Ten cuidado, no jures que me amarás hasta la muerte, mira que el morir es cosa seria, y si te quedas viva, ¡qué risa la que va a darnos a los dos lo que debiera ser un gran dolor!
Yo tenía veinticuatro, Claudia tenía cuarenta y dos y Fidel acababa de anunciar que abdicaba el trono. La conocí a través de Aries, su madre, filóloga y socia vitalicia de la Unión de Escritores, que accedió a hospedarme clandestinamente. Aries era justa pero severa, como suele ser la gente sensible después de incontables traiciones. Me acusaba de andar turisteando por ahí “como un comemielda.” Por eso cuando Claudia se ofreció a sacarme de paseo dominical, Aries dio su bendición.
Reza por mí y acuérdate de que los cuerpos parten pero las sombras quedan.
El encuentro fue en La Habana Vieja. Era la segunda vez que nos veíamos. Arrancamos tomando una seguidilla de cafés cortitos y empetrolados. Sin que yo indagara demasiado, Claudia me contó de sus tiempos de rodajes, bohemia y cocaína en Madrid y de un ex marido policía, padre de su hija, del que logró escapar en México. De su inevitable retorno a Cuba, único refugio ante la fealdad del mundo. La liviandad de su tono no se correspondía con la truculencia de lo narrado, y eso me sedujo de inmediato. Una actriz de oficio, de mirada, de voz proyectada y de porte. Una actriz cubana.
Nada dijiste, pero yo te oí. Te oigo, aun cuando nada dices.
Me confesó que a veces pasaba largos períodos de encierro, sin ver a nadie. Ésta era su primera salida en dos semanas. Le propuse ir un concierto de música barroca en la Catedral. Llegamos en plena fuga. El sol del mediodía se colaba por las ventanas de la cúpula y caía en cascada sobre la primera fila. Ahí nos sentamos. Recién entonces, al verla bañada de luz, noté que no tenía corpiño. Me pregunté si tenía por costumbre no usar ropa interior, me calenté y al instante sentí culpa. Cuando el órgano tubular –recientemente restaurado, según Granma– tronó con su nota más sublime, Claudia me apretó el muslo. Acto seguido, la música cesó.
Luego un gran silencio fijo… Un gran silencio, compañera… ¡Qué silencio! … Ni aun el viento.
Seguimos mudos al salir a la Plaza de la Catedral y las cuadras por San Ignacio que nos separaban de la Plaza Vieja. Para romper el embrujo, le propuse tomar una cerveza en la Taberna de la Muralla. No reparé en que las cervezas ahí eran impagables para una cubana o en la obscenidad de mi elección. Para peor, alguien gritó su nombre desde un balcón. Un tipo de pelo largo y canoso, collares y pulseras, su mameluco cubierto en pintura. Artista. Todos en Cuba son un poco artistas. Sentí celos de ese hombre curtido, que gritaba odas sensuales desde balcones y que seguro la había pintado desnuda, no una sino mil veces. Sentí el impulso de huir, pero me quedé.
Dime si en la alta noche despiertas con un susto en el estómago como ocurre en las vísperas de examen. Dime si es que me sientes marchar, sombra de tu persona, pegado a tu esqueleto.
Al ver la hora, dijo que tenía que irse. Había dejado a su hija a cargo de un amigo. Me invitó a acompañarla. Me vi de pronto relegado a un rol indeseable, el hombre asexuado dentro de su elenco de sementales, presa de un malentendido. Mi propio deseo me resultó de pronto obsceno. Y aún así fui. La hija de Claudia era corpulenta y temperamental, y su niñero era un mulato gentil llamado Bienvenido (el Bienve, para los amigos). Tocaba el tambor con autoridad. Cuando se largó la lluvia, comenzó a tocar al ritmo del temporal. Claudia abrió un vino áspero, picante, que hacía arder las entrañas. “Lo que no se acaricia no se calienta”, predicó el Bienve, y todos reímos. Se fue silbando bajito. Ya resignado y algo ebrio, decidí cerrar el capítulo. Pero Claudia me detuvo.
A ver, dime si puedes, como me pasa a mí, quedarte seria y triste durante cuatro siglos; o pensar que has muerto. Sentirte ya vacía de ti misma. Saber que si te falto te faltarás también.
La niña fue enviada, o quizás se fue por propia voluntad, a su habitación. Terminamos el vino. Volvieron los silencios y nos quedamos escuchando la lluvia impactar contra el techo endeble. Me preguntó qué me pasaba, que sentía que me había puesto raro desde la taberna. Me dio pudor confesar toda mi verdad, que día a día Cuba me enseñaba que mis sueños literarios de Hemingway de las pampas eran una estupidez burguesa, y que la vida era otra cosa. Le confesé una verdad a medias. Que había venido al país a buscar a una mujer que creía haber amado, y que nos habíamos visto y que ya no quedaba nada de ese amor sino una ausencia, la sensación impúdica de una ficción.
No es posible asimilar de pronto una catástrofe. Sentir los golpes y sonreír a cada uno de ellos.
Claudia se dejó caer en la cama y no tuve más remedio que acompañarla. Cerró los ojos, inhaló profundo y comenzó a recitar el extenso poema que fui intercalando, a retazos, en el texto. Es una de las elegías de Nicolás Guillén, mi preferida, titulada “En algún sitio de la primavera”. Es un lamento descarnado ante la pérdida de un gran amor que él pensó que duraría para siempre. La recitación de Claudia me heló la sangre y de pronto todo, mis inseguridades, mis miedos, el abismo entre nosotros, desapareció. Yo me largué a llorar, ella se largó a llorar, y mi visión de la poesía cambió para siempre. No solo memoricé el poema de Guillén, y todavía me hace temblar, sino que entendí que hay versos que rozan lo sagrado y que curan. Por eso, en palabras del propio poeta, agradezco, y “no con unas gracias cortesanas, sino de las que no se dicen porque están en lo hondo de uno mismo.”
Guido Segal Poeta, guionista, profesor y programador. Por más de una década fue crítico de cine, lo cual lo llevó a ser jurado de la Semana de la Crítica en el Festival de Cannes. Dirigió documentales para History y Discovery Channel. Vivió una década en Los Ángeles, donde trabajó para Disney, NBC Telemundo y Marvista Entertainment, entre otros. Sus trabajos como guionista fueron galardonados en el Festival de Venecia, en los Emmy y en los Martín Fierro. Es programador de la Latin American Cinemateca de Los Ángeles. Sentencia de muerte, editado por Interzona, es su primer libro de poesía.