“Del sendero llévese solo buenos recuerdos”, sugiere con énfasis un cartel ubicado en una de las zonas turísticas del Parque Nacional Los Alerces. Hay algo de advertencia en la recomendación: si no cuidamos nuestra naturaleza pronto no va a quedar nada, parece decirnos. Con esta idea flotando caminamos rumbo a Puerto Chucao para tomar la embarcación que, por el lago Menéndez, nos llevará a conocer el famoso Alerzal Milenario que ha sido uno de los motivos para que 188.379 hectáreas de este parque nacional (que en total tiene 263.000) fueran declaradas Sitio de Patrimonio Mundial por la Unesco. 

“El alerce más viejo en este circuito que visitaremos tiene 2600 años, pero en lugares de no acceso al público hay ejemplares de más de 3000”, explica el guardaparque Fernando Falke mientras nos pide que nos limpiemos los pies en unos cepillos adheridos al suelo antes de entrar al muelle en cuyo final nos espera la embarcación: es para evitar la proliferación de  didymo, un alga exótica que afecta los cursos de agua ya que se reproduce rápidamente y no deja pasar la luz que necesitan los organismos para reproducirse. “Luego pasen los pies por ese lugar con agua y cloro, así nos aseguramos de que no haya contaminación”, recalca Falke.

 

José Calo
Lago y montañas, la esencia del paisaje en el Parque Nacional Los Alerces

 

AGUA Y BOSQUE Subimos a la embarcación que nos espera sobre el lago Menéndez. Mientras navegamos pasamos por la Isla Grande donde habita una rana endémica del lugar y avistamos el glaciar Torrecillas, otro de los protagonistas del recorrido. “Llegamos”, dice Falke al cabo de una hora de navegación y nos dirigimos a la pasarela que nos permitirá adentrarnos en el Alerzal Milenario. Los primeros 600 metros del recorrido son aptos para transitar también con silla de ruedas, y culminan en la cascada del río Cisne que compone uno de esos bellos cuadros de bosque patagónico con árboles, piedras, ramas y un agua cristalina que promete ser helada. Complementan la escena enormes piedras con líquenes, una asociación entre un alga y un hongo muy típica de los ambientes húmedos como este (caen unos 3500 mm por año) que resulta de vital importancia porque conforma un hábitat ideal para la vida de vertebrados e invertebrados.

“Otro de los valores de nuestro parque es que existen ambientes libres de salmónidos, lo cual ya no es común en la Patagonia, y uno de ellos es este lugar”, dice el biólogo Gabriel Bauer mientras contemplamos el paisaje. “Que no haya salmónidos es muy bueno porque estas especies exóticas compiten por el alimento con los peces nativos, como el puyen grande y la peladilla listada, y pueden ser fuente de problemas para su supervivencia”. 

Finalmente es el momento de detenerse a observar al alerce de 2600 años que es el protagonista del paseo. Lo primero que ven nuestros ojos es su tronco ancho, áspero y de esa corteza tan particular que parece ir descascarándose. Pero lo primero que percibimos es su inmensidad en todo el sentido de la palabra. Hay que quedarse un buen rato mirándolo y haciendo memoria acerca de los avatares de la historia para entender de verdad que este árbol nació antes de que los años comenzaran a contarse como lo hacemos ahora (DC, después de Cristo) y de que ese mundo era otro mundo. “El alerce es la segunda especie más longeva del planeta (la primera es un pino de Norteamérica) y es la que nos puede ‘contar’ a los biólogos cómo era el clima hace miles de años”, destaca Bauer. “Está presente solamente en el sur de Argentina y de Chile y durante mucho tiempo fue explotado para hacer techos y construcciones en general, ya que su madera es prácticamente imputrescible”.

Desde nuestra perspectiva, este árbol  parece no terminar nunca: su edad y sus 50 metros de altura lo convierten en un coloso que hay que respetar. Allá lejos, arriba, su follaje inalcanzable se mueve apenas con el viento y, sumado al sonido de la cascada, nos transporta a un mundo antiguo y solitario, con algo de fantástico, a uno de esos bosques donde siempre hay muchas más cosas que las que se dejan ver. “Es hora de volver”, dice en voz alta Falke, sacándonos de nuestro ensueño como si un gigante nos agarrara del pescuezo justo a tiempo. Los vuelos de la imaginación se tornan febriles en lugares como este.

Empieza a caer la tarde y la embarcación nos devuelve al sendero donde estaba el cartel que recomendaba no llevarse nada y en minutos volvemos a la camioneta que nos lleva a la hostería Quime Quipán, donde nos han preparado una café caliente a orillas del lago Futalaufquen. Parece raro de pronto estar en un lugar tan ‘urbano’ con wi-fi, mesas y sillones, cuando hace un rato nomás estábamos frente a un árbol que parecía a punto de contarnos una historia maravillosa. Pero aquí estamos, con una ligera llovizna que acompaña la llegada de la noche.

Hacemos tiempo hasta que llega la hora de ir a García, el restaurante pegado a la hostería que nos espera con la comida. Lo primero que llega son panes saborizados y coloridos: de remolacha, de tomate, de zanahoria. Luego, a elegir entre borrego con verduras grilladas y pastas rellenas con calabaza ahumada y otras cositas. Alguien sirve vino y atiza el fuego del hogar. Todo está listo para una cena bien patagónica.

 

El Alerce Abuelo, una reliquia que es la joya más preciada del Alerzal Milenario.

 

UN LUGAR AGRESTE El día siguiente también nos encuentra en el Parque Nacional Los Alerces, ahora recorriendo los distintos puntos panorámicos, paisajes y tipo de servicios al turista, ya que se trata de un área protegida muy agreste pero también con instalaciones que permiten disfrutar de la naturaleza con confort. “Además de las hosterías presentes, en el Parque tenemos las tres categorías de camping: libres (sin mesas ni sanitarios), agrestes (fogones, sanitarios y pequeña proveeduría) y organizados, con todos los servicios”, resume Mariela Gauna, coordinadora de Uso Público y Conservación del Parque Nacional mientras describe que las actividades principales que realiza el turista son trekking, avistaje de aves, kayak, cabalgatas y pesca. “Ser Patrimonio Mundial jerarquiza el área y se espera que llegue más turismo, sobre todo internacional, por eso estamos dedicados a la mejora de los servicios y a preparar las sendas que recibirán más cantidad de turistas”, explica. 

Nuestro recorrido comienza por un camping libre sobre el lago Futalaufquen. Tal como nos habían explicado, este tipo de camping no cuenta con ningún tipo de servicio; es para quienes quieren estar en contacto directo con la naturaleza y olvidarse por unos días de que existen cosas como televisión, señal de celular, sommiers o ducha caliente. Más allá de lo que son estrictamente “comodidades”, hay ciertas precauciones a tener en cuenta cuando se visita un área natural y agreste. Por ejemplo, evitar acampar o permanecer bajo árboles que tengan ramas secas y más aún si es un día de viento; tener en cuenta que los lagos tienen aguas muy frías y profundas y que no hay servicio de guardavidas; guardar la comida en lugares herméticos para evitar que algún animal se tiente y recordar también que, aunque se vea cristalina, el agua de vertientes y arroyos no es potable. 

Otra de las actividades que el paisaje invita a realizar es el avistaje de aves (se han registrado más de 100 especies en el parque) donde se destacan el cóndor, el pato de los torrentes, el martín pescador y el chucao, que da nombre a uno de los senderos. La flora también representa otra posibilidad de aprendizaje y de disfrute, como ocurre con el chilco, un arbusto de flores rojas y violetas polinizadas por el picaflor rubí. Por supuesto que “la figurita difícil” que todo el mundo busca es el huemul, un ciervo autóctono y en peligro de extinción que en 1996 fue declarado Monumento Natural. Verlo es toda una experiencia.

SERVICIOS DE CIUDAD El paseo por el Parque Nacional Los Alerces se complementa con la visita a Esquel (a 50 kilómetros) y a Trevelin (28), donde hay actividades turísticas y servicios. Algunos de los atractivos más conocidos son La Trochita, que con sus locomotoras de 1922 y trocha angosta propone recorrer el trayecto hasta la comunidad mapuche tehuelche Nahuel Pan; el centro de esquí La Hoya, ideal para los que quieren dar el primer paso en el deporte; y el poblado chileno de Futaleufú, a solo 70 kilómetros de Esquel. Pero quizás el más clásico de clásicos para los que gustan de la historia y de los sabores es tomar la merienda en una de las casas de té de Trevelin. Allí nos dirigimos, más exactamente a La Mutisia (es el nombre de una enredadera) que ya va por la cuarta generación dedicada a mantener vivas las tradiciones gastronómicas de los galeses que llegaron a la Patagonia a finales del siglo XIX.

Nos reciben con una mesa larga repleta de platitos con tortas, dulces caseros y hasta pan recién horneado, cortado y ya untado con manteca, listo para dar el bocado; hermosas teteras y servilletas bordadas complementan la propuesta. Si bien la torta de crema se lleva casi todos los elogios, la galesa es la protagonista principal y es inevitable la preguntar por qué dura tanto sin ponerse fea (en el caso de que uno quiera guardarla). “Se debe a que en vez de leche lleva licor”, responde con sencillez Marlyn Evelyn Day que, junto a su hija Leila, cocina y lleva adelante el lugar, mientras nos ofrece una porción de tarta con ruibarbo, una planta de la zona cuya acidez contrasta deliciosamente con lo dulce. Son casi las ocho de la noche y aún es muy de día; quizás por eso seguimos tomando el té como si nada. Mejor así: todavía nos falta probar el budín húmedo de chocolate y los scones salados que son un descanso para el paladar antes de la última e inevitable porción de torta galesa