¿Qué hizo España con toda la fortuna obtenida en el Potosí? A la corona, por norma, le correspondía el quinto real, es decir el veinte por ciento de las extracciones que realizaban los señores en la Villa. Tal fortuna fue durante una década el sostén financiero del emperador Carlos V y, más tarde, el de su hijo Felipe II, quien reinó entre 1556 y 1598. Pero aquella plata y las riquezas del resto de las posesiones del Nuevo Mundo no siempre estaban disponibles ante las urgencias del Estado, de modo que los Habsburgo recurrieron en múltiples ocasiones a los adelantos que les ofrecían los banqueros europeos. Las “entregas de Indias” funcionaban como garantía para los prestamos que recibía la corona por parte de la Casa Fugger de Augsburgo, de los Welser de Austria, de los genoveses Lomellini, Grimaldi, Gentili y Spinola, de los banqueros florentinos, marranos y portugueses. De este modo el dinero no solo financiaba a España, sino que la misma fortuna y sus intereses, terminaba por medio de los bancos en otros préstamos, pero esta vez otorgados a los enemigos de la península.

La plata provocó el emprendimiento de nuevas y más ambiciosas campañas militares, el reclutamiento de mayor número de mercenarios, la construcción de armadas gigantescas, proyectos de invasiones ultramarinas, la concepción de nuevos palacios, obras de arte, muebles, ornamentos, con el consecuente florecimiento de los astilleros, de los gremios de carpinteros, artistas, albañiles, arquitectos. Incluso las luchas religiosas cobraron otra magnitud. El metal produjo un alza en los precios y España se convirtió, gracias a su nueva fortuna en la “cuna de la inflación europea”.

Para 1556 el emperador estaba listo para abdicar y entregar todo el poder a su hijo Felipe. Carlos V deseaba retirarse del mundo a una casa conventual que envió a construir para este propósito en Yuste, pero no pudo retirarse hasta no pagar el dinero que adeudaba en sueldos y salarios.

“Confieso haberme equivocado más de una vez –dijo Carlos V al final de su reinado– confundido por la inexperiencia de la juventud, por las presunciones de la edad viril, o por cualquier otro vicio de la debilidad humana. Me atrevo, empero, a afirmar que jamás, con mi conocimiento y con mi asentimiento, se ha ejercido engaño o violencia sobre ninguno de mis súbditos. Por lo tanto, si alguno puede con justicia quejarse de haberlos padecido, doy testimonio de que fue a mis espaldas y a mi pesar; declaro ante todo el mundo que lo lamento desde el fondo de mi corazón, y suplico a los presentes, así como a los ausentes tener a bien perdonármelo”. A pesar de estas sentidas palabras Paulo IV, el nuevo papa, no olvidaba el saqueo de Roma de 1527 por parte de las tropas del emperador. Este suceso y otros menores reforzados por los intereses políticos hicieron del Estado Pontificio un aliado de Francia contra España. En 1556, el Vaticano excomulgó al emperador (como lo hiciera 400 años más tarde con Juan Domingo Perón). El duque de Alba, vasallo del emperador, se vió obligado a reconvenir al papa con una piadosa carta donde le advertía que si no cambiaba de parecer se iba a ver obligado a saquear nuevamente la ciudad tal como lo había hecho tres décadas atrás. Paulo IV redoblará la apuesta con una proclamación pública calificando a Felipe II, ahora en el poder efectivo, de “pequeño gusano” y “miembro podrido de la cristiandad”. Una costosa guerra obligó a Paulo IV a capitular un año más tarde, lo que llevó al jefe de la iglesia a rever su juicio divino levantando la excomunión al monarca español.

Para 1558 la guerra contra Francia y los Estados Pontificios dejó a Felipe II con una deuda impaga ante los banqueros Fugger, aparte de la obligación de saldar seis meses de sueldos a sus soldados, menos pacientes que los bancos de préstamo. Un ejército impago podía muy pronto volverse contra su contratista. Como ejemplo podemos mencionar a las tropas españolas estacionadas en los Países Bajos que el 2 de noviembre de 1576 decidieron, a modo de resarcimiento, adueñarse de la ciudad de Amberes, destruyendo mil casas y matando a ocho mil habitantes.

Los ingresos del reino podían venir en forma de recaudaciones fiscales, las cuales se hacían mediante la atribución de feudos, beneficios y encomiendas. Otros impuestos provenían del pago fijo de contribuciones a la corona. Además, estaba la alcabala, el diez por ciento que se percibía en derechos por el importe de las ventas en todo el comercio. También se cobraban el servicio de montazgo, un impuesto a los criadores de rebaños por pastorear sus ovejas en el suelo real. La lana pagaba derecho de importación. La corona tenía el monopolio de la sal y el mercurio, fundamentales para purificar la plata del Potosí. La trata de negros también proveía de dinero al soberano, ya que el tráfico requería de una licencia otorgada por el gobierno cristiano. Las indulgencias compradas a la iglesia estaban grabadas, y la recaudación del diezmo iba en parte a la corona. Sumado a esto estaban todas las riquezas del Nuevo Mundo.

Se calcula que unos 65.000 kilos de oro llegaron desde América entre 1503 y 1550. Los tesoros de la conquista del Perú en su “descubrimiento” suman, ellos solos, unos once mil novecientos sesenta kilos de plata y cinco mil seiscientos kilos de oro. Entre 1551 y 1560 la entrada de oro asciende a otros 43.000 kilos. Ya para el reinado de Felipe II los ingresos son de 10.000 kilos de oro por década. Entre 1591 y 1600 superan los 19.000. No obstante, la plata, procedente de Zacatecas y Potosí supera ampliamente el ingreso del oro: 86.000 kilos entre 1531 y 1540, 303.000 entre 1551 y 1560. Para suerte de la corona, también se descubre un yacimiento de plata en 1555 en el sur de Sevilla. El rey se apropia de estas minas y la explotación se realiza con esclavos negros. Por estas el rey recibe el neto de las ganancias, aunque trece años después las minas de Guadalcanal dan señales de agotamiento. Las del Potosí, en cambio, continuarán su flujo ascendente por medio siglo más y, lejos de agotarse, seguirán dando cuantiosos dividendos.

Es difícil realizar un cálculo de lo que se extrajo a fuerza de indígenas en el Cerro Rico del Potosí. Las cifras se presentan semi-abstractas en el imaginario, aunque todas sugieren fortunas impensadas. A cincuenta años del descubrimiento del cerro la corona, con su veinte por ciento, la Corona habría recibido 400 millones de pesos plata. Otros investigadores calculan un total de mil setecientos millones entre 1545 y 1800, otros insisten en declarar 70.000 toneladas del metal. No es imposible, con el inicio de la explotación el tráfico marítimo entre las Indias y España se intensificó en 874 barcos entre 1546 y 1600. Cada uno de ellos partía cargado de 500 millones de pesos plata. Aún hoy se encuentra, cada tanto, algún galeón hundido, de los cuales reclaman propiedad tanto el gobierno de España como el de Bolivia.

A pesar de todas estas cifras Felipe II presentó tres bancarrotas a lo largo de su reinado. Una en 1557, otra en 1575 y la última en 1596.

¿En que se gastó entonces la plata del Potosí? Sin duda los motivos de Estado, fueron, como siempre, importantísimos. Las riquezas contribuyeron a sofocar las rebeliones de los Países Bajos. También financiaron la guerra en Italia que se extendió por más de seis décadas. La lucha contra Francia y contra el papado exigió enormes recursos. De igual modo lo fue la construcción la Armada Invencible en 1588, la cual, a pesar de su nombre, fue hundida por el mal clima y los ingleses. La guerra contra el Imperio Otomano, las guerras de religión entre cristianos católicos, calvinistas, anabaptistas y luteranos. Hubo mucho gasto para la invasión a Portugal en 1580, y otro tanto para invadir y reprimir la sublevación del reino de Aragón en 1591. Para darnos una idea solo el costo de la expedición de la Gran Armada para invadir Inglaterra, (la Invencible), se elevará a diez millones de ducados, el total de la recaudación en plata potosina de los años 1583, 84, 85 y 86, dejando en un aparte a los 15.000 muertos y a las cien naves hundidas. También fueron un necesario gasto de Estado las grandes fiestas preparadas en los seis casamientos de Felipe II, en las exequias del emperador Carlos V, en mantener aliados con buenas remesas, en sostener una extensa y costosa red de espías a un costo de sesenta mil ducados por año.

La plata del Potosí también ayudó a hacer la casa del rey. La construcción del Escorial encargada por Felipe II fue un proyecto a la medida de las expectativas extractivistas. El palacio-monasterio reproduce en su forma la parrilla a las brasas en la que San Lorenzo fue martirizado. El edificio mide 207 metros de largo por 162 de ancho, posee 2673 ventanas, 1200 puertas, 86 escaleras, 160 kilómetros de corredores, 50 altares y 7500 reliquias de huesos y cabezas de santos compradas a precio de oro y plata. Todo decorado con maderas de ébano, caoba, nogal, cedro, terebinto y naranjo. En el gigante se invirtieron alrededor de seis millones de ducados, los cuales se pagaron con la plata del Potosí, además de las licencias acordadas para el transporte de esclavos. Hoy, aparte de ser la residencia de los reyes es un sitio de atracción turística. Para poder ingresar los interesados deben pagar a la corona una entrada de 10 euros, la obligación incluye a los ciudadanos bolivianos y a los descendientes de esclavos africanos.

Así y todo, el reinado de Felipe II y todas las riquezas de las Indias no lograron ubicar a España en una situación de privilegio. A la muerte de Felipe, la situación en los Países Bajos continuó siendo precaria, Inglaterra salió fortalecida, Francia aún amenazante, Portugal y Aragón insatisfechas, Cádiz invadida por los corsarios, los turcos aún en el Mediterráneo, las poblaciones indígenas, vasallas del reino, diezmadas por la explotación, los judíos y los moros expulsados, la Inquisición impuesta como remedio a las desviaciones y el pueblo español bajo la creencia de ser el elegido de Dios.