La tarde abatida mancha de rojo el otoño. Por la ventana entran, apenas, unos últimos rayos de sol. Una mujer sentada, inmóvil, fija su mirada en el cuerpo de un hombre tendido en una cama junto a ella. Los ojos de la mujer se abren como en una pregunta. Sus párpados no se mueven, ni siquiera pestañea. No hay nada más en ese cuarto. La mirada de la mujer se lo ha tragado todo. Hasta el cuerpo del hombre parece invisible, muerto. Y no está muerto, solo dormido, quizás inconsciente.

-‑Quisiera hacerle una pregunta, disculpe, no quiero molestarla.

La mujer da vuelta con lentitud la cabeza y enfoca, ahora, a una mujer joven vestida de blanco que ha entrado al cuarto.

-‑No hay problema, dígame, qué necesita saber.

‑-¿Es su marido? ¿Podría contarme algo de él? Soy la enfermera de la noche y tal vez algunos detalles personales me sirvan. Por si despierta. No sé, si le gustaba leer por ejemplo, así puedo leerle algo... o poner algo de música.

-‑No creo que se vaya a despertar. Ya no... Bueno, no sé, nunca se puede estar segura, pero es como si ya se hubiera ido, casi ni lo reconozco.

La mujer vuelve su mirada hacia el hombre y habla como dirigiéndose a él.

-‑Me pregunta qué le gusta, pero creo que no podría decírselo. Es tarde para darse cuenta, y me parece que nunca lo supe. Siempre fue hermético. No sé, tal vez no podía ser de otra manera. Me dejó sola durante muchos años, con su mutismo y sus viajes. Recién ahora se me ocurre pensar que quizá fuera de casa tenía otra vida, no lo sé. Y creo que ya no lo voy a saber. Me pregunto por qué lo esperé tanto tiempo, por qué me quedé en casa imaginando que cambiaría. Por qué dejé que me torturara de esa manera. Tuvo una vida difícil, una infancia muy dura, yo podía entenderlo. Creo que en el fondo lo compadecí todos estos años. Y ahora la que me da pena soy yo...

‑-Está bien, no se preocupe. Así está bien. No necesito nada más. Si usted quiere puede ir a descansar, yo recién me voy a las siete de la mañana.

--Discúlpeme, no sé por qué le dije todo esto, no corresponde. Sé que no corresponde que se lo diga a usted, perdone, perdone.

La mujer gira la cabeza y al hacerlo, como por obra del movimiento, un lágrima dibuja un camino brillante en una de sus mejillas. Se levanta  y camina hacia la puerta como si no viera nada al mirar.

-‑Buenas noches.

 

Esta vez, a la misma hora, una llovizna fina golpea el vidrio, y afuera parece ya casi de noche.

Una mujer joven tiene una de las manos del hombre entre las suyas. Llora con suavidad. Apenas un murmullo sale de sus labios. Pareciera que le habla al hombre que sigue tendido en la cama, dormido, o tal vez inconsciente. La misma mujer joven vestida de blanco del día anterior se queda apoyada sobre el marco de la puerta.

‑No quisiera molestarla, soy la enfermera de la noche. Si usted quiere me quedo afuera un rato.

-‑No, está bien, pase, pase. Yo ya tengo que irme. Soy su hija. Ya me estaba despidiendo.

Se agacha y besa la frente del hombre, su llanto se alza, sale directo de su pecho y con fuerza esta vez: --Pobre viejo, creo que ya no siente ni escucha nada. Me da mucho dolor verlo así. Era tan vital, tan agarrado a la vida. Fue siempre tan tierno conmigo. Desde que me mudé no lo veía muy seguido, pero cuando nos juntábamos nos reíamos, vivía contándome chistes. Lo voy a extrañar. Se acerca al hombre, lo abraza. Se incorpora y empieza a caminar hacia la puerta.

-‑No se preocupe, yo me encargo ahora, él va a estar cómodo. Usted puede ir a descansar.

 

 

Esta vez, a la misma hora, no hay sol y tampoco lluvia. Las cortinas de la ventana están corridas. A los pies de la cama del hombre hay un hombre joven parado. Su cara es como una máscara. No es inexpresiva, está inexpresiva. Su boca dibuja una curva hacia abajo, inmóvil.

Aparece la misma mujer joven vestida de blanco de los días anteriores. Entra con suavidad y el hombre joven la mira. Su cara cambia, le dirige una media sonrisa.

-‑¿Vos lo cuidás a la noche?

-‑Sí, hasta las siete de la mañana.

-‑Bueno, entonces yo ya me voy. Pero tené cuidado eh, mirá que el viejo era bravo. Si se despierta capaz que te salta encima. Fue siempre un hijo de puta ‑dice, mientras se dirige a la puerta y desaparece.

 

La mujer joven se acerca al hombre que está en la cama, estira las sábanas, las arregla. Lee unos papeles que están en la mesa cercana. Revisa la botella con suero colocada al lado de la cama. Mira el reloj colgado en la pared. Se sienta junto al hombre y lo mira. El hombre de pronto se mueve, apenas, exhala un profundo suspiro que se convierte en ronquido. Como el gemido de un animal con miedo y huyendo. Y queda inmóvil, completamente inmóvil. La enfermera lo mira, lleva una mano a su cuello buscando su latido. Y se pregunta quién acaba de morir.

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