En el siglo XIX un censo bonaerense de pulperías y almacenes de campo arrojó la cifra de 350. Algo similar sucedería en Entre Ríos con esos “clubes de gauchos”, como los llamó Sarmiento, el único lugar social de encuentro en kilómetros a la redonda. Nunca se extinguieron y algunos renacen desde una necesidad de los nativos de la ciudad de la furia: escapar al campo y jugar a viajar en el tiempo. Página/12 salió de gira a redescubrir algunas de esas cápsulas del tiempo donde se come sin lujos ni platos light, a puro sabor criollo.
Sabor entrerriano
Francou es un almacén de ramos generales bien entrerriano, rodeado de campo y vacas: frente rectangular blanco de ladrillo asentado con adobe y puerta doble en el centro. Y ya: no hacía falta más para llamar a los parroquianos de la zona que sabían dónde quedaba la única proveeduría en kilómetros a la redonda. Desde hace 118 años, está en las afueras de Villa Elisa, partido de Colón, Entre Ríos. Olga Perroud es la anfitriona: “los Francou eran abuelos de mi marido, quienes llegaron al pueblo en 1907 y pusieron este almacén que proveía alimentos, ropa y herramientas de trabajo. Ya vamos por tercera generación con el negocio, el único que quedó en la zona; esto era el shopping; se vendía una gran diversidad de cosas, la gente venía una vez por semana. Además tenía un bar”.
El almacén mantiene su mobiliario como en una cápsula del tiempo, en especial su gran mostrador con estantes de madera hasta el techo. La familia guarda sus reliquias: el papel de habilitación de 1907 y un libro de propaganda del Plan Quinquenal de Perón de 1950. Olga arranca y no para: “Estamos abiertos todos los días desde el primer día de manera ininterrumpida: mi propio abuelo fue el primer cliente del almacén, cuando lo abrió el abuelo de mi marido; el cliente más antiguo viene desde 1960 cuando tenía 11 años. Y mirá esta foto tomada acá mismo el 25 de mayo de 1910 festejando el centenario de la patria; fijate ese hombre de la foto, que estaba por jugar al truco; tiene unos naipes, el otro agarra la botella y porta un revólver. ¡Esos están todos de joda acá! Y entre ellos están mi abuelo y el de marido. Para el 25 de mayo de 2010 reconstruimos la foto en el mismo lugar con los descendientes. Y ves que la pulpería no cambio nada: la misma mesa --¡los trucos que tendrá esa mesa!--, la misma ventana, el mostrador. En lugar del revolver está el celular. No son las mismas botas y ahora usan jeans, pero se conserva la misma sangre”.
Olga abre una tapa de madera en el suelo y aparece la boca del sótano. Al bajar de espalda por la escalera, el tiempo también está detenido allí: “como no había heladera, todo se conservaba bajo tierra; este era el refrigerador de los alimentos, ahí tenés la fiambrera con tela metálica, los cajoncitos para los bulones; acá teníamos la grasa y los toneles de vino; esta es la roldana para subir las cosas”.
Hace unos años, el negocio flaqueaba y se les ocurrió apostar al turismo: “nosotros no esperábamos este éxito. Acá cerca están las termas de Villa Elisa. Tuvimos que arreglar cosas, trajimos esta batea para el vino que era de mis bisabuelos; y esta amasadera para la carne donde hacían los embutidos, la máquina manual de picar carne, otra de embutir salames, los moldes para los quesos… ¡y mirá qué belleza esa damajuana! Nuestros abuelos tenían 4500 hectáreas de vides acá”. Hoy ofrecen aquí café, té, mate cocido, pan casero, dulce, manteca, pastelitos, picadas de campo y vegetarianas, salames, bondiolas, variedad de queso y huevos de codorniz. También empanadas y vino casero “hecho en casa”. Hay mesas y abren todos los días salvo los domingos: “son sagrados para la familia”. Ellos viven atrás, como los almaceneros de antaño.
Aun hoy viene gente de campo en alpargatas y boina vasca, sobre todo peones de campo que juegan al truco y son como de la casa: pasan del otro lado del mostrador y se sirven. Incluso gente de la zona viene con sus productos y hacen trueque sobre el mostrador.
Una pulpería de 195 años
Al acercarse al río Luján, en las afueras de la ciudad bonaerense de Mercedes por la Av. 29, se divisa de lejos una caña de 5 metros clavada en tierra con la bandera argentina, la señal de La Pulpería de Cacho di Catarina que ha cumplido 195 años y es gestionada por la misma familia en cuarta generación desde 1910. Aun algún paisano llega a caballo y lo ata al palenque para entrar al rústico rancho de ladrillos a la vista asentados en adobe y cal. En el interior con techo de tirantería de madera y piso de baldozones, un largo mostrador precede a una pared completa con estantes hasta el techo, un gran mueble intocado en un siglo: los productos están cubiertos por sucesivas capas de telaraña y polvo que desdibujaron las etiquetas. El “rincón de las botellas de más de cien años” fue armado por el bisabuelo de Fernanda di Catarina, quien recibe a Página/12: “esas son las huellas de mi bisabuelo Salvador Pérez Méndez y por eso no hemos tocado las botellas nunca más”. Un ojo entrenado vislumbra allí botellas de caña Montefiori y de grapa Lagoriu. Las mesas son de antiguo roble rústico con sillas y banquitos “pata abierta”. La decoración acumula la moda popular de cada década del siglo XX: posters de Boca de 1935, latas de galletas, jabones en cajita de cartón y publicidades viejas. En las paredes descascaradas cuelgan cartones con dichos: “Si de chico no trota, de grande no galopa”.
Hay mesas dentro del edificio y atrás, a la sombra de árboles o bajo el alero de una galería con cenefa de chapa recortada donde suenan chacareras. Este era el patio de la abuela Ifigenia –los antiguos pulperos vivían aquí-- donde han rebrotado la parra centenaria y rosales. En un lateral está el asador donde crepitan costillares y trozos de vacío con el saborcito ahumado de la leña de algarrobo; y hay discos para azar las papas rústicas con cúrcuma. En días patrios hay locro y comidas de olla en invierno. De entrada hay picadas con salame quintero mercedino, queso y bondiola con galleta de campo; o empanadas fritas en grasa --receta histórica de Cacho, “el último pulpero”-- con un leve picor. Y hay pastas caseras. Hoy la pulpería es un lugar para almorzar, suculento y criollo. Un personaje del lugar desde hace 20 años es José María Larralde, guitarrero y payador que un rato charla con la gente, otro canta milongas pampeanas y zambas. Y cede su guitarra a quien se ofrezca, sin ambiente de show, sino guitarreada. Cuenta que “esta pulpería se ha inundado cincuenta veces, pero resiste; una vez mi amigo Cacho estaba acá en plena inundación con el agua a las rodillas y vinieron los del canal de TV en bote; en plena entrevista les dijo ´esperá un cachito se me está yendo flotando el banquito´; lo atajó y siguieron charlando”.
La pulpería fue adquirida en 1910 por el abuelo de Cacho di Catarina. Tanto Cacho como su madre nacieron en este rancho, al igual que otros de su tiempo, divididos en dos partes: la morada del pulpero y la pulpería. Esos negocios surgieron en la amplia soledad pampeana, en cruces de caminos. Fueron el primer cobijo de esos hombres semierrantes en busca de provisiones. Tenían al frente una caña tacuara con bandera blanca indicando que había alcohol; si flameaba una roja, habían carneado.
Alguna vez esto fue pleno campo. Hoy es las afueras de Mercedes junto al río, donde pasa gente a caballo con bombacha de campo, boina y alpargatas. Hace 20 años --en una entrevista con Página/12-- Cacho hizo un poco de historia: “El mismísimo Juan Moreira pasó alguna vez por este lugar y acá tengo su pedido de captura de 1868 que reclama por un sujeto ‘de 28 años, estatura regular, color blanco colorado, pelo rubio, barba muy rala y ojos pardos que viste chiripá y monta un caballo colorado malacara´. Yo no puedo viajar, pero el mundo viene a mí: acá estuvieron la RAI italiana, la BBC y la NHK de Japón. Y trabajé en la película Don Segundo Sombra como pulpero de mi propia pulpería. Ese personaje de la vida real retratado por Güiraldes, fue cliente de mis abuelos”. Hoy estas historias las cuentan sus sobrinas.
Abre los viernes de 11 a 15 hs; sábados, domingos y feriados de 12 a 18 hs. Conviene reservar por WhatsApp: +54 92324 498741
La Pulpería de Payró
Roberto Payró es un pueblito bonaerense de 120 habitantes. De su viejo esplendor queda la única estación de tren de madera de la provincia, en desuso desde 1980 cuando se cerró un ramal del Roca que llegaba a este rincón del Partido de Magdalena, a 113 km de CABA (autopista a La Plata). Con el tren cerró su pulpería de paredes de ladrillo con barro calcáreo creada en 1875: los que lo esperaban eran los clientes. La gente de los campos cercanos traía tambos con leche y otros productos de granja que se iban en el tren. A una cuadra quedó para siempre una camioneta Rastrojera naranja que no anduvo más. Y el último pulpero puso un cantado y se fue: puertas adentro, el tiempo se detuvo. Hasta que en 2005 un matrimonio platense le compró el boliche a los descendientes, para disfrute de fin de semana.
Marcela Pantanetti recibe a Página/12 abriendo orgullosa las dos hojas de madera de su pulpería. Al entrar, el cambio de dimensión no es tan tajante: en las calles desiertas con gallinas de Payró, el tiempo también está detenido: el único vehículo a la vista es la Rastrojera y pasa un hombre a caballo, con boina y alpargatas. Algo no encaja aquí con el siglo XXI. La anfitriona cuenta su historia: “veníamos en familia los findes y se acercaba gente paseando que nos pedía algo de comer; como tenemos el horno de barro, siempre cocinábamos y si teníamos, les vendíamos por cortesía. Pasaban y veían los mostradores de madera y quedaban asombrados, pedían que la abriésemos al público. Al final terminamos compartiéndola con el público; tenemos 5 hectáreas con bosquecito de pinos, pusimos mesas y viene gente sábados y domingos de 11 a 18 hs”.
Algunos vienen a pasar el día completo con su mate, al aire libre: hay quien trae su hamaca paraguaya y busca dos troncos, otros la reposera o la lona. La especialidad son las empanadas en horno de barro. Y hay platos como cazuela de bondiola braseada al disco, guiso de lentejas, mondongo a la olla y bondiola braseada. Para saborear un asado hay que encargarlo de antemano y para garantizarse una mesa, conviene reservar: +54 9 2215 647989
Cada tanto aparece por la pulpería Don Rubincho --75 años--, el anterior dueño. Y cuenta la historia de dos gauchos que una vez se pelearon en la pulpería por una deuda: uno sacó un cuchillo y el otro se defendió con una alpargata de las de antes, que eran muy duras. Este último –según Rubincho-- “tenía una habilidad tremenda; no sabés como le pegaba al otro, que se escapó por la otra puerta ¡El de la alpargata ganó la pelea! Después se amigaron otra vez”.
Aquella pulpería –que fue cambiando de dueño y nombre-- funcionaba como correo y recibía el diario. Hoy la decoración a lo museo de campo incluye balanzas, tarros de leche de aluminio, sifones, botellas de ginebra Bols, diarios de la década del ´50, máquinas de escribir, tocadiscos, latas de galletitas Bagley, botellas Crush, el poster del Diego eterno.
Sin planearlo, sin quererlo, el matrimonio de Marcela y Pablo dejó casa y ocupaciones en La Plata y están a punto de instalarse a vivir aquí. Ella hoy es contadora y pulpera, un oficio que se está reinventando: “¡te aseguro que es mucho más gratificante!”. A veces –los días de lluvia— gente del pueblo viene a caballo, lo ata al palenque, da las buenas tardes y pide una caña con ruda porque “ahuyenta las malas ondas”.
En el campo de Navarro
A 4 km del pueblo bonaerense de Navarro por un camino de tierra, la historia de La Lechuza refleja el proceso histórico de un almacén de campo que devino en boliche y luego restaurante. Oscar Rivas lo gestiona con su esposa Eli Irigoyen y cuenta esa evolución: “ese quincho con techo de paja lo levantaron mi abuelo con mi viejo como ayudante de albañil en 1938, sin pensar que de adulto mi papá iba a ser dueño de ese almacén de campo, que es algo distinto a una pulpería y a un boliche. La pulpería era un rinconcito donde la gente chupaba: se iba a tomar. El almacén de ramos generales era el que tenía de todo. Y el boliche era algo que estaba entremedio: un almacén con copas. En un rincón estaba toda la mercadería. Y había otro para servirse copas y jugar cartas. Se le llamaba boliche a eso. Las pulperías fueron desapareciendo y quedaron esos boliches de campo muy bien ubicados. Cuando se hizo este, en la zona ya estaba la fábrica de lácteos: había mucha gente y faltaba el boliche para aprovisionarse y socializar. Entre la gente lo ayudaban a mi abuelo a levantar las paredes, querían el boliche que les evitaba ir al pueblo. Después, ese boliche le daba el nombre a la zona: “vamos para La Lechuza”. Décadas más tarde, esto se había convertido en una tapera. Mi papá trabajaba de quesero en una fábrica de lácteos que cerró; esto era parte del campo y el dueño le dijo ´¿por qué no te agarrás el boliche y probás? Y así fue. Vino mi vieja, mi viejo, yo y mi hermano. Eso fue en 1967. Yo era el ayudante del almacenero desde los 9 años; esta era una zona tambera y venía gente en sulki, a caballo, a pie y pocos en auto. Acá teníamos de todo. Yo despachaba el carbón, el kerosene, las papas, todo lo más feo me tocaba a mí. Se aprovisionaban después de trabajar en el campo y tomaban una ginebra antes de ir a casa. Acá jugaban a las bochas, al truco, al fútbol. Y como mi viejo nunca dejó jugar por plata, se jugaba por el Gancia o la comida que hacían mis viejos. Se juntaban a jugar y así fue como empezaron a comer los parroquianos. Vos desde acá no ves casas pero hay muchas, no están cerca”.
El giro actual al negocio se lo dio Oscar cuando aún estaba en manos de sus padres: “la gente empezó a tener auto y se iban a comprar todo a Mercedes; los que compraban acá eran los que menos plata tenían y como eran clientes de toda la vida, se les fiaba; algunos después no pagaban porque no podían; así que les dije a mis padres que basta, saqué todas las estanterías con un martillo y se acabó el almacén: a partir de entonces, se dedicarían solo a la comida, pasamos a ser boliche. Fuimos pioneros en la modalidad ´tenedor libre´ que mantenemos hoy. En el quincho hay aire acondicionado y mesas, y tenemos otras al aire libre a la sombra de fresnos y eucaliptus. Cobramos como mis viejos: ´por cabeza´. La idea es que coman mucho y se queden desde las 11 am a las 6 pm”.
La entrada es una bandeja con quesos saborizados con aceite de oliva, ají y orégano; salame, cuerito de cerdo hervido con chimichurri, paté de pollo, morrones agridulces y galleta de campo. La segunda entrada: empanadas de carne. El primer plato es pollo de campo alimentado con maíz, al horno de barro con receta secreta familiar. El segundo son ravioles de acelga con salsa de tomate. De postre, flan con dulce. Y de merienda, café con pastelitos de membrillo. También las bebidas son libres: vino, soda, gaseosas, cerveza y una mesa de botellas de Gancia, Cinzano y Termas.
“Este es el menú de siempre desde tiempos de mi mamá y si todo funciona perfecto hace 40 años, para qué lo voy a cambiar”, dice Oscar muerto de risa y agrega: “la manera que tenía mi vieja de demostrarte afecto era a través de la comida. Nos lo hacía nosotros y terminamos todos panzones. La comida era muy importante y quería que comiéramos mucho: nosotros esperamos lo mismo del visitante. Si se van temprano, sería que no les gustó la comida”.
Abre sábados, domingos y feriados al mediodía. Los domingos hay cantante y en un día normal puede haber 250 personas (sábados es más tranquilo). El que quiere aparta su mesa y tiene intimidad. Conviene reservar: (+54 9 2227 411397)
En Villa Elisa, un bodegón de campo
Frente a la plaza central del pueblo bonaerense de Villa Elisa –rodeado de un verde boscoso y casas quintas— cerca de La Plata, la esquina tiene un añoso edificio blanco al que se entra por la ochava y conduce a una cápsula del tiempo sibarita llamada El Boyo. En el siglo XIX fue almacén de ramos generales que proveía a estancias y mansiones de veraneo de las familias Uriburu, Pereyra Iraola y Bell. Luego fue billar y cayó en el abandono. Hasta que el chef Lisandro Arnold lo reacondicionó manteniendo la arquitectura y agregando una sala de ambientación tanguera: un sector revive un cafetín de comienzos del siglo XX. Porque en Villa Elisa nació en 1904 Mercedes Simone –la dama del tango-- compositora y cantante que llevó el 2x4 por el mundo: aquí la homenajean. En esa sala hay una gran araña de cristal, un mostrador negro con guardas doradas, un gran espejo que dice “Los Cafetines”, piano y un luminoso vitreaux. Una pared está llena de fotos ligadas a la historia del tango, como una de Gardel con las rubias de New York, quien a su vez llena el ambiente de melodías. Hay gramófonos, cortadoras de fiambre antiguas, sifones y discos.
El otro salón de este espacio en dos dimensiones es menos galante y más campero: techo de madera, piso de baldosones, un largo mostrador en “L” con las estanterías hasta el techo, y una decoración de láminas con propagandas de Fanta, Molinos, Bazooka, Cinzano y Aceite Cocinero. La colección de objetos: bicicletas antiguas colgadas del techo, teléfonos, faroles, balanzas y un proyector de cine. Y en la calle, sobre la vereda, un surtidor de nafta Shell, una bañadera con patas de león y toneles de vino. Hay mesas bajo los árboles y un rasgo central es la abundancia en los platos. De una caramelera de cristal de las de antes, los chicos se sirven solos –están invitados-- y una especialidad son las picadas de mariscos fritos: langostinos, mejillones, cornalitos, rabas y papas fritas (con media, comen tres). Y está la picada de fiambres que viene incluso con queso gruyere. La empanada de pollo a la crema de puerro ha sido premiada y la de langostinos ha ganado fama. La masa de las pastas y las pizzas –el boyo previo— sono fatti in casa. La pizza es al horno de barro y las hay tan singulares como una de vegetales asados y otra de camarones. El plato más campero de este bodegón de campo es el guiso de lentejas. Uno de los postres tiene nombre largo: “Chumbaso que explota en tu mesa”. Es media pelota de fútbol de chocolate con helado, nueces, almendras, chispas negras y blancas, confites, frutillas, frutos rojos, charlotte y brownies. Al fin y al cabo, nadie viene a El Boyo a autocontrolarse, sino a una suerte de festín de argentinidad culinaria, en el más diverso sentido del concepto.
Abre todos los días hasta medianoche y en fin de semana conviene reservar: Tel: 0221-6080927