Hoy la justicia dará su veredicto sobre los llamados “vuelos de la muerte” en el tercer juicio sobre la ESMA. Es la primera vez que ese mecanismo sistemático de asesinato se juzga en la Argentina.

Como ningún otro crimen cometido en la ESMA y en otros centros clandestinos durante la última dictadura, el asesinato colectivo a través de “vuelos de la muerte” estuvo pensado y planificado para permanecer en silencio y no dejar rastros. Los operativos que sacaban grupos de prisioneros adormecidos de la ESMA para llevarlos a Ezeiza o a Aeroparque, subirlos en aviones y arrojarlos en alta mar cumplían, en efecto, dos de los cometidos de la desaparición de personas: aniquilar grupos de seres humanos y ocultar los cuerpos, para que nadie los encontrara y no hubiera huellas del crimen. Esos vuelos, y en otros casos el enterramiento clandestino, eran el último eslabón en la cadena de acciones de la desaparición forzada de personas: el secuestro, la tortura, la reclusión, el asesinato… la desaparición del cuerpo. Por eso, de esos vuelos no hay testigos vivos. Hay víctimas sobrevivientes que han podido relatar el secuestro, la tortura propia o de otros detenidos y detenidas, incluso el asesinato, pero no los “vuelos”. Quienes fueron llevados en esos aviones no volvieron. El testigo ocular, si lo hay, es entonces el asesino, o quien haya colaborado con él y, como sabemos, en la Argentina esos “testigos” casi no han hablado. Aunque, curiosamente, para “los vuelos de la muerte”, tal vez por la atrocidad extrema cometida, algunos sí se refirieron explícitamente a esos crímenes. 

En cualquier caso, hoy, gracias a la laboriosa reconstrucción que han hecho las investigaciones judiciales, estamos seguros de la existencia de “los vuelos de la muerte” y tenemos suficientes elementos para entender su operatoria y estructura.

En primer lugar, si bien los testimonios de los sobrevivientes no han sido “presenciales” con respecto a los vuelos mismos, sí hay suficientes indicios dados por decenas de víctimas acerca de la manera en que, dentro de la ESMA, se preparaban esos operativos. Todos coinciden en señalar que se hacían periódicamente (una o dos veces por semana, según la época), que esos días toda la rutina se alteraba, que se llamaba a los detenidos “seleccionados” por número, que se los ponía en filas, se los bajaba al sótano, se les inyectaba una droga que los adormecía, se los sacaba en camiones o en helicópteros y que luego no se sabía nada más de ellos. 

En segundo lugar, también algunos represores, como Raúl Vilariño y Roberto Peregrino Fernández, testimoniaron tan tempranamente como en 1983 y 1984 señalando que desde la ESMA se organizaban “vuelos sin puerta” (como los llamaban en aquel entonces) por los que se arrojaba al mar a detenidos-desaparecidos vivos. Esto significa que, por la palabra de los mismos represores, ya se sabía la existencia y frecuencia de los vuelos mucho antes de que, en 1995, el represor Adolfo Scilingo diera declaraciones públicas sobre las 30 personas que él mismo arrojó al mar (hablando no sólo ante el periodista Horacio Verbitsky, sino también luego ante periodistas como Mariano Grondona en la televisión). Años después, a partir del testimonio de Scilingo la Audiencia Nacional de Madrid dio por probada la existencia de los “vuelos de la muerte”. Pero estos tampoco son los únicos testimonios aportados por los propios militares: también en 1984, una denuncia de oficiales jóvenes de la Prefectura describió esos vuelos con detalles. También aportó con sus investigaciones el Equipo Argentino de Antropología Forense que, en 2005, identificó los restos de Azucena Villaflor de De Vincenti, Reneé Léonie Duquet, Esther Ballestrino de Careaga y María Eugenia Ponce de Bianco como los cuerpos que habían aparecido en las costas argentinas en diciembre 1977 y que luego fueron enterrados como NN. Cuando aparecieron, los cuerpos tenían marcas de ataduras y golpes y las primeras pericias indicaron que habían sido arrojados al mar desde la altura. Hoy se sabe, por testigos directos, que estas personas habían estado secuestradas en la ESMA. 

Como todas las acciones de ese centro clandestino, los “vuelos de la muerte” también necesitaron de una estructura que les proveyera instrumentos y personal. En ese marco, la justicia encontró documentación que establece el uso de aviones y helicópteros dentro de los planes antisubversivos de la Marina. También se encontró amplia documentación que muestra que fue la División de Aviación de la Prefectura Naval la que proveyó aviones y personal para los grupos de tareas, y en los legajos de varios integrantes se mencionan problemas psicológicos derivados de su participación en vuelos “con la puerta abierta”. También se encontraron las planillas de vuelo de aviones cuyo diseño permitía arrojar carga en vuelo, como son los aviones Skyvan. Esos y otros documentos han servido para reconstruir las estructuras militares y aeronavales que funcionaron al servicio de la ESMA y la participación de la Prefectura naval en ello. 

Esta documentación y estos testimonios que la justicia ha logrado reconstruir y ensamblar en un conjunto coherente aportan un conocimiento invalorable para nuestra comprensión histórica del sistema represivo y, en particular, de cómo funcionó el engranaje de la ESMA y los llamados “vuelos de la muerte”. Hasta ahora estos conocimientos eran fragmentarios y diversos; de hecho el dato públicamente más conocido sobre los vuelos era sólo el testimonio de Adolfo Scilingo. Pero, aun así, carecemos de algunos datos cruciales como los destinos y los horarios de los vuelos realizados, porque esa información no está en las planillas administrativas encontradas ni en la documentación (hasta ahora) disponible. Entonces, si no disponemos de esa prueba burocrática de los vuelos ni de testigos sobrevivientes directos de esa experiencia, ¿quiere decir que, como sociedad, no podemos estar seguros sobre la verdad de lo sucedido?

De ninguna manera: podemos estar seguros porque tenemos las pruebas suficientes. Pensar que podríamos reconstruir la historia contando con todos los datos que permitirían conocer lo sucedido detalle por detalle, sin el más mínimo hueco, es una ilusión imposible. En general, para cualquier hecho histórico no sabemos ni tenemos la prueba de todos y cada uno de los elementos, pero quienes trabajamos en la reconstrucción del pasado - historiadores y jueces, cada uno en sus ámbitos específicos-, tenemos evidencias e indicios que nos permiten afirmar la veracidad de ciertos acontecimientos a través de inferencias y relaciones lógicas entre lo que sabemos y lo que vamos descubriendo. Para el caso de la historia del terrorismo de Estado en la Argentina, el primer dato fundamental a tener en cuenta es la lógica con que se realizó la represión: su clandestinidad. Esto significa que toda la estructura de las fuerzas de seguridad operó en secreto y con la intención de ocultar las evidencias de los crímenes. Todo fue realizado para que no pudiera ser descubierto. El hecho mismo de desaparecer los cuerpos era una forma de ocultar el delito, aunque luego la desaparición se transformara en el crimen más imborrable de nuestra historia. Por eso mismo, difícilmente encontremos el dato último que confirme cada uno de los crímenes cometidos, pero sí contamos con una gran cantidad de testimonios –de víctimas y también de victimarios–, de documentos y de indicios que confirman, sin dudas, la atrocidad de lo hecho por las Fuerzas Armadas.  

Como sociedad necesitamos conocer y entender lo sucedido con la represión clandestina durante la última dictadura. Para ello, desde 1985 hasta el presente, y especialmente a través de los relatos de las víctimas, la justicia nos ha aportado un conocimiento invaluable sobre ese proceso. La existencia y el funcionamiento de los “vuelos de la muerte” es parte de ese aporte que el trabajo judicial continúa haciendo para nuestra reconstrucción como comunidad política. 

* Investigadoras del Conicet, especialistas en Historia reciente argentina.