Estoy recostado en el sillón, casi dormido, cuando llaman a la puerta. Me levanto de un salto y me agarro de donde puedo. Vértigo, eso es lo que siento. El dolor vuelve. Está otra vez ahí, ocupando la mitad de mi cabeza. Puteo. Son las doce y media de la noche. No tengo idea de quién puede ser. Las piernas me tiemblan todavía del susto. Sin embargo la maldita responsabilidad, o acaso un extraño miedo que los años me han ido inoculando, me llevan zigzagueante y descalzo hacia la puerta. Es el vecino de la vuelta, Luis. Los fondos de nuestras casas coinciden. Están divididos por un tapial de ladrillos de dos metros de altura. Alguna vez, hace algún tiempo, fuimos amigos. La cosa duró unos cuántos meses. Recuerdo que hasta bromeábamos con la idea de abrir un hueco en el tapial para no tener que dar toda la vuelta a la manzana para encontrarnos, cosa que en verano hacíamos casi todas las noches. Estoy hablando de hace tres años, para ser más preciso.

Parado en el vano de la puerta, sin esconder mi frustración, o bien podría decir mi furia, le pregunto qué pasa, en qué puedo ayudarlo. Es una cuestión formal, la pregunta. No quiero ayudarlo en nada. Sé que es un problema mío: no sé decir no. No puedo cerrarle la puerta en la cara. Me cuesta poner límites, ese es mi maldito problema. Ni siquiera con él. Sé que es algo que debería tratarlo. Pero en fin. Ahora lo tengo sentado en el sillón. En el mismo en el que hasta hace unos pocos minutos, con algún resultado, pugnaba por dormirme. Lo cual significa que cuando se haya ido voy a tener que recurrir a alguna pastilla más o, al menos, a dos o tres vasos de vino para alcanzar ese estado en el que me hallaba al oír aquellos estúpidos golpes en la puerta. Luis tiene la cara desencajada. Sombras por todos lados. En la boca, debajo de los ojos; en realidad todo en él me remite a una sombra. Una sombra que se agarra la cabeza, que me dice que esta vez se fue al carajo, que no sabe qué hacer, o mejor dicho que no sabe qué fue lo que hizo. Le pido que se tranquilice, que hable claro. Me doy asco cuando hablo así. En tono paternal. Como si, sin importar la gravedad o la complejidad del asunto, que ni siquiera todavía me ha sido develado, yo pudiera hallar una solución en dónde nadie saliera lastimado. Y justamente de se trata de eso. Sé por qué está acá. Pero da la casualidad de que Lidia, mi mujer, está de guardia en el hospital esta noche. Yo no le sirvo de mucho. Esperaba encontrarse con ella, lo sé. De todas maneras no se lo digo. Sería hipócrita si dijera que su actitud me sorprende. Los conozco. Ya dije que fuimos amigos. Sé perfectamente de qué va la cosa. No soy quién para juzgarlos, trato de no meterme en la vida de nadie. Pero el motivo por el cual mi mujer y yo decidimos alejamos de ellos, al comprobar fehacientemente lo que ocurría, fue justamente por esto. Ambos lo supimos y sin embargo aguardamos hasta que hubo una noche similar a la de hoy. Ese fue el final. O al menos, en aquel entonces, eso pensábamos. Busco el control remoto y apago la televisión. No puedo prestarle atención mientras alguien da a conocer el pronóstico del clima para mañana. Va a haber sol. Está bien. Veinticuatro grados de máxima. Pero ahora es de noche y yo ya tendría que haberme dormido. Entro a trabajar a las seis y media de la mañana, hora en que Lidia, de no mediar ningún inconveniente, estaría llegando. Miro mi reloj. Es casi la una. Luis me jura que no quiso hacerlo. Vos la conocés, dice. Ella sabe muy bien lo que me molesta, y yo no estoy loco. Baja la voz, ahora, y agita las manos. Nunca le hice problemas con vos. Sabía que se llevaban bien. Punto. Nunca se me cruzó por la cabeza que pasara algo entre ustedes. Enciendo un cigarrillo y le ofrezco. Le tiemblan los dedos. Le digo que hable tranquilo, que estamos solos. Pero no todos son como vos, sigue. No todos son mis amigos. Yo admito ciertas cosas, pero otras no. Llevamos diez años juntos, ella debería saberlo. Le pregunto qué fue lo que pasó. La palabra amigo me revuelve el estómago. Como sé que va a contarme todo, con lujos y detalles, desde un principio, lo corto en seco. Le pregunto dónde está Verónica. Su cara vuelve a ensombrecerse. Suda. Se toma su tiempo. Luego me plantea lo siguiente: que vaya a su casa, que mire. Que la ayude. Que la convenza o que haga lo que tenga que hacer. Lo que más me enfurece es que lo dice como si fuera el mejor tipo del mundo. Alguien que acepta sus culpas, pero que no puede o que no se siente capaz de hacer nada al respecto. Quizá yo me sienta o perciba en mí un sentimiento similar. Eso explicaría las cosas. Me escucho decir que me espere, que encienda la televisión, que vuelvo enseguida. Que por favor no se mueva. Me calzo las zapatillas y salgo al patio. Es una noche oscura. No hay luna. El césped está alto y el rocío me empapa las zapatillas. Lo siento en los pies. Las zapatillas están rotas. Me dirijo hacia el tapial de ladrillos. No me cuesta nada sortearlo. Hace algunos años, en algunas ocasiones. Todo vuelve, aunque el disfraz es un tanto más absurdo, más distante y sombrío. Puteo. A mí mismo, claro. Me siento ridículo. O lo que es peor: cómplice. Así fue cómo me sentí en su momento y así es cómo me siento ahora. Los yuyos del patio del vecino están aún más altos que en mi patio. No sé lo que eso significa. Deberían de significar algo, supongo. No puedo dejar de pensar ni un segundo. Ni siquiera mientras estoy por ingresar a una propiedad en la que se halla una mujer que, espero, ansío, con todas mis fuerzas, aún esté viva. No me había planteado otra situación hasta ahora. Tal vez sea eso lo que me va volviendo más susceptible. Por suerte no tienen más el perro. Se murió hace unos meses. Lo supe porque una noche dejé de oír sus ladridos. Camino hacia la puerta ventana de la cocina. Está abierta. Nadie me obligó a hacer esto, eso es lo peor. No saber por qué lo estoy haciendo. Sí, al igual que él, de alguna manera, lo que hago en el fondo es aceptar una cuota de culpa. No mía, por supuesto. O sí. En parte.

El caso es que llamo a Verónica, dos o tres veces. Oigo un ruido, proveniente del living, y espero. No quiero asustarla. Las luces, tanto de la cocina como del living, están encendidas. Veo sangre. Gotas de distintos tamaños. Comienzan junto a una silla y siguen un recorrido que las lleva más allá de la arcada que divide la cocina del living. Creo que se dirigen hacia el baño. Entro. Vuelvo a llamarla. Un aire frío me recorre la espalda. Las gotas de sangre se transforman en manchas. Me preparo, o intento prepararme, para algo que sé que no me va a gustar. Para algo que me supera. Y si vuelvo a putear es porque me alejé justamente para no encontrarme con esto. No quería verlo, esa es la verdad. Pero al parecer no he podido o no he huido lo suficiente. Las manchas de sangre me llevan al baño. Me detengo. La cortina de la ducha y detrás el chorro de agua que golpea contra el suelo. Vuelvo al living. Huellas de pies descalzos. La puerta que da a la calle permanece entornada. Un paso antes, otra vez las manchas de sangre. Me asomo a la vereda, oscura salvo por las empobrecidas, anaranjadas luces del alumbrado público. Adentro el teléfono está descolgado. Lo acomodo en su lugar y verifico que funcione. Dudo en volver a salir o en desandar el camino que hice hasta acá. Cuántos metros puede haber avanzado Verónica, me pregunto. Cuánto habrá logrado alejarse.

Me cuesta el doble de trabajo saltar el tapial, cruzar el patio, hundir los pies en los yuyos sin saber a ciencia cierta hasta dónde van a llegar. Tengo la absoluta seguridad de que Luis está ahí. No sé por qué, pero es algo que sé. Sigue sentado en el sillón tal cual lo dejé. Sólo que ahora llora. No logro discernir si lo estaba haciendo desde antes de que entrara. Tal vez empezó a hacerlo cuando me oyó. Para el caso da exactamente lo mismo. Me siento a su lado y le digo que todo está bien. Me mira, se yergue unos centímetros y se pasa el dorso del brazo por la cara. No ha encendido la televisión, al menos. Me pregunta cómo está. Obviamente se refiere a Verónica. Le digo que bien. Todo está bien, remarco. Luis apoya las manos en el sillón y se me acerca. Me inclino hacia la mesa ratona, agarro el paquete de cigarrillos y saco uno. Lo hago con una tranquilidad que hasta a mí me resulta cuanto menos sobreactuada. Él sigue ahí. Ahora no dice nada. No pregunta más nada. Sólo me mira y espera. Me sigue mirando, incluso, cuando me levanto y me dirijo a la ventana. El silencio de la calle aún permanece inflexible.