Mi mujer reconoce las llaves no por su fisonomía general, sino por los dientes. Antes de abrir la puerta de casa mira la terminación de la llave y la coloca en la cerradura adecuada. Yo no entiendo cómo puede, en medio de la vorágine del día a día, ponerse a observar eso, que para mí es una mirada aguda, en detalle.
Yo las observo someramente por su cabeza redonda, cuadrangular u ovalada y las identifico porque las pinto por arriba. Pero ella, ante la puerta, toma la llave y le reconoce una caries en el diente de la misma, entonces así aparta la indicada del resto del manojo y la coloca en la cerradura. Ella mira de una forma diferente a como yo lo hago, lee cosas que yo no leo.
Quizás su realidad tenga otros relieves y entre los distintos brocados de su mundo ella se quede con los que yo no llego a detenerme. Entonces más que nunca considero necesario andar y desandar los mismos lugares varias veces hasta descubrir que ya no hay más nada por descubrir o hasta agotarme.
La realidad se presenta como un libro troquelado donde uno avanza yendo hacia adentro y no adelante. Quizás por eso me lleva mucho tiempo la vida, por eso doy tantas vueltas a cada suceso, decisión o acto cotidiano buscando algún mensaje encriptado, algún tesoro en el fondo de los actos más rutinarios. Quizás, por eso, por admiración o por curiosidad, trato de caminar las callecitas del barrio que ella elige en sus caminatas para ver si me encuentro con algún atajo esmerilado de luces de sol y sombra que desprende un Aguaribay afiebrado por un atardecer (un komorebi, como definen los japoneses a esa suerte de epifanía visual) o, tal vez, parapetado cómodamente detrás de una magnolia añosa, descubro los pájaros expeditivos que a ella la nimban y con los que resuelve cada situación compleja o nimia con una practicidad coreográfica de vuelo migrante.
El tiempo de ella y el mío son diferentes. El de ella es mucho más elástico y verla me recuerda a Johnny Parker en “El Perseguidor” que metía grandes momentos del pasado en el trayecto del metro París- Marsella; pero ella lo hace con acciones del presente y no con los recuerdos como materia prima.
Pienso también en el tiempo de mi hija que se parece al del colibrí que flota en todas las flores blancas del Hibiscus de la ventana y lo hace antes de que yo pueda terminar un mate; o en la práctica de lectura que, con el vértigo de estas épocas, es un ejercicio anacrónico.
En las largas horas que cuido a mi hija ensimismada en sus revistas y crayones, me subo al 153 que va a 1994, Rosario, salita amarilla, tía Luján, monja y cocinera, portón del jardín donde me buscaba para llevarme a la cantina del otro colegio mientras esperaba que mi padre terminara de trabajar matando ese tiempo de espera, que para un niño es eterno como los santos de su rosario.
Usaba golosinas y adaptaba su registro al lenguaje y a los intereses de un niño para poder reducir los años que nos distanciaban. Me buscaba por el jardín y desconozco si estaba al tanto de las preguntas que me hacían el resto de los nenes cuando la veían llegar, bordear el arenero bamboleándose con un brazo por detrás de la espalda, acercarse a nosotros que nos empezábamos a despedir: “¿por qué tu mamá es monja?”, me preguntaban.
La tía, además de regalarme golosinas y obsequiarle tartas de manzana invertida a mi padre, usaba siempre una colonia que permitía definir a la distancia, mucho antes de que llegara y me abrazara, lo que los ojos aún no alcanzaban a ver; aquellos rasgos más agudos de su rostro blanquecino con filigranas rosadas en las mejillas.
La tía Luján me buscaba a la salida del jardín y dejaba en el bolsillo de la sotana un huevito Kínder para que durante el trayecto de vuelta yo encontrara oportunidad de robárselo. Y no era demasiado difícil, porque era un bolsillo a mi altura y de gran tamaño para que se pudiera guardar un evangelio con tapas de cuero e infinitos santos.
Ya en la mesa cocina del colegio Misericordia, me entretenía armando las sorpresitas que venían adentro con ayuda de ella y las demás asistentes escolares que compartían la mesa durante el almuerzo y el descanso laboral. Para mí la tía era Dios en el colegio, tenía acceso a todos los sitios, a la cocina, a la cantina, detrás del altar donde descubrí por primera vez la espalda de los santos y uno aprende a estar relajado por el beneficio de la perspectiva. Entonces, mientras esperábamos a mi padre que saliera del trabajo, en la mesa cantina armábamos autitos, muñequitos y rezongaba de aquellas otras mini estatuillas, cocodrilitos con ropa, duendes inexpresivos, enemigos de la curiosidad y del esfuerzo que no dejaban nada para hacer, incrementando el tiempo que nosotros debíamos reducir entre varias personas siguiendo los pasos de un papel de instrucciones que venían unos papelitos doblados hasta el cansancio.
Luego, al pisar la primaria ella ya no venía a buscarme, quizás, para no importunarme ante la pregunta de mis compañeros de curso o porque un tumor en el cerebro la demoraba en otras calles y kioscos. El recuerdo que tengo de ella es antagónico como las dos caras de los huevos de chocolate; dulce como las golosinas que sustraía de la cantina del colegio y guardaba en la sotana, pero amargo por mi primer contacto con la muerte.
En la película “Click” de Frank Coraci, protagonizada por Adam Sandler, un hombre decide suprimir los momentos aburridos o indeseables por los que le toca pasar, hasta el punto que descubre sobre el final: que ha suprimido una gran parte de su vida, que se encuentra al filo de la muerte, que también se perdió el crecimiento de sus hijos, diálogos con su mujer, reuniones y otras cotidianidades.
En la cancha escarchada de junio, el plantel reunido en ronda, un técnico empollando una pelota despellejada nos decía fanfarróneamente: el fútbol es sencillo, lo complicado son los jugadores; si la pelota viene difícil, no hay más que revolearla afuera de la cancha. Lo más fácil es destruir la jugada, armarla es otra cosa, sino miren las cotizaciones generales de los pases de enganches o delanteros y su diferencia con arqueros y defensores.
Es, tal vez, por todas estas imágenes que agrupo cuando apoyo la cabeza contra el vidrio frío de la ventana del bondi mientras mi hija lee revistas y diarios viejos en la cocina de casa que pienso en la frase “matar el tiempo” y la rechazo; porque tiene que ver con Thánatos y su pulsión de muerte.
Me gusta más la frase: “hacer tiempo”, crearlo, el Eros, aunque esté también un poco fuera de época y hoy los vientos despierten a las salamandras de la destrucción, el desfinanciamiento y las privatizaciones en la hoguera de la noche más austral.
Pero si hago el ejercicio de cerrar los ojos, siento los golpeteos en la sien por una ventana trémula y reconozco un empedrado tapado mientras espero el solcito que en cualquier momento puede darme de lleno en la cara cuando el cole doble en el barrio donde Soledad y mi hija me esperan en un remanso de la siesta.
Ahí es cuando entiendo que este presente será algún día pasado, nuestro París de Casablanca, una carpetita de dibujo con partituras que nos definen y que ningún atracadero podrá disolver en su escondite lo que fuimos, lo que somos.
*El tiempo está después, canción de Fernando Cabrera.