El obituario apareció el sábado pasado en el New York Times, pero Richard Hambleton estaba tan alejado del circuito de la fama (y la prensa), que la noticia llegó a las páginas del diario recién una semana después de su muerte. Compañero de correrías de Keith Haring y Jean-Michel Basquiat por las calles de Nueva York, Hambleton nació el 23 de junio de 1952 en Vancouver, Canadá, pero murió dos domingos atrás a la edad de 65 años, en un departamento de la que adoptó como su ciudad desde que empezó a pintarla de negro, tal como él mismo resumió su obra para la revista People en 1984. “El negro es un color fascinante. Si tratás de limpiarlo, se expande”, explicó alguna vez. “Uno puede crear ilusiones con el negro. Es por eso que uso negro en las calles”. 

Por lo que Hambleton primero se hizo un nombre fue por pintar siluetas blancas en el piso, a las que les agregaba un toque de rojo sangre, inventando pistas de falsos crímenes de un asesino serial imaginario. Las fue dejando, primero, en su ciudad natal, y luego en varias ciudades de Canadá y Estados Unidos, hasta recalar en Nueva York. “Comencé a pensar que realmente estaba asesinando gente, porque llegaba a mi hotel cubierto en pintura blanca y rojo sangre. La sangre tiene un color hermoso”, recordó para un documental dedicado a su figura, que se estrenó en abril de este año en el festival de Tribeca.    

Pero su obra característica fueron esas inquietantes sombras negras que se dedicó a pintar en casi todas las paredes de –principalmente– el Lower East Side de Manhattan durante la primera mitad de los los años 80, de allí su apodo Shadowman, que bautiza el documental de Oren Jacoby. “Pueden ser vigilantes, significar peligro, o las sombras de un cuerpo humano después de un holocausto nuclear. O ser simplemente mi propia sombra”, enumeró Hambleton, intentando escaparle a un significado unívoco ante sus figuras tamaño real, que a veces se completan con una cabeza que parece estar estallando. “La ciudad para mi no es un lienzo negro, sino que es una película que contiene elementos sociológicos y psicológicos. Mi trabajo urbano se suma y convierte en parte de esa película”.

Artista callejero que siempre buscó desafiar al peatón con sus obras –como Bansky, años después–, Hambleton hizo otras series, como una titulada “Sólo tengo ojos para vos”, que constaba simplemente de afiches que pegaba en las calles con fotografías suyas de cuerpo entero y en tamaño real, impresas de manera que se convirtieran en figuras blancas a las semanas. Y también en el Marlboro Man, suerte de evolución de su Shadowman con sombrero de cowboy. Pero fue su hombre de sombra el que terminó definiéndolo, y llegó a pintarlo sobre lienzos para exponer en galerías, un golpe de fama que también lo llevó hacia una adicción a la heroína contra la que luchó durante años. Presentó sus obras en Europa, y hasta llegó a pintar sus siluetas oscuras en las paredes de Venecia y sobre el Muro de Berlín a mediados los 80, pero con el cambio de década, luego de la muerte de Haring y Basquiat, le escapó al mundo del arte. 

“Sólo quería crear, no le importaba nada más”, explicó Kristine Woodward, dueña de una galería de Manhattan, que trabajó con él, vendió sus obras y también lo supo cuidar. “Así que después de la muerte de sus colegas y amigos se volvió paranoico con la cultura de las galerías de arte y su impacto en el artista y sus libertades”. Aunque una muestra rescatando la cultura ciudadana de los 80 y el estreno del documental de Jacoby lo habían sacado últimamente del ostracismo, Hambleton murió alejado de una escena de la que aprendió a desconfiar, agobiado por un cáncer de piel que le iba comiendo el rostro y una espalda deformada por la escoliosis. “Al menos Basquiat murió y listo”, aparece diciendo en el documental Shadowman, entrevistado tres años atrás. “Yo estaba vivo cuando me morí, ¿entendés? Eso es mucho peor”.

Lo que no cuentan ni el documental ni el obituario del New York Times es que la obra de Hambleton fue inmortalizada en la portada del disco que un músico argentino grabó en Nueva York cuando cambiaban los vientos políticos en el sur que era su karma. Editado justo después de las elecciones que marcaron el final del gobierno militar y antes de la asunción de Alfonsín, Clics modernos presentaba en su tapa a un Charly García de pelo corto, rabiosamente al día, pero acompañado por una silueta negra pintada en la pared, que para muchos remitía inevitablemente a otras sulietas, justo en un disco en el que no olvidaba que –más allá de toda modernidad– los amigos del barrio pueden desaparecer.  

 La leyenda de la tapa del segundo disco solista de García cuenta que habían sacado otra foto por las calles de Nueva York, graffiteando el provisorio título Nuevos trapos. Pero descubrieron esa figura pintada en la pared, al lado del nombre de una banda nueva llamada Modern Clixs, y con Uberto Sagramoso –el fotógrafo de Charly en Nueva York– decidieron que ése sería el nombre y arte de tapa de su nuevo disco. Ambas fotos se pueden ver en toda su gloria en el libro Era sólo rocanrol (2004), que editó Sagramoso. 

Lo que nunca nadie mencionó jamás –aunque con el tiempo hubo quienes descubrieron evidentes parecidos entre su obra y aquella silueta– fue el nombre de Richard Hambleton, pero Kristine Woodward confimó esta semana la autoría luego de recibir un mail con la tapa de Clics modernos. “Absolutamente”, respondió enseguida la galerista en el mail que envió de regreso: “Es una figura de Shadowman, realizada entre 1981 y 1982”. Dos semanas atrás, el hombre de sombra que anunció los clics modernos murió sin haberlo sabido nunca. A fin de cuentas, las sombras siguen, y los clics –ya lo debía saber Charly entonces, con aquella sombra al lado– nunca fueron tan modernos.