.

Ese argumento (que Schreber escribió en 1901 en el libro Memorias de un enfermo nervioso, para que lo dejaran salir de la clínica donde fue internado y para que le levantaran la interdicción para administrar sus bienes) es la paranoia (cuya lógica definirá Freud a partir de ese libro), originalmente ceñida a ese principio de articulación, el goce femenino y el poder (supuestamente) inscripto en la frase que desencadena el delirio. Los tiempos verbales no coinciden del todo (“sería” piensa Schreber, “hubiera sido”, dice ahora Cavazos). En los dos casos, se trata de una forma potencial y en esas potencias se fundan todas las condenas: paranoico, acosador.

La interpretación 

Freud no conoció a Daniel Paul Schreber, pero le pasaron su libro. De ese caso, el ilustre vienés dedujo una teoría general de la paranoia en un artículo de 1911. El propio Freud cita el fallo que le devolvió la libertad a Schreber y que, según él, resume su sistema delirante: “Se considera llamado a redimir el mundo y devolverle la bienaventuranza perdida. Pero cree que sólo lo conseguirá luego de ser mudado de hombre en mujer”. Sea, pero Freud entiende que la paranoia fue, para Schreber, una forma de defenderse en contra de un “despertar” del deseo homosexual (nada de eso aparece en el libro, por supuesto). Freud confunde deseo homosexual con identidad de género (“ser una mujer”) y goce femenino con que te rompan bien el culo. Con personas así de toscas, no hay manera de ponerse de acuerdo. En una carta posterior, el maestro Sigmundo escribió: “he triunfado allí donde el paranoico fracasa” (refiriéndose aparentemente a sus propias tendencias homosexuales). El propio Jacques Lacan, en las clases que integran el seminario 3, Las psicosis, tuvo que aceptar que en la paranoia hay un núcleo resistente al análisis propuesto por Freud (que es como decir que meó fuera del tarro).

En todo caso, Freud define la paranoia en relación con otros dos padecimientos que conviene traer a cuento: la hipocondría (forma leve de paranoia) y la erotomanía, de la cual Kevin Spacey fue víctima sacrificial en estos días.

Te amo, te odio, dame más 

Freud concluye diciendo (lo cito sólo para que los analistas sepan que lo he leído) que “los paranoicos procuran defenderse de una sexualización así como de sus investiduras pulsionales sociales” y por eso “nos vemos llevados a suponer que el punto débil de su desarrollo ha de buscarse en el tramo entre autoerotismo, narcisismo y homosexualidad, y allí se situará su predisposición patológica”. Que el Señor de los Sueños se vea llevado a suponer algo es casi exactamente lo mismo que le pasó al Dr. Schreber: su transexualismo cósmico (él se ve llevado, en su delirio, a una transformación del mundo urdida por Dios) se convierte en un pobrísimo mecanismo de defensa.

¿Qué es un erotómano? Según Freud, un paranoico que ha invertido la frase «Yo [un  varón] lo amo [a un varón]» por la frase: “Yo lo odio porque él me ama”. Lacan lee bien la intervención de Freud y le quita gran parte de su estupidez (toda, hubiera sido empezar de nuevo). Retiene la idea de la erotomanía, que es básicamente la situación paranoica de considerarse el objeto de deseo de todos los demás (incluido Dios, naturalmente) y odiar a todos los demás por ellos.

La siniestra sociedad en la que vivimos ha decidido ignorar el registro de lo simbólico y el registro de lo imaginario, y así nos va. Cualquier batracio de estanque de agua estancada (de esos que van al gimnasio a marcar sus abdominales) se cree por eso deseable. Se olvidan que uno desea una cara porque el deseo es, en última instancia, el deseo del otro.

Una persona dice: hace muchos años, Kevin Spacey estaba borracho y me quiso culiar. Sus presupuestos son: ¿pueden ustedes dudar de mí? ¿Acaso no soy absolutamente deseable? ¿Acaso ustedes no me desean? 

Luego un mexicano sale a decir: sí, yo me sentí incómodo en varias situaciones con Kevin Spacey porque me di cuenta de que él me deseaba. ¿Pueden dudar de que Kevin, que es más feo que una cucaracha, me deseara a mí? E incluso más: ¿pueden ustedes dudar de que estas maricas relajadas de Hollywood y Broadway no están todo el tiempo tratando de chuparnos la verga, de violar a nuestros hijos, de emputecer el mundo?

Y en cuanto pueden, los erotómanos salen a decir su discurso enloquecido: lo odio porque me desea, lo denuncio porque me deseó. Si una loca, de armario o no, pone su brazo en el hombro de un actor, un alumno, un compañero de deportes o un pariente lejano, de inmediato esos erotómanos que no son capaces de imaginar ninguna relación que no sea erótica en su sentido más violento (el sexual) dirán: “qué asco, me tocó porque me desea”.

Hemos llegado al punto de mayor vileza que una sociedad pueda sostener: aceptamos a los homosexuales, los dejamos que se casen incluso, les ofrecemos paquetes turísticos y festejamos sus chistes. Pero somos incapaces de aceptar que un homosexual nos toque porque de inmediato sabremos que sólo lo hace porque nos desea. Y lo odiaremos, en consecuencia, por eso.

Girls just wanna have fun 

Vuelvo a repetir: a lo mejor Kevin Spacey es una mala persona y una bicha repugnante. Pero en lo que se ha oído hasta ahora lo que queda claro es que los paranoicos son los otros.

En Las psicosis, Lacan se sorprende de que un caso que tanta razón hubiera podido darle a Freud haya sido abordado por él “bajo ciertos modos que dejan mucho que desear” y nos regala una equivalencia: “el nombre de Freud(e) significa alegría”. En inglés, alegre y despreocupado se dice “gay” y por alguna razón las locas adoptaron la etiqueta durante bastante tiempo: no nos tiren encima sus paranoias y sus erotomanías. Nosotras sólo queremos divertirnos. Si algún ortazo presuntamente hétero cae en la volteada, no nos odien por eso. O mejor: no nos odien. Porque a lo mejor ese odio es el rastro visible de que envidian y desean nuestro deseo.