Desde comienzos del 2016 se viene produciendo por parte de las actuales autoridades nacionales un escenario de obstaculización y –finalmente– detenimiento del proceso de implementación de la Ley Nacional de Salud Mental (LNSM) que se inició en 2010. Estos obstáculos se expresan en dos dimensiones. Por un lado, se van neutralizando los espacios creados para la discusión y monitoreo de la Ley y, por otro lado, vuelve a  jerarquizarse un enfoque unicausal, individualista, biologicista y orientado a buscar explicaciones en teorías basadas en evidencias y en el aplicacionismo acrítico de las neurociencias. Marco normativo, el de la LNSM y la de otras legislaciones respetuosas de los derechos humanos –tales como la Ley Nacional de Consumos problemáticos o la Ley Nacional de Derechos del Paciente– que produjeron un conflicto en el interior de las prácticas, discursos y del campo sanitario en su conjunto, por ponderar la centralidad del usuario en los procesos de toma de decisión, sus derechos y su dignidad en las prácticas en salud mental.

Por el contrario, la apelación al padecimiento como hecho y responsabilidad individual, o la promesa de las píldoras como panacea frente a signos y síntomas, abonan un contexto que invisibiliza la dimensión social en la producción de padecimiento subjetivo; fundamentalmente, los modos de padecimiento que devienen de la inequidad y de la imposibilidad de ejercer derechos ciudadanos. Retorna la discusión con respecto a la hipervalorización del poder médico clásico por encima de la intervención de profesionales de otras disciplina, atentando contra la necesidad de un abordaje interdisciplinario. La re-centralización de la mirada médica hegemónica en la producción de diagnósticos y, lo más importante, la toma de distancia de las vivencias de los propios sujetos en cuanto a sus padecimientos, se transforman en un pilar central del fortalecimiento de la alianza con la industria farmacéutica y los laboratorios. Se desliza así un retorno, y con ello una regresión, a prácticas pensadas para intervenir sobre una sintomatología que ignora la centralidad del hecho subjetivo en su conjunto.

En este contexto, el texto del anteproyecto de Ley sobre “internación de adictos” (0812-D-2017) que se presentó hace poco en el Congreso de la Nación es preocupante por cuanto remonta definiciones propias de un paradigma punitivo y represivo so pretexto del cuidado de la salud. En el Artículo 1º se plantea como objeto de intervención a los “consumidores problemáticos de drogas cuando mediare situación de riesgo cierto e inminente de un daño para sí o para terceros”. Cabe señalar la diferencia entre un consumo problemático y un consumidor problemático. El énfasis puesto en los consumidores ha permitido por décadas sostener la tesis de que persiguiendo al eslabón más débil de la cadena podría capturarse al otro vértice, es decir, los narcotraficantes. Esta lógica produjo un escenario de persecución y judicialización de personas capturadas con pequeñas cantidades de sustancias para consumo personal, práctica habilitada por la vigente Ley de estupefacientes 23.737 (CPPN); concepción que desde el cambio de gestión a nivel nacional se profundiza por la “guerra contra el narcotráfico” que desde el Estado se publicita sin demasiados fundamentos técnicos más que por un incremento preocupante de la persecución a consumidores por parte de las Fuerzas de Seguridad. El Artículo 5º alude a que las personas que se encuentren en espacios públicos en situación de riesgo cierto e inminente de daño “deberán recibir atención inmediata”. Aun suponiendo que hay acuerdo sobre la idea de atención inmediata, surge el interrogante acerca de quién va a determinar el riesgo en el espacio público. Llama la atención que, ante la misma situación de riesgo de daño, pero en el espacio privado, la debida atención inmediata podrá requerirla “cualquier familiar o conviviente”, pudiendo concluir así una asimetría entre el entorno público y privado que devela al criterio de daño o atención inmediata como una mera excusa. En este marco, en el Artículo 7º se plantea lo que consideramos el verdadero quid de la cuestión: se legitima la posibilidad de internar sin consentimiento so pretexto de cuidar la salud. El texto del anteproyecto plantea que la internación sin consentimiento “deberá ser entendida como una medida cautelar preventiva”. 

A su vez, llama la atención la apelación del anteproyecto a la creación de diversas instancias nacionales ocupadas del monitoreo de las internaciones y tratamientos en consumos problemáticos, habida cuenta de la existencia a priori de diversas instancias creadas por la LNSM –tales como el Órgano de Revisión, la Comisión Nacional Interministerial en Políticas de Salud Mental y Adicciones o el Consejo Consultivo Honorario–, ya que justamente la actual gestión ha hecho lo propio por invalidar a estas últimas. Así, lo paradójico en cuestión encuentra su explicación, esto es, la creación de un sistema paralelo que escinda de hecho al campo de la salud mental de los consumos problemáticos, cuestión totalmente injustificada tanto desde el punto de vista institucional como desde lo propio de la clínica.

Estas ideas descansan en la reaparición de las instituciones conocidas como  “granjas de rehabilitación para adictos”, las cuales han cumplido un rol central en la década de los ì90 en el tratamiento previsto para las personas con consumos problemáticos de sustancias. Rol central en cuanto al cobro de cápitas por internaciones con pocos controles tanto en su indicación y finalidad terapéutica como en su duración. Existen actualmente investigaciones judiciales sobre algunas de estas instituciones por episodios más parecidos a privaciones de la libertad que a tratamientos respetuosos de los derechos humanos. 

Resuena el derogado texto de la Ley 22.914 de internación y egreso de establecimientos de salud mental; resuena también la existencia de varios anteproyectos presentados por diversos bloques (principalmente del Frente Renovador, 1País) que apuntan a derogar el Artículo 4º de la LNSM, el cual justamente incluye a los consumos problemáticos en el interior del campo sanitario, lo que posibilitó su corrimiento de la esfera meramente punitiva. Pero al mismo tiempo dichos anteproyectos o políticas públicas promovidas conviven paradójicamente con las mencionadas legislaciones respetuosas de los derechos humanos, lo cual permite intuir un modus operandi harto conocido de la actual gestión en salud-salud mental: el sostenimiento de marcos normativos contradictorios –sin la derogación o cancelación de los más progresistas y socialmente justos– en función de enfatizar a la norma más restrictiva, punitiva y afín a la lógica mercantil.

Así como existe evidencia del fracaso de la llamada “guerra contra el narcotráfico” –y su efecto en diversas experiencias de América Latina, el recrudecimiento de los niveles de violencia social–, al mismo tiempo resulta preocupante e ineficaz suponer que el cuidado por parte del Estado de las personas en situación de consumo problemático será más efectivo y potente incrementando los niveles de persecución, arbitrariedad en los procesos clínicos restrictivos de derechos, y en otorgarle un cheque en blanco a instituciones y dispositivos poco interesados tanto en una verdadera efectividad clínica –entiendo a esta como la apuesta a mayores grados de autonomía– como por el respeto de la dignidad de las personas. En todo caso, la pregunta por lo problemático de los consumos –en tiempos cada vez más feroces del consumismo y de las lógicas mercantiles del intercambio de la vida social– requiere sincerar las discusiones y apuntar a modos más justos y complejos en los que el Estado pueda articular y dialogar con todos los sectores pero, fundamentalmente, con los usuarios –cuyos derechos no pueden retroceder–. Pensar así a lo problemático más allá de la mera individualidad.

* Doctora en Psicología (UBA). Magíster en la Problemática del Uso Indebido de Drogas. UBA. Profesora adjunta de Salud Pública y Salud Mental II, Facultad de Psicologías, UBA.

** Licenciado en Psicología (UBA). Psicoanalista. Becario doctoral Conicet. Docente en Salud Pública y Salud Mental II, Facultad de Psicología, UBA. Miembro de Enclaves. Ex asesor en temáticas de salud mental en el Ministerio de Salud de la Nación.