Imposible adivinar los años que tenía aquél hombre, lo único que puedo decir es que para mí era el viejo más viejo del mundo. Durante el día, el pregón del botellero se columpiaba en el viento junto a un coro de voces de vendedores ambulantes cantando a gritos distintas estrofas sobre el mismo ritmo monótono interpretado por cuatro herraduras golpeando un paño de adoquines desparejos. Por las noches el cuchicheo de los vecinos, sentados en fila sobre una vereda iluminada con luz mortecina, era canción de cuna para un barrio obrero en el final de una jornada de trabajo.
Nosotros asistíamos a la escuela nocturna a cielo abierto sin guardapolvos ni maestros, pero con muchos porteros que nos cuidaban con recelo. Don Nazareno nunca inauguró aquella ceremonia, era el último de la cuadra en irse a dormir, su aparición tardía sobre el escenario de baldosas producía un silencio de radio en los actores de reparto, quienes observaban con atención los lentos movimientos del antiguo, acomodando algunos objetos que llenaban su soledad, una mesa cuadrada de boliche con su silla de madera haciendo juego, la inconfundible jarra de aluminio abollada conteniendo sangría recién preparada y una pesada linterna cargada con seis pilas grandes.
Los Colombo eran una de las familias más antiguas del barrio, conocían al veterano desde mucho tiempo atrás, las opiniones del matrimonio eran tan precisas como opuestas. Doña Matilde no tuvo piedad, cuando desde el centro de algún rencor encapsulado lo definió como un engrupido, un cantor frustrado, un poeta desconocido, un vago profesional. Su esposo José, en cambio, lo reconoció como un electricista de los buenos, un hombre que trabajó por su cuenta cada vez que precisó dinero y siempre había necesitado muy poco para vivir, además, agregó, nunca lo había escuchado quejarse por nada, ni hablar mal de ningún semejante.
A medida que iba coleccionando voces disonantes sobre el emblema totémico de la calle San Luis, crecía cada día mas mí deseo de escuchar su propia voz. Me animé a hablarle el mismo día en el que me regalaron la bicicleta. Ante su sorpresa, frené de golpe mí caballo con ruedas delante de su casa para contarle mi buena nueva. En ese momento pude ver de cerca su cara picada de viruela, su nariz chata y sus ojos achinados, los mismos que habían conocido de frente a la cruel mentira pero que aún conservaban, flotando en una mirada buena, hilachas de una vieja ilusión.
Después de escuchar cantar el vino en su garganta y de un largo silencio en donde el olvidado pareció pensar antes de pensar para después largar al aire su pensamiento, “te felicito pibe…gran invento la bicicleta… el secreto radica en los pedales, uno representa el esfuerzo individual y el otro el bien común, ambos se complementan, no funciona la cosa con una sola manija”. No sé si entendí su respuesta metafórica en aquél momento, pero percibí que había quedado, entre los dos, una puerta abierta para nuevas charlas.
Una noche poblada de alguaciles le pregunté sobre el enigma de la linterna, me respondió que debía cuidarse de no tropezar con nada al cruzar la oscuridad de su patio en el camino de regreso. No sin atrevimiento critiqué la falta de un tubo fluorescente que iluminara toda la entrada en la casa de un electricista. Fue entonces, cuando volvió a contestarme desde otro lugar, me dijo: “Es ancho y negro el olvido, dice Jaime Dávalos, con mi linterna ilumino sólo lo que deseo recordar, hay muchas cosas que es mejor que sigan ocultas en las tinieblas”.
Sabiendo de su amor por las letras, en una oportunidad, tal vez para impresionarlo, le comenté que siempre me sacaba 10 en Lengua y que era el alumno que mejor leía de todo el grado. Inmediatamente me pidió que le contestara, sin mirar para arriba, qué luna teníamos en ese momento. Sólo atiné a levantar mis hombros en señal de total ignorancia. Fue entonces cuando me volvió a enseñar: “El hombre, pibe, lo primero que leyó fue el cielo... estrellas, luceros y satélites fueron los primeros signos a descifrar, es el mismo misterio el que nos cubre, un manto paliativo para todos los mortales“.
Castigado por dos leyes vigentes, la 31 y multa junto a otra norma que empoderada al último de los participante para salvar a todos, conté hasta cien tres veces seguidas en una jornada fatal en la cual las condiciones no eran las mejores: una tormenta de verano había volteado un poste de luz en la cortada y la oscuridad beneficiaba a los escondidos, principalmente a Ojo de Gato Guillermo, que no sólo tenía vista de lince, también trepaba árboles y tapiales con la agilidad propia de un felino, habilidad que lo obligaba a buscar todas las redondas que caían sobre techos de casas vecinas.
Para cambiar la suerte, una idea se encendió en mi cabeza y no dudé en pedirle la linterna al sabio. Pisé la zona despacio, buscando mi revancha con el artefacto apagado entre mis manos. Al llegar a la altura del segundo paraíso de la cuadra, enfoqué a la altura del ramaje encandilando al refugiado a quien le grité muy fuerte “¡pica el Ojo!” para liberarme de la condena.
Todas la noches camino en círculos por mi patio entre árboles frutales a los que conozco de esquejes, tentado por mi adicción de leer el cielo. Siempre llevo en mi bolsillo una fina linterna alimentada por dos baterías de larga duración. De tanto en tanto, suelo hacerle la pica a varios recuerdos que habitan en mí. Anoche volví a iluminar, sobre la copa de un joven ciruelo, la cara de niño de mi hermano Guillermo, el mismo que desde hace un tiempo se escondió en algún lugar del espacio, esperando que lo vaya a buscar.