Dentro de un momento el tiempo se dilatará hasta el infinito luego de cada palabra que él pronuncie, como si mi pensamiento se detuviera a la espera de que algún dios indio llene de sentido ese silencio. Más tarde, su voz mansa me envolverá y olvidaré que estoy sentado bajo un árbol en Formosa, tal como estoy. Aunque, por el momento, lo único que siento es mi camisa empapada de sudor, pegoteándose a la silla de plástico en la cual espero nervioso a Cristino Sanabria, el cacique de la colonia qom La Primavera. Tengo un enorme temor de cómo responderá al pedido que me trae nuevamente hasta su comunidad, luego de veinte años. De repente lo veo aparecer por un costado de su casa, me saluda y empezamos a conversar. Habla con inmensa parsimonia, como si quisiera provocar un nerviosismo que empieza a adueñarse de mí a los pocos minutos. Tal vez quiere demostrarme que la colonia La Primavera tiene sus leyes, que su comunidad no lucha sólo por un pedazo de tierra sino por la reconquista de un tiempo propio. Es entonces cuando lo miro y pienso que no podría haber más distancia entre nosotros. Pero cuando estoy por descartar todo posible contacto real, él pronuncia una frase mágica, de esas que acompañan todo gran encuentro con un indio: “Hace pocos días soñé que recibiría su visita”. Me quedo helado ante su declaración. Algún espíritu debe haberme precedido para anunciarme, reflexiono. Tal vez mi alma se adelantó a mi cuerpo y llegó hasta esa colonia lejanísima para advertirles de mi llegada. Comprendo entonces que, al contrario de lo que pensaba, el tiempo indio posee una velocidad pasmosa. Que detrás de su aparente parsimonia, hay un bullir de Mercurios qom yendo y viniendo por la noche con mensajes urgentes. Desde ese momento trato de alinear mis sentidos y prestar atención a los silencios para descubrir a esos mensajeros de sueños escondidos en cada punto y aparte. Cristino Sanabria toma el libro que traje de regalo y mientras traza con su dedo un lento rectángulo sobre la tapa dice que actualmente la colonia tiene 5187 hectáreas, que la habitan 2300 personas en 400 casas y que poseen 70 canillas de agua comunitarias. Afirma que se debe actuar con más prudencia, no como lo hizo Félix Díaz en 2010. Porque si ellos mismos violan los límites de las tierras reconocidas en sus títulos haciendo tomas ilegales, borrarán también la legalidad de esos títulos. –Y, si esto sucede ¿qué les dejaremos a nuestros hijos para el futuro? –dice. –Aparte de esos papeles, nosotros no tenemos otro poder que nuestra palabra -exclama. A su lado, su hijo Humberto de diez años lo escucha con suma atención. Intuye un tema espinoso del que deberá seguir ocupándose dentro de algunos años, cuando sea cacique como su padre. Hablamos durante casi dos horas y la conversación se hace cada vez más cálida. La distancia entre su mundo y el mío se estrecha, pero aun así no me animo a formular mi pedido. Recién cuando estamos por despedirnos, tomo coraje y lo suelto. Cristino Sanabria me escucha, piensa un momento y responde afirmativamente. Luego de mi primer visita, en 1997, le envié a su padre, el entonces cacique Fernando Sanabria, un ejemplar de mi libro Norte Argentino, para el cual lo había fotografiado. Pocos meses después recibí una preciosa carta suya en la que ponía a mi disposición su corazón y su tierra. Su corazón me lo llevo de esta visita. La tierra la tendré más adelante. Cuando, gracias al permiso que me acaba de dar Cristino Sanabria, mis cenizas lleguen hasta aquí para ser esparcidas en el monte. A mezclar mi tiempo con su tiempo. Donde esos Mercurios tobas, nave-gantes de sueños, le enseñen a este fotógrafo gringo a ser un mensajero qom del tiempo.

NIÑOS DE LA COMUNIDAD GUARANÍ PAI ANTONIO MARTINEZ, FRACRAN, MISIONES, 2017