En las novelas clásicas inglesas que nos hacían leer en el colegio, en Dickens, por ejemplo, escaseaban las protagonistas femeninas. Había sí, mujeres importantes, incluso inolvidables. Como miss Havisham, la anciana delirante y perversa de Great Expectations, quien pobló más de uno de mis sueños. Pero la figura central de estos textos era varón: en general un niño huérfano, menospreciado, desvalido –Oliver Twist, David Copperfield, Pip– que se destacaba por su infinita paciencia, por su inteligencia, su tesón y por qué no, su gracia. Si había niñas protagonistas no las recuerdo, con la excepción de la adolescente Stella (a quien posiblemente recuerde mejor porque Jean Simmons la encarnó en el cine) y de la pegajosamente patética Little Nell de The Old Curiosity Shop, de quien decía Oscar Wilde que había que tener el corazón de piedra para no estallar de risa al leer la descripción de su muerte. Más que identificarme con estos personajes o de meramente simpatizar con ellos –hablo de los varones, no de Little Nell– se puede decir que me los traducía: los hacía míos o, mejor dicho, los hacía yo.

Hasta que no tuve que traducir más. Cuando comencé lo que vendría a ser el equivalente inglés de los estudios secundarios, cambió la literatura. Apareció Jane Austen pero, sobre todo, aparecieron las hermanas Brontë: apareció Jane Eyre, la primera protagonista mujer a través de cuyos ojos vi el mundo, es decir, percibí una manera distinta de relacionarse –de relacionarme– con lo otro. Y de desearlo con pasión.  

Fragmentos de Citas de lectura, de Sylvia Molloy, recientemente publicado por Ampersand.