“¡Ni viva ni muerta, ni hada ni mujer!”, canta Rusalka en el final del drama. El príncipe muere en sus brazos tras el beso hechizado, antes de que ella se sumerja en su condena eterna. Todo termina mal. Sin embargo, en la voz de quien al cruzar los límites de la carne lo perdió todo, no vibran las pulsiones de lo terrible. Su deseo no se cumplió, pero no hay rencor ni odio. Tampoco reparación. Terminó una fábula. Una historia de fantasía sostenida con sentido dramático implacable por una música maravillosa, de principio a fin, a la que una puesta en escena sugestiva e intérpretes notables rindieron justicia estética. El martes, en el Teatro Colón, se estrenó Rusalka, de Antonin Dvorak, en una producción que retomó la del Teatro de Bellas Artes de México de 2011.

En busca de historia que reflejara una naturaleza encantada, como un estadio superior del nacionalismo terrestre, un Dvorak maduro y ya consagrado se interesó por el libreto de Jaroslav Kvapil sobre la antigua fábula eslava reciclada de varias formas durante el Siglo XIX. Rusalka es la tragedia de la incomprensión entre dos mundos distintos: el fantástico del agua, con ninfas y sirenas, y el otro, lleno de humanos. Es la historia de la Ondina que, aun a costa de perder la voz, abandona su vida en el reino del agua para buscar el amor de un príncipe cazador, que con humana delicadeza llega a la compararla con su más preciada prenda de caza. “¿Dónde estás, mi cierva blanca?”, implora en un momento de arrebato amoroso. 

En su afán de trazar un equilibrio dramatúrgico original, Rusalka muestra numerosos aciertos en su estructura. “La canción a la luna”, que empeña a la protagonista apenas iniciada la trama en el primer acto y el gran dúo de amor de Rusalka y el Príncipe en el final, modifican las proporciones de la ópera tradicional, de la que queda una muestra en la escena del jardín del palacio del príncipe del segundo acto: el dúo entre el príncipe y la princesa extranjera es casi el único momento de “ópera humana”, con libido de matriz materialista, que contrasta con la sensualidad abstracta como forma de inocencia del mundo fantástico que sostiene el primer y el tercer acto.

La música de Dvorak, cuya inevitable influencia wagneriana se limita al mesurado uso del leitmotiv con la protagonista y algunas sensaciones recurrentes, traza los límites de ambos mundos con eficiencia y personalidad. Propone la franqueza melódica de la balada y una sugestiva riqueza de colores orquestales en el mundo fantástico y sin perder el aura mágica es más concreta en el palacio, donde el retumbo de los bronces y la presencia del ballet en una cuadrilla señalan tiempo y espacio. 

En un elenco de notable eficiencia vocal y escénica, en la puesta del Colón se destacó la soprano puertorriqueña Ana María Martínez, que administrando bien sus energías vocales y poniendo el cuerpo cuando tuvo que hacer de muda, compuso una Rusalka tierna y sobria, impactante en la compleja escena final. También el bajo Ante Jerkunica resultó entre los destacados. Con voz potente pero sin desbordes, el croata fue un Duende del Agua creíble en su rol de custodia moral de su mundo y de su hija. El tenor ruso Dmitry Golovnin se mostró consistente en el segundo acto, en el dúo con la también notable soprano Marina Silva, y en el estupendo final. Elisabeth Canis fue una Jezibaba convincente y, es justo destacar, además de las tres ninfas del bosque, el desempeño de dos personajes secundarios pero fundamentales como perno dramático, representantes de las clases subalternas de la dramaturgia operística: el guardabosque, que en realidad es un mayordomo, interpretado por el barítono Sebastián Sorarraín, y el niño de la cocina, bien caracterizado por la mezzosoprano Cecilia Pastawski.

Julián Kuerti desde el foso mantuvo la intensidad necesaria para sostener el ritmo escénico de una música más proclive a la introspección que al estrépito, al frente de una Orquesta Estable del Teatro Colón no siempre con buenos reflejos. El director canadiense eligió los tempi con criterio y no cayó en languideces a la hora de reflejar una orquestación pródiga de colores. La puesta en escena exaltó genuinos recursos del teatro de tramoya, compuso el diseño de iluminación con sensibilidad e imaginación. Entre la luna y las grandes lámparas, entre las curvas del agua y los balaústres del palacio, entre el piso y el aire del escenario, siempre con vestuarios fantásticos, puso fantasía a la tragedia, sumó fábula a la fábula. Con una versión atractiva, que conjugó con equilibrada gracia lo escénico y lo musical, Rusalka, a más de un siglo de su creación, encontró su lugar en el Teatro Colón.