En el forcejeo el profesor perdió los cigarrillos, la billetera, el documento y carnet sindical. Eso fue a las cinco de la tarde, cuando lo esposaron en el piso mientras las cámaras televisivas dejaban todo registrado y un periodista evadía los empujones y le preguntaba cómo se llama.
Ahora ya es de noche. Una voz cercana le dice que hace mal a la salud meterse en quilombos y le pide cigarrillos. El eco lucha por no perderse y se convierte en zumbidos para sus oídos. Siente que algo quiere salirse del pecho. El profesor hace varias horas que espera, escuchando voces que le hablan desde el otro lado de la pared, donde dicen que están los buzones. Las rejas se abren. El Gordo Fabio va a ser el primer compañero de calabozo. Entra con un libro de tapa azul en su mano izquierda y se sienta a la derecha del profesor, en el banco largo. El profesor al verlo le parece que es un tipo diferente a los que le hablan desde el otro lado de la pared que es de ladrillos de canto. También parece que al Gordo Fabio no le afecta el olor fétido que viene desde el otro lado, que a veces se mezcla con olor a cloro y le recuerda el hedor del baño de la escuela primaria, es más, actúa como si estuviera solo en el calabozo.
Un temblor nace en la espalda del profesor y en cuestión de segundos coloniza todo su cuerpo. Lo primero que hace Fabio es apoyar el libro azul en el banco y el profesor lee las letras blancas de la tapa que dice Sinceramente. Fabio viste una camisa que parece de seda y saca una caja de metal del bolsillo del lado del corazón, la abre y apoya al lado del libro. Con las yemas del índice y pulgar de la mano derecha rompe los márgenes de la segunda hoja. La mano izquierda viene en auxilio y el recorte del papel es prolijo, en ningún momento llega hasta la letra escrita. Luego agarra tabaco de la caja de metal que tiene una calcomanía del Partido Justicialista y arma un cigarrillo con hábiles movimientos de alfarero. Lo prende sin mirar al profesor, le da una pitada y extiende el brazo. El profesor mueve la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Tres veces realiza el movimiento y vuelve la mirada hacia los ladrillos de canto.
Por centésima vez lee los nombres y los clasifica. El Manco está tallado con un pedazo de revoque, Cholito quemado con el fuego de un encendedor, El Bando puede ser el resultado de un elemento punzante. No hay ladrillo sin marcar que no le recuerde la clase que dictó la semana pasada, en el cuarto año, donde habló del arte de los hombres primitivos de las Cuevas de las manos que visitó en Santa Cruz, o que no le recuerde las Cuevas de Toquepala que visitó en Perú hace dos años en su luna de miel. El profesor habla.
—Estaban infiltrados. Ahora quedo escrachado.
—La gorra es así.
—La Jefa— dice el profesor, casi susurrando, mientras mira el libro apoyado en el banco que lo separa de Fabio.
—Reparte.
—Eh gordo, ¿estás de nuevo acá?— se escucha desde el otro lado de la pared de canto, donde dicen están las celdas buzón.
—Si loco, viste como es.
—Eh guacho, tirá un cigarro— escucha el profesor que dice otra voz. Siente que respirar es una actividad dificultosa. Fabio recorta un trozo del margen superior de la página tres del libro, sin tocar la letra escrita. Arma el cigarro, se para y por un pequeño orificio pasa el cigarrillo.
El profesor se pregunta por qué no le hicieron marcar las huellas dactilares. Siente que el hambre comienza a ser un problema secundario. Afirma para sí mismo que deben ser más de las diez de la noche y da por sentado que esto le va a costar el presentismo y quizás la titularización del cargo en el nivel superior. Un policía se acerca al calabozo, lo mira y le dice que ya está grande para andar haciéndose el zurdito, que va a terminar culo para arriba. El profesor no contesta, y se pregunta si el gremio está trabajando a estas horas de la noche en su caso y en lo que estará pensando su mujer que no sabía que iba a ir a la marcha. Mientras el policía se aleja, escucha la voz del buzón que le dice a Fabio que va a estar ahí hasta fin de mes, que vuelve al pabellón de Piñero con la gente del barrio.
Fabio se sienta al lado del profesor. Corta un trozo de papel del margen inferior de la página sesenta y ocho. Arma un cigarro. El profesor lo mira en silencio. Piensa que no tiene nada para dar.
—Armate un cigarrito, gordo.
—¿Qué me das?
—Eh loco. Mañana viene mi hermano.
—Ya sabés lo que le tenés que decir —contesta Fabio y camina hasta el orificio de la pared.
Por el pasillo marchan tres chicos junto a dos policías. Uno de los chicos deja caer un blister desde el bolsillo derecho del pantalón al pasar frente las del calabozo. A otro de los chicos parece que los hombros le pesan más que ninguna otra parte del cuerpo. Uno de los policías dice “qué pancho que son, ya van a venir con el gordo y el zurdito”. El profesor ve cómo se los llevan para otro lado. Se pregunta si a él también lo van a llevar ahí.
—Traé las pastillas— dice Fabio mientras se sienta en el banco junto al libro.
Cumple con la orden.
—Eh guacho, ¿tenés pastillas?— Se escucha del otro lado de la pared.
—¿Qué son?— pregunta Fabio.
—No sé —contesta el profesor y le da el blister.
—Guacho, dame pastilla.
—¿Qué me das?
—Mañana viene mi hermano.
Con la yema de los dos pulgares, Fabio saca dos pastillas del blister y lleva una a la boca. Luego rompe los márgenes de la página ciento cuarenta del libro, y envuelve la pastilla restante y camina hasta el orificio de la pared de ladrillos de canto. El profesor escucha gritos que vienen de lejos. Necesita hablar con su mujer. Se dice a sí mismo que no tiene que perder la calma. Dos policías ingresan al calabozo al grupo de los tres chicos. El chico que le pesan los hombros se sienta en el piso, en un rincón y parece que no se va a mover en toda la noche.
—Oficial, necesito llamar a mi mujer— dice el profesor parado sobre la reja.
—Pitín resultó ser el zurdito — contesta el policía y da dos vueltas de llave.
El profesor ve la espalda de los policías a la luz del pasillo que luego se hace oscuridad. Después se sienta en el banco largo, cerca de Fabio que comienza a romper el margen de la página cuatro del libro y arma un cigarro.
—¿Agarraste las pastillas?— Pregunta el chico más alto.
—¿Qué tenés?
—Son nuestras.
—La descartaron.
—Afuera, una punta.
—Tu amigo ya cerró los focos. Son pa' los pibes.
El profesor tiene la mirada fija en el bolsillo derecho del pantalón de Fabio, le susurra casi al oído: — Necesito hacer una llamada.
—¿Qué tenés?
—Una historia.
—Las pastillas son nuestras — dice el chico más ancho del grupo.
Mientras rompe los márgenes de la página veinte dice Fabio mirando al chico más alto: —Decile a tu pinta que se calme, ahora habla el profesor.
—Es la historia de un asesino serial de tacheros, de los ochenta.
—Hay muchas así —dice mientras rompe los márgenes de la página noventa.
—Pero él decía que tenía magnetismo en el cuerpo.
—Alto gato ese.
—Decile a tu pinta que se calle, no lo vuelvo a repetir.
El silencio viene del lado del buzón. El canto de los ladrillos rezan sus centenarias oraciones y las voces del más acá parecen ser del más allá.
—Lo leí de un libro de un escritor que lo visitaba.
—Mirá que a los pibes no le gusta que le anden con bolazos— dice Fabio mientras rompe el margen de una hoja del libro.
—Es verdad. Un día después de matar, se fue a morfar al bar donde paraba. Agarró un cuchillo, y se le queda pegado. Pensó que su cuerpo estaba magnetizado.
—¿Y qué era?
—La sangre del tachero.
—Ni que lo hubiera pinchado y abierto. Tiene ma mentira este gato— dice el chico más ancho del grupo. Fabio mira al profesor y pregunta.
—¿Eso es?
—Capaz que no lo conté bien.
—No, no lo contaste bien. ¿Dónde lo pinchó?
—En el hígado. Sangró lento. Le quedó por todo el brazo— dice el profesor mientras flota la palma de la mano izquierda por el antebrazo derecho.
—Sí, seguro fue así. Es ahí— contesta Fabio mientras recuerda a su padre, y las noches de servicio público, arriba del Peugeot 504. La mirada parece que se le inunda en un océano sin fondo. Luego le da un cigarrillo encendido al profesor y lee Ricardo Melogno en un ladrillo de canto quemado por el uso de un encendedor. Unos segundos de silencio bastan para que del bolsillo derecho del pantalón saque el teléfono celular. Lo enciende.